Dice Billy Collins que “lo malo de la poesía es que anima a escribir más poesía” y yo puedo decir que también anima a leerla más y más.

En los talleres, en las aulas, en los clubes de lectura, he podido testimoniar, con métodos científicamente refutables, pero vivencialmente irrebatibles, un proceso de síntesis y fotosíntesis, con rasgos bastante opacos, muy indefinidos, incluso fraudulentos, que ocurre cuando pongo en juego la lectura de poemas en ámbitos de lectores literarios, a-literarios, semi-literarios:

1°-Sobreviene una comezón interna, neuronal, metacarpiana.

2°-El hígado literario se inflama.

3°-El cerebelo del embole empieza a convulsionar en espasmos casuariformes.

4°-El alma: mutis.

Podría decirse que el fracaso está asegurado. Que el cúmulo de información bombea sus productos de escepticismo clorhídrico, que la adrenalina cachavacha socava el espíritu de los más predispuestos, que las memorias modernistas empiezan a rimar princesas con teresas, que en el subconsciente colectivo las loas patrióticas convulsionan en una metralleta de actos escolares donde, hasta el mismísimo Belgrano llora al escuchar el acero impenetrable de los versos que sistemáticamente le dedican. (Hay que admitirlo. Los actos escolares han hecho, hacen y harán un daño irreparable a la poesía.)

Entonces, en plena ebullición contenida o semi-contenida, obturada por la gentileza -en talleres y clubes de lectura- o por la resignación -en las aulas- viene la lectura del poema:

SONRÍA

La vida es ligera,

me asomo al abismo

cada mañana para

detener al tiempo.

Pasa el viento y la muchacha

de junio sin protestar.

Los chicos de mi edad

de ayer pasan

y con ellos

pasa la vida.

Algunos idiotas sonríen

y yo también sonrío:

¡Vaya! ¡No estoy tan solo!

¡Sonría! No sea como ayer,

como los tontos

o como los otros.

Y así se derrumba, con el poder de los dieciséis versos, un muro levantado a lo largo de la vida. Llega, pues, el momento de agradecer al poeta y el inmediato interés por saber su nombre. Con orgullo digo, Manuel Ismael Duarte Bravo, un querido poeta y narrador ecuatoriano. Al releer los versos vemos el abismo de las mañanas y la tenacidad de la sonrisa, como puente y como conjuro. Vemos la vida en el pelo suelto de la muchacha de junio. ¿Les puedo leer otro poema? Y lo que sigue, es unánime, en los talleres, en las aulas, en los clubes de lectura, porque la maldición de la poesía, profetizada por Billy Collins, se cumple a rajatabla:

UNA MUJER

Hay días en que me hundo

en el oscuro abismo de mis penas.

Hay días en que me visto de fracaso

y lloro,

y me imagino muerta de espanto por la pena.

Y me veo como soy

…una mujer apenas.

En este momento, ya no hay barreras entre el lector y el poema de Belkys Sorbellini en el que parece, otra vez, el abismo. Lo llenamos de significados. Lo ponemos en diálogo con el abismo de Manuel. Pero aquí, aquí también tenemos que ver algo, porque hay un juego sutil, hay algo que no podemos dejar pasar por alto: la palabra final de cada estrofa. Y así llega, en esas tres palabras ubicadas en un lugar estratégico, una intensificación de la experiencia de lectura. Ya lo dijo un maestro: suele haber una palabra dicha con tal convicción que comprometa todo el poema.

Pasa el viento y la muchacha de junio sin protestar. La mujer apenas hundida en su abismo de penas. La sonrisa y las lágrimas nos habitan. Y ocurren dos cosas, que también dijo el mismo maestro: la resonancia y la repercusión. “En la resonancia oímos el poema, en la repercusión lo hablamos, es nuestro”, Gastón Bachelard.

Una vez intenté llevar mi experimento al cenáculo del saber, donde se cuecen las mejores habas literarias, pero no encontré el molde para mi pastel. Igualmente la experiencia sigue sobre papel de diario que la contiene, y la rebasa. Salud y gracias.

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