Piensa en La Mary y graba en su cabeza la palabra “pobre” mirando la pantalla que absorbe toda la energía de los pasajeros dormidos y solamente él y un mulato vestido de policía parecen estar despiertos. La película es sobre un viaje en barco de unos conchetos desesperados, en subtítulos chicos y a volumen bajo. Mirando la oscuridad donde se adivinan algunos árboles, los descampados y alguna que otra luz de parrilla o casita montera, vuelve a pensar en su ex esposa a quien abandonara con sus dos hijas, una de ocho y la menor de cuatro y al imaginarla sudada en la cocina, con el culo contra el lavarropas para impedir que se abra la portezuela rota y las manos llenas de jabón, murmurando bajezas contra el mundo infame que le tocó por vida, se le estruja el corazón y vuelve a pensarla fumando sola frente al televisor sin sonido y las hijas dormidas y persiste, ya henchido de pena y de asombro, con las frases “pobre, pobrecita, pobrecita la Mary, pobrecita”. Abandonada en plena pandemia como una cautiva entre los indios pampas. 

La historia de la culpa, trabajada, macerada en siglos por historia en herrumbre de cuentos donde el macho desaparece y deja a la leona madre con sus crías le carcome las tripas. El animal rupestre, cazador y borrachín con hienas acechantes que ha salido buscar comida y decide desaparecer. Oficinista que un día en vez del bondi de regreso que le otorgaría seguridad, abrigo y el llegar al hogar para encontrarse con el absorto aburrimiento previsible, está huyendo en un micro de larga distancia con el certificado de trabajador esencial adulterado. Una vuelta de campana perfecta para el escapista de la vida práctica, serena, de un sueldo magro a fin de mes y los domingos de refugio en la caverna, con la Mary, las crías, la bondad de una sobretarde con goles lejanos y felicidades de shopping. ¿Cuándo fue que se le despertó el gusano? ¿Fue antes de ir al psiquiatra? ¿O fue mucho después? 

 La sensación criminal, de opinión encadenada al prejuicio fue lo que lo desbarrancó. Quisiera llorar frente a una botella, pero ya no tiene amigos en el continente por donde se desplaza. Nos ha mirado perplejo tras sus ojitos judaicos, asombrado por su malestar. 

--Yo solito decidí irme antes que matarme --murmura sin convicción como si recitara algo que un apuntador le dictase. 

Quizás porque se sabe muy débil para confesarse y no tiene fuerzas ni ganas de que lo entiendan y esa voz es lo único que le queda, esa lengua de trapo que no le interesa a nadie, salvo a nosotros que estamos asomados a su penuria como quienes lo hacen desde un balcón . Abajo las piedras donde el Aldo ya cayó, arriba nosotros, firmes, implumes aún, lejos de esta discordia de dolor y ausencia. Le juntamos plata para el viaje. Ahora el Aldo se encuentra en la negrura azulina de un colectivo que lo está llevando a la zona de esteros, en medio de una noche que le pertenece a otros porque él ya no tiene nada, ni siquiera un pedazo de cielo y solo piensa en La Mary, sola, secándose una lágrima que nunca dejará de drenar porque son las de una china abandonada en el desierto, una mujer a la que la zanja de Alsina echara de su rancho. Y nadie sabrá nunca porque la dejó, abandonando a sus hijos para salvarlos de él mismo, según conjetura. 

Afuera es la noche del 17 de octubre y hay festejos. Recuerda haber sido peronista pero el Turco le mató sus ilusiones. Llegó el 2001 y la muerte de Néstor. Quiso estudiar pero abandonó. Y su retardado descenso junto al de Central. Esa presunción de rotura calcada de otros y ese dolor de gusanera que lo hicieron limpiarse como pudo las mordeduras de la vida matrimonial y huir, huir en el descampado, cobardemente y sin dejar ni un saludo. 

La vergüenza de no haber llegado al lugar que siempre quiso. Se sabe un cadáver viviente de lo que imaginó. Y la Mary que no lo comprendió. No sabía qué le pasaba y él no supo explicarlo. Se sabe milenario, una bostita de vaca pero a la vez hay algo sagrado que lo aterra y lo llena de confusión pero con un fondo de llama imperecedera que le dice: Aldo, Aldito, ya está bien, la angustia va a pasar o te terminará matando, pero hiciste bien. Ya olía mal aquello que dejaste. Pero abandonó a sus hijas. Ay, se dice. Volveré del exilio como Perón y les voy a dar una vida mejor. Y comprende que ni aún en la Mismísima Tierra de la Piedad habrán de oírse sus confesiones para ser absuelto y que el moreno, el policía que dormita delante suyo, es un monstruo que jamás se habrá de conmover con pena alguna porque tiene un arma, sus días seguros, una puta en algún pueblo y la convicción de matar alguna vez para probar que se siente. 

--Yo podría empastillarme y echarle la culpa al covid --nos dijo aquella vez en la pensión, tratando de que entendamos lo que significa un tipo separado que por siempre y para siempre extrañará lo que dejó, su esposa, sus hijos, la familia, como un sino feliz e infeliz a la vez, como todas las maldiciones que no se pueden contar pues llevan dos caras inexplicables, fatales cuando asoman en cuanto uno mueve las piezas de este juego de ajedrez borracho denominado pareja .

--Me voy a limpiar y empezar una vida nueva por ellas tres --se consuela. 

La caravana festeja y siente anochecer con una punzada de esperanza. Mira la gente embanderada. Ellos pueden. Lo han hecho, lo están haciendo. ¿Cómo es que tantos estén felices en esta desgracia de peste y poco laburo? 

Decide entonces que se va a bajar antes de que el colectivo se aleje más aún de la ciudad. Algún día podrá contar que esa multitud derramada en las calles fue lo que lo salvó. 

--No se abandona a una valiente --murmura, remedando al gaucho Cruz junto al compadre Martín Fierro, ya convertido en La Mary. Despega del asiento: el morocho se sobresalta. Aldo le señala al guarda que lo dejen en la próxima esquina.

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