Al principio fue difícil. Cuando él hablaba uno no sabía dónde mirarlo. Un ojo enfocaba a un lado y otro al opuesto. Era imposible mirarlo de frente. O se lo miraba a uno o se lo miraba a otro, ambos separados por esa narizota que complicaba aún más el enfoque correcto.

Fueron varios los almuerzos compartidos, cuando él soñaba con la posibilidad de ser candidato en 2007 o recién en 2011. A una de esas reuniones llegó luego de un acto en el Conurbano, y aún aturdido por el fervor que encontraba a su paso, sacó de sus bolsillos los papelitos que le habían dado mientras caminaba fundido con la gente. Los volcó sobre la mesa, eran muchísimos, y eligió uno para ponerlo como ejemplo. El papelito decía: “Néstor, no te mueras nunca”. A ese le fallaste; tal vez no.

Explicaba apasionadamente cómo iba a hacer para renegociar la deuda, para sumar a los movimientos sociales, para estatizar algunas empresas, para aumentar las jubilaciones, para reiniciar los juicios a los genocidas. Y uno pensaba cuántos candidatos ya habían dicho lo mismo para hacer exactamente lo contrario. Pero uno le creía. Un poco nomás, pero le creía.

El tipo se las arreglaba para que uno le arrimara alguna ficha. Quizás por esa forma atrevida con la que hacía sus planteos, quizás porque su estatura obligaba a tener que mirar para arriba hasta encontrarlo, quizás porque uno intuía una audacia superior a la de otros políticos. Este era distinto: más zarpado, más atrevido en los planteos. Desordenado pero coherente, feo pero entrador, irrespetuoso pero simpático.

Cuando se iba, te dejaba discutiendo. “Está medio pirado, pero hacen falta locos así”, rumiaba uno, mientras pensaba la paradoja de creer en la política, y al mismo tiempo desconfiar siempre de todos los políticos.

Es que uno viene de otro palo: de la militancia en organizaciones, no en partidos. De caminar los barrios, las villas, las fábricas, las universidades. Uno viene de la más pura izquierda setentista, y para esa izquierda el peronismo fue la maldición burguesa que impedía la llegada del paraíso socialista. Minga de proyecto nacional, “revolución socialista o caricatura de revolución”, como decía Guevara.

Luego vino la dictadura y barrió con todo y con todos: con el proyecto nacional, con los clásicos vietnamitas, con las canciones de protesta, con los libros de tapas duras y los de tapas blandas, con los compañeros y las compañeras, y con los hijos de tantos que aún buscan las Abuelas. Vino la dictadura y se acabó la vida. Nos mataron, nos secuestraron, nos torturaron, nos arrojaron de aviones, nos metieron en campos de concentración o en cárceles de las que nos sacaban para fusilarnos.

De ahí venimos.

Festejamos la llegada de Alfonsín, fuimos a la Plaza en Semana Santa, nos comimos las “Felices Pascuas”, la Obediencia Debida, el Punto Final. Hasta hubo algunos que creyeron que Menem traería soluciones. Bastaron meses para darse cuenta del desastre que duró diez años. En medio, el Indulto y los pocos asesinos que quedaban presos, a casa. A las pantuflas, el diario y el mate mañanero.

Pero como todo tiene un final, terminó y festejamos. Tibiamente, es cierto, porque De la Rúa no entusiasmaba a nadie. Pero se había ido el “Turco” y además estaba “Chacho”. Lo que vino fue peor. Cavallo, López Murphy, corralito, ajuste y la frutilla: represión y muerte antes del helicóptero que lo salvo a él y a todos nosotros de él. Antes de Duhalde, algunos otros. Luego Duhalde, hasta Kosteki y Santillán.

Y de pronto aparecía este flaco con pinta de loser, un pingüino desconocido que solamente ganaba elecciones en Santa Cruz. Aparecía y prometía por izquierda. Y uno un poco le creía. Y lo votó en esas elecciones que perdió pero ganó contra Menem. Sí, lo votó y creía decepcionarse de nuevo en cuanto asumiera.

Pero empezó bien: mandó al carajo al diario La Nación y al pliego de condiciones que le quiso imponer Claudio Escribano. No haré el recuento de sus logros, porque muchos lo han hecho en los últimos días. Pero sí de algunos muy especiales para los nacidos en el 53, años más, años menos.

Lo vuelvo a ver descolgando los cuadros de los genocidas en pleno Colegio Militar de la Nación. Declarándose hijo de las Madres de Plaza de Mayo. Abriendo la ESMA para que los sobrevivientes y los organismos de derechos humanos recuperen para la vida un espacio sembrado de muerte. Anulando las leyes del perdón para que los genocidas vuelvan a la cárcel, de donde nunca deberían haber salido.

Y, sobre todo, lo vuelvo a ver en un recuerdo muy íntimo, aquel miércoles 15 de noviembre de 2007, apretando el botón que terminó de destruir la terrible cárcel de Caseros. Aquella mañana Néstor Kirchner accionó el detonador y, luego de que el muro gigante se viniera abajo, nos saludó a uno por uno. Mientras me abrazaba muy fuerte y yo buscaba su mirada sin poder encontrarla, me dijo despacito al oído: “Viste, flaco, vos no me creías, pero voy cumpliendo. Se cayó el muro, tengo muy buena puntería”.

* De su libro Los días eran así, publicado por Editorial Octubre.