El miedo a la intimidad y la vulnerabilidad que esta me exige. Y no hablo de mostrar tu cuerpo desnudo o la expectativa de un desempeño. Me refiero a ese momento en donde la palabra y la estática no alcanzan y la inercia del encuentro implica otros movimientos. Es el pánico que me produce tener que mostrar que estar conmigo requiere otros tiempos. Es una escena evidente y que se repite; siempre hay un sillón, una silla o una cama del otro lado. Una persona de frente, y un beso más largo que manifiesta una invitación. Nuestras rodillas se tocan. El largo de mi fémur marca la distancia entre él y yo. Mi silla de ruedas comienza a marcar un perímetro, y el deseo, la necesidad de romperlo.

¿Vamos a la cama? ¿Querés venir al sillón? indican que se empieza a desarrollar el conflicto de la narrativa. La necesidad de desplazarme a otra superficie, propone un contrato tácito entre los dos. Mi cuerpo necesita abandonar la silla para poder pasar al siguiente acto. Me tenés que ayudar a pasarme, no puedo sola susurro por lo bajo y con tono suave. No quiero que mi premisa paralice la funcionalidad de mi amante. ¿Cómo hago? ¿Qué hago? Vos decime, suelen ser las reacciones más comunes. A partir de acá, se desencadenan una serie de acciones que siempre marcan el inicio de mis encuentros sexuales.

Maniobro mi silla de ruedas hasta quedar bien cerca de la cama. Dejo una distancia prudente para poder dar el giro de mi cuerpo, que requiera la menor fuerza y trayecto posible. La persona se para de frente y me mira fijamente. Generalmente está nerviosa y atenta a mis palabras. Hago un chiste, un comentario, un “alivianador de tensiones”. Aún sabiendo que muchas veces ni siquiera es registrado por la tensión del momento.   -Tenes que abrir acá- y con mis manos señalo los apoya-pies. Mirá, hay una palanquita plateada, tenés que tirar para afuera. Con maniobras torpes y poco seguras, logramos correr esas extremidades de la silla y ahora mis pies se apoyan en el suelo. Me río y lo miro fijamente, ya logramos pasar la primera parte.

Ahora tenés que agarrarme fuerte de la cintura, como si me abrazaras. Apretá tu pecho contra el mío y me girás para que me siente sobre la cama. Aunque esta información suena confusa y poco práctica, es la mejor forma de explicarlo que tengo. Tuve que aprender a enseñarle al otro a hacer una fuerza que yo nunca hice. Lentamente su cuerpo se balancea sobre el mío y sus manos recorren mi cintura. Agarrame más fuerte, como si me apretaras. Implícitamente le estoy exigiendo confianza. Mi mente, perturbada, empieza a llenarme de preguntas, "¿podrá levantarme? ¿Soy muy pesada? ¿Y si me caigo? ¿Estará incómodo? ¿Le haré mal?”. Creo que condicioné mi deseo a tal forma que siempre elijo estar con personas que creo que van a tener la fuerza suficiente para manejar mi cuerpo. 

Busco personas más altas que yo, o simplemente, evito aquellas que desde un mero prejuicio estético me generan sensación de debilidad. La lisiada buscando fuerza, en eso se resume mi deseo después de todo. Un cuerpo funcional que me garantice el acceso al descubrir mi cuerpo en movimiento. Me levanta. Estoy en el aire. Mis pies intentan apoyarse en el piso y casi como una corografía ,paso de la silla a la cama. A veces apoyan mi cadera lentamente sobre la superficie y quedo sentada. Otras veces, pierdo el punto de equilibrio y mi torso cae desplomado sobre el colchón. Mis piernas cuelgan y los pies todavía se apoyan en el suelo.

Gracias, subime las piernas, esa es mi siguiente indicación. Una vez que estoy acostada por completo, miro a mi amante parado al lado mío. Ese es el momento que después de tanta tecnología y mecánica, tengo que encontrar la forma de continuar el erotismo. De sentir el paso a una cama como una instancia erótica más de ese encuentro con el otro .Con un “vení conmigo” o “acostate acá”, hago reaccionar al sujeto que, al parecer, ahora solo espera mis indicaciones. Estamos acostados, uno al lado del otro. La silla nos observa de costado, como una testigo omiso de la escena que se desarrolla. La gravedad ya no importa y ambos cuerpos yacen sobre el acolchado. 

Nuestras miradas están a la misma altura y nuestras pieles una al lado de la otra, finalmente, se rozan. Lo miro de costado, esperando el siguiente movimiento. Mi cabeza se calla y ahora escucha mi cuerpo. Ya no hay instrucciones.