“El mundo está lleno de códigos, pactos, acuerdos de usuarios, mensajes subliminales”, le advierte a Sam (Andrew Garfield) el obsesivo escritor de una curiosa historieta escondida en una librería de Los Ángeles. “Under The Silver Lake” reza el título de ese relato con dibujos en blanco y negro, que incluye un asesino de perros, mitologías del cine mudo, una criatura llamada el Beso del Búho, una lectura paranoica de la cultura popular y la convicción de que hay algo más detrás del mundo que conocemos. David Robert Mitchell, el celebrado director de Te sigue (2014), esa incursión en el horror contemporáneo convertida en culto, logró en su tercera película recoger el espíritu del noir californiano en una historia de detectives y femme fatales sumergida en los colores de la estética del videojuego y el consumo ceremonial del pasado, desnudando el revés del género, el absurdo de ese imaginario masculino de salvadores y derrotados, a la espera de un seductor misterio que haga realidad las páginas de la revista Playboy. 

El misterio de Silver Lake –ahora disponible en streaming en Amazon Prime Video y en alquiler en Cablevisión Flow y Google Play- se estrenó en Cannes en 2018 y despertó bastante controversia. La crítica se dividió, hubo ofendidos y desconcertados. “La película de David Robert Mitchell demuestra los peligros de darle rienda suelta a un director en alza”, escribía Peter Bradshaw en The Guardian y señalaba que era una regresión después de sus anteriores The Myth of the American Sleepover (2010) y la exitosa Te sigue: “es un remedo de noir aburrido, inexperto e indulgente”. Para otros críticos como Eric Kohn de Indiewire, la película afirmaba la vocación del director de deconstruir los géneros esenciales de la narrativa americana. Primero las historias de adolescentes en la estela de John Hughes, luego el terror sexual propio del slasher, ahora el film noir. Y lo conseguía desplazando al relato de las coordenadas clásicas del cine negro, aquellas que había definido la posguerra y su mantra de confort y progreso como reverso de la devastación y el desencanto. Para Sam el seguimiento de un misterio, una chica deseada y un perro simpático, se convierten en la crisis definitiva de los cimientos narrativos que marcaron su vida.

Sam le debe menos al ideario de un detective como el Marlowe de Bogart en El sueño eterno, outsider en una cofradía de poderes y caprichos, o incluso al Jeff de Mitchum en Retorno al pasado, signado por un pasado que vuelve sin remedio, sino que recoge esas historias angelinas que contaron los hermanos Coen y Paul Thomas Anderson bajo las vestiduras del policial. Tanto el Dude de El gran Lebowski como el desgreñado Doc de Vicio propio, extraviado delegado de Thomas Pynchon en ese espiral de locura y absurdo, sientan las bases del derrotero de este falso detective sin oficio ni oficina, sin caso que investigar más que aquel que surge de una pasión onanista que registra con sus binoculares de voyeur. Al principio, Sam no persigue enigma alguno, vegeta en un departamento que no puede pagar, alternando los juegos de Nintendo con las fantasías de las viejas Playboy, imaginando una pasión que nace de los pósters colgados en la pared, de las películas de Janet Gaynor que su madre le graba en VHS. Una tarde espía a su vecina Sarah (Riley Keough) en la piscina del condominio y se fascina con su pelo rubio y su capelina, con ese halo hipnótico que la ilumina como a Marilyn en las últimas imágenes de Something’s Got to Give antes de la definitiva tragedia.

El camino de Sam nunca es el del héroe, sino que su travesía se inicia con ese despertar de una pasión esquiva, imaginada mientras mira Como pescar un millonario, con sus chicas espléndidas y sus vestuarios despampanantes, musicalizada con los acordes de Disasterpiece –el músico de videojuegos que se consagró con el soundtrack de Te sigue-, enredada en retazos de cómics y aventuras de videojuegos. ¿Qué tiene que ver el asesino de perros con la misteriosa desaparición de Sarah? ¿Y el extraño secuestro de un multimillonario filántropo de causas banales? ¿Qué esconde el mapa de una caja de cereales? ¿Existe en realidad un complot mundial que convierte a la cultura que amamos en un pérfido diseño corporativo? Mitchell utiliza las mitologías urbanas que definen a Los Ángeles, los recuerdos de las viejas estrellas del cine mudo malogradas por el destino, los residuos cultuales del viejo hipismo que resisten en sus versiones aggionardas, para desmontar el aprendizaje cultural de su personaje y el de su propia generación.

El misterio de Silver Lake es una película hipnótica, que enreda al espectador en ese mismo espiral del que Sam no quiere liberarse. Mitchell lleva al límite las mismas ideas de puesta en escena que ensayó en Te sigue pero ahora como exabrupto iconoclasta. El mundo que rodea a Sam es la expresión visual de un imaginario masculino: las chicas son sensuales y voluptuosas, esa extraña mezcla de inocencia y promesa de sexo infernal que Hollywood importó del abanico de Playboy; la música es feroz y melancólica, los acordes de Laurel Canyon y el nihilismo de Nirvana; la fiestas son consumaciones de deseos prohibidos, el agua es envolvente y peligrosa, las vestiduras de caballero andante se asemejan a los trajes de superhéroes de Marvel. La perspectiva se distorsiona a medida que Sam queda encerrado en sus cavilaciones, los fondos se saturan en una composición barroca de referencias y citas explícitas, la cámara se desplaza en constantes interrupciones, saltos de montaje que nos llevan de un lugar a otro, como incómodos observadores de las vidas de los otros, representadas en esas ventanitas de aquel magnífico set que Alfred Hitchcock construyó como la fantasía perfecta del voyeur.

El tema de la mirada masculina fue otro de los puntos álgidos de la discusión crítica alrededor de El misterio de Silver Lake. ¿La película cuestiona el primado masculino en la representación cultural o es su mera afirmación? Para Michael Leader de Sight and Sound, ese el hilo más débil de la película ya que “todos y cada uno de los personajes femeninos quedan boquiabiertos ante la cámara de Mitchell y tienen tanta profundidad como lo permite la cosmovisión de Sam, lo que desde ya no es demasiado”. De alguna manera ese contrapunto entre mujeres modeladas por el deseo masculino, amalgamas del imaginario publicitario y pornográfico consagrado por el glamour de Hollywood, y hombres impotentes y paranoicos, fijados en su posición de perpetuos testigos de un mundo sin sentido, dejó a todos pensando. Y es esa justamente la mejor virtud del experimento de Mitchell, ese espejo deformado en el que su reflexión adquiere los contornos de una fabulación onanista. Todo lo imperfecto de la película es lo que la hace vital y extraña al panorama actual, lo que la eleva de moldes previsibles y nos deja perplejos ante ese magnífico desconcierto.