“Vivió Matusalén ciento ochenta y siete años, y engendró a Lamec. Y vivió Matusalén, después que engendró a Lamec, setecientos ochenta y dos años, y engendró hijos e hijas. Fueron, pues, todos los días de Matusalén novecientos sesenta y nueve años; y murió.

Génesis 5:21–27”

Vivió Maradona acaso tanto como Matusalén y engendró hijas e hijos, jugó al fútbol en Los Cebollitas, en Argentinos Juniors, en Boca, en Barcelona, en Napoli, en Sevilla y en Newell´s y fue campeón mundial juvenil y les metió la mano en el bolsillo a los ingleses un rato antes de meter el mejor gol de la historia de los mundiales y fue campeón con Argentina y cuatro años después con el tobillo hecho un melón llevó a la Argentina a otra final y años más tarde le cortaron las piernas, pero siguió viviendo, jugando, disfrutando la bendición de ser Maradona y la maldición de estar obligado a tener que ser Maradona todo el tiempo.

Mil años vivió Diego si miramos por el espejo retrovisor y lo vemos en el casamiento en el Luna Park, en la cancha de Boca el día que la pelota no se mancha, de la mano de Claudia, de la mano de la enfermera que lo llevaba al control antidoping en los Estados Unidos, Maradona cerca de Fidel y lejos de la Iglesia, en Emiratos Árabes Unidos, en México, en los estudios de La Noche del 10, en el ida y vuelta de sus larguísimas conversaciones con el Dios en el que lo convertimos y con la pérfida muerte que siempre termina ganando la partida.

“Anda con el certificado de defunción en el bolsillo”, le escuché decir a un cardiólogo cardiólogo hace como veinte años. “A veces uno tienen la sensación de que es inmortal”, dijo el mismo médico años más tarde incrédulo frente a cada una de las resurrecciones en las sucesivas caídas.

¿Cuántos años hay que vivir para estar en todos lados al mismo tiempo, participar de toda clase de fiestas, probar todo tipo de estímulos, ser el mejor padre del mundo y el más indolente, ser el mejor amante del mundo y el más despreciado? ¿Cuántos años hay que vivir para atravesar tantas tormentas, vivir miles de sueños y cientos de pesadillas, convertir todo lo que toca en oro, caerse y volverse a levantar? ¿Cuántos años se necesitan para despertar tantas pasiones entre los que lo vieron jugar de chiquito, los que siguieron su campaña y los que no saben diferenciar un caño de una chilena?

Lo lloran en todo el mundo, pero más lo lloran en Fiorito, en los suburbios de Nápoles, en las calles porteñas, en los rincones más humildes del norte y del sur de la Argentina. Porque fue, como Evita, abanderado de los humildes, y en cuestiones de pelota cristalizó el sueño de casi todos: jugar al fútbol, jugar en primera, jugar en un club grande, jugar en la selección, salir campeón del mundo con la celeste y blanca.

¿Cuántos años vivió en Napoles si se unen todo lo que están diciendo en este momento los que recuerdan cada pedacito de partido que llevó al sur pobre a sentir la dignidad de superar al norte poderoso e invencible?

No alcanzará todo el tiempo del mundo para evocar todo lo que vivió Maradona y todo lo que nos hizo vivir.