Portada del libro editado por Dábale Arroz Ediciones

Muchísima gente piensa que el boxeo es un deporte sanguinario; muchos incluso discuten que sea un deporte. Sin embargo, hay quienes sostienen que es el juego más parecido al ajedrez.

Mi experiencia con el box es más bien limitada pero, a mi juicio, suficiente. En realidad, esta experiencia se reduce a una sola vez, allá por el año 68 (me refiero a 1968), cuando un amigo que era cronista y tenía entradas gratis me llevó al Palacio Peñarol. Mi amigo era un porteño circunstancialmente radicado en Montevideo; el Palacio Peñarol es una modesta versión uruguaya del Luna Park. Le costó convencerme:

—Eso de que dos tipos se agarren a trompadas, vos sabés...

—No seas ignorante. El boxeo es toda una técnica, y casi diría una ciencia, si no un arte. —En verdad, mi amigo era crítico literario y le estaba haciendo una suplencia al cronista deportivo especializado en box—. A ver, suponete que yo

amago con una trompada, vos, ¿qué mirás? —y se puso en posición de ataque.

Lo que yo miré fue si no venía ningún auto. Crucé la calle corriendo.

—Sos un ignorante —insistió mi amigo, cuando logró alcanzarme. Te quería poner un ejemplo: cuando yo amago atacarte, vos me mirás los puños, ¿no?

—Sí.

—Bueno, eso es por ignorancia. Los boxeadores se miran los pies. ¡Los pies!, ¿entendiste? Porque por la posición de los pies ellos saben de dónde va a venir realmente el golpe. Uno puede amagar con un puño, pero si vos notás que el peso del cuerpo se apoya por ejemplo sobre el pie derecho...

La cosa me empezó a interesar.

—Mirá vos. Así que los pies...

Y allí, mi amigo aprovechó a rematarme:

—Viejo —me dijo—, el único deporte que se le acerca al

boxeo, es el ajedrez. Todo está acá —y se golpeó dos veces el temporal derecho, para reafirmar categóricamente la suprema calidad intelectual del box.

No es que me entusiasme el ajedrez, o que le encuentre algún atractivo pasarme las horas mirando un torneo; pero mi amigo me había cambiado por completo la visión ingenua que yo tenía del box, que creía una cruel carnicería para disfrute de sádicos (me refiero al público), y no ese fino trabajo, como de crochet mezclado con palabras cruzadas y ejercicio físico, que mi amigo me estaba pintando: los tipos se miran los pies, calculan a velocidad del rayo, esquivan el golpe antes de que venga pero al mismo tiempo tienen preparado el suyo, mientras a su vez el contrario les está mirando los pies y así

sucesivamente. Me pareció genial. Además era gratis. Solo me quedaba una duda, un sentimiento de aprensión.

—Pero che, el público. ¿No será medio bravo?

—¿Cómo, bravo?

—Y, bravo, yo que sé.. agresivo. Que me vean pinta de intelectual, así con estos lentes, y les dé por provocar, no sé...

—¿Pero dónde te creés que essstamosss, pibe? Estamos en el Uruguay. En el U-ru-gu-ay. El uruguayo es el público más culto del mundo. Silbaron a Caruso; como uruguayo, deberías saberlo. Es hissstórico.

El argumento era contundente. Los uruguayos habíamos silbado a Caruso. Allá fui, entonces, esa noche, por callejas oscuras, preguntando aquí y allá hasta que encontré el Palacio. Mi amigo me esperaba. Entramos y nos acomodamos en nuestros asientos. Y pronto comenzó la primera pelea.

Voy a ser breve: subieron dos boxeadores al ring, y uno lo agarró a trompadas al otro. Le deshizo la cara. No se miraban los pies. El otro escupía dientes, sangre, pedazos de hígado y de pulmón. El público, que tal vez era el mismo que había silbado a Caruso, gritaba, eufórico, cosas que mi pluma se resiste a reproducir. Tiraron la toalla. Al negrito se lo llevaron colgando fláccidamente de los hombros de dos grandotes indolentes. Tenía una sonrisa idiota en lo que le iba quedando de cara.

—¿Ya te vas? —dijo mi amigo, al ver que me levantaba—. Mirá que estas son las preliminares; tenés que ver la de fondo.

—Otro día, viejo, otro día. Vos sabés, a mí el ajedrez me fatiga mucho. —Y me las ingenié para encontrar la calle, volver a casa, y no pisar más un antro boxístico.

Viejas y nuevas inquietudes

Otra vez el Boliche, con la puerta abierta para usted. ¿Qué se va a servir? ¿Aspirina? ¿Valium?

Hablaba, hace poco, de ciertas inquietudes secretas, más o menos pavas, que suelen acompañarnos, o acompañarme, a lo largo de años y años. Después de aquello, descubrí dos cosas: una, que esas inquietudes se renuevan (se resuelve una, llegan otras a ocupar su lugar); dos, que hay algunas, tan pero tan secretas, que solo se reconocen como inquietud en el momento en que surge la respuesta.

Ejemplo de esto último: encontré el otro día un libro, Superman from the 30’s to the 70’s (Bonanza Books, U.S.A., 1971), gracias al cual me enteré nada menos que de la relación de Superman con el sueño. ¿Usted qué piensa: que Superman duerme o que no duerme? Si duerme, ¿lo hace en una cama, con piyama, o de alguna manera más exótica? Pero sobre todo: si duerme, ¿se saca el traje de Superman para dormir?

Bien: como le venía diciendo, yo creía que esas cosas no me preocupaban; que ni siquiera me habían pasado alguna vez por la imaginación. Sin embargo, cuando me encontré con esas pruebas, sentí una enorme satisfacción, como la de un alivio postergado durante años. Entonces, pensando, me di cuenta de que hay toda una zona de similares inquietudes fuertemente reprimidas; pude darme cuenta de algunas pocas de ellas y, en algún caso, a posteriori. Por ejemplo: ¿de dónde salieron los sobrinos del Pato Donald? ¿Por qué Pete Pata de Palo no tiene una pata de palo? ¿De dónde sacó Mandrake a Lotario? ¿Y a Narda?

Bueno; alguna respuesta tengo. Lo de Pete me preocupaba especialmente, porque recordaba haber leído de chico algunas historietas donde aparecía realmente con su pata de palo; después fue que pasó a aparecer con dos zapatos, y más tarde se llamó Pete el Negro.

Lamentablemente no tengo ahora en mi poder la tira donde se produce el cambio, pero existe y tiene su historia; allá en la década del 40, si mal no recuerdo, fue que el dibujante se equivocó y dibujó los dos zapatos. Se cuenta que llegaron de inmediato miles de cartas al diario donde se publicaba la tira, preguntando qué había pasado; y los autores debieron introducir un globito donde Pete explicaba que había cambiado su pata de palo por una moderna pierna ortopédica. Si algún día recupero el libro, prometo publicar aquí la tira. Otra respuesta que tengo es acerca de Narda. En el número 2 de Mandrake (volumen décimo de Grandes Clásicos de los Comics del Pasado —sic—, editado en Barcelona por Joaquín Esteve y que aquí se vende, o se vendía hasta hace poco, en algunos kioscos y en la librería Premier), Narda aparece por primera vez. Es un personaje muy dudoso; trata incluso de matar a Mandrake en varias oportunidades. (Recién en el Mandrake número 4, Narda y Mandrake se vuelven a encontrar. Allí se dan el primer beso).

La primera aparición de Narda, en plano general y en primer plano, corresponde a la tira del 29 de noviembre de 1934, publicada en el New York American Journal. Con Lotario, en cambio, no hay “primer encuentro” —y tampoco encontré, debo confesar, ningún “primer beso”—; es más: Lotario aparece en público antes que Mandrake, y lo presenta.

Y bien: me queda por contar algo acerca de la primera parte de mis cavilaciones, pero tendrá que ser en la próxima. 

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En este link se puede leer el prólogo de Eduardo Abel Giménez que explica la historia de estas columnas rescatadas de Mario Levrero, publicadas en El boliche de Alvar Tot