Entre las cosas que deja el año que se va, en medio de un pavoroso primer ciclo de pandemia, queda la inquietante sensación de que si eso que se conoce como “música clásica” desapareciera, casi nadie se daría cuenta. En la Argentina, las usinas de producción y circulación de esta música tuvieron una escasa y en general poco creativa capacidad de reacción ante el abrupto cambio y, una vez instalada la pandemia, tampoco aparecieron ideas originales para transitarla. Lo peor es que a casi nadie esto pareció importarle. Ni a las instituciones encargadas de promoverla. Faltó ingenio, coraje, cultura cívica. Sobre todo faltó la interpretación histórica de este tiempo. No brilló la conciencia de que, ante nuevas circunstancias, deben aparecer nuevas formas de producir, hacer circular y escuchar música.

No se trata de ser apocalípticos respecto a la actualidad de una forma de hacer música cuyo prestigio artístico y cultural fue alguna vez oropel indispensable de lo que debía ser una sociedad civilizada, o por lo menos “moderna”. Más bien se trata de constatar que ese extrañamiento de la música clásica y sus proyecciones en la contemporaneidad ante las dinámicas comerciales, políticas y sociales de la vida en estos tiempos, terminó por ponerla casi al margen de una sociedad que -acaso también en nombre de formas de prestigio artístico y cultural- se siente conformada por otras músicas. La emergencia de la pandemia no hizo sino poner en evidencia estas y otras debilidades, que se arrastraban de antes y ahora quedaron expuestas.

Parece que pasó un siglo desde aquellas primeras semanas de aislamiento social y preventivo, en las que además de salir puntualmente a aplaudir a los trabajadores de la salud y animarse a imaginar la oportunidad de un mundo mejor, muchos se aferraban a los bienes culturales para sobrellevar el encierro. Pensar en la pandemia sin música era imposible. La vida continuó -si bien muy distinta- sin música en vivo y los escenarios se instalaron en la web, a la que los artistas de cada género adaptaron códigos y lenguaje. Pero casi no hubo producciones de peso entre la llamada “música clásica”. Posiblemente por la complejidad de las maquinarias que debe poner en movimiento para existir. Juntar una orquesta, sin ir más lejos, resultaba imposible en épocas de aislamiento y el ensamble a distancia era por lo menos problemático.

Aun así, los integrantes de las distintas orquestas del país en algún momento se “concertaron” a través de las ventanitas del Zoom para ofrecer música. Fue poco más que una manera de dar el “presente”, aun en la dificultad. Pero más allá de eso, se especuló con el pronto regreso de la normalidad. No desafiar la nueva realidad pareció un gesto de renuncia que no dejaba de ser arrogante. Tal vez porque la “música clásica” todavía se piensa a sí misma no como un género móvil y sus circunstancias sino como una civilización musical. Poco menos que un imperio que a lo largo de siglos sostuvo el poder de su retórica y el peso de su tradición a través de las instituciones que supo crear, históricamente ligadas al Estado. Esas instituciones no estuvieron a la altura de las circunstancias.

¿No hubiese sido esta una buena posibilidad para impulsar un “repertorio de pandemia”, en el que la virtualidad no sea un límite sino una posibilidad? Obras compuestas por compositores de este tiempo, ejecutadas por intérpretes de este tiempo en las condiciones que permite este tiempo y en este lugar (o no-lugar, que es la web). O apelar a la historia, que enseña que la música es circunstancia. En la abundancia y en las restricciones, en la inmunidad y ante las plagas, desde los fastos venecianos del siglo XVII hasta los campos de concentración en el siglo XX, pasando por las revoluciones del socialismo y las depresiones del capitalismo. Con los Gabrieli adaptando la música a la arquitectura de San Marco, Chopin reduciendo la orquesta de sus conciertos para piano a un quinteto de cuerdas y Milhaud poniendo en escena una forma de ópera breve y austera, lasopéras-minutes.

No es casual que lo mejor, y el único estreno, de una temporada infausta haya sido producto de una implacable lectura del presente, que le puso corazón a la virtualidad. Con los auspicios de la Untref, Marcelo Lombardero dirigió la puesta en escena de El cimarrón, de Hans Werner Henze. Se trata de un relato sonoro en quince episodios, compuesto en 1970 para un cantante narrador y tres instrumentistas, cuyo tema central todavía retumba en la conciencia del atraso social del mundo: la desigualdad y la explotación. La interpretaron el barítono Iván García, con Patricia García en flauta, Martín Marino en guitarra y Bruno Lo Bianco en percusión, y Agustín Tocalini como maestro concertador. El proceso de producción se realizó en la sala del Xirgu, donde, protocolos sanitarios mediante, se filmó en dos jornadas, con ocho cámaras, bajo la dirección de Santiago Camarda, y quince canales de audio con diseño sonoro de Pablo Formica. Todavía se puede ver -y vale la pena- en la plataforma Opera21.live.

En un limbo, más que en la virtualidad, el Teatro Colón hizo muy poco. Casi nada, respecto a sus posibilidades y sus deberes. Englobando la actividad en #ColonDigital, apeló sobre todo a su archivo, a la memoria de lo que alguna vez fue capaz de producir. Cosas que debe hacer durante su funcionamiento normal. Los domingos transmitió a través de sus redes sociales eventos de años recientes –ópera, ballet, o concierto sinfónico– y semanalmente fue subiendo material a su archivo histórico, donde se pueden escuchar cosas muy interesantes. En el mismo ámbito, el Centro de Experimentación, que en 2020 debía celebrar sus treinta años, colaboró con la escasez general y elaboró una serie de videos autorreferenciales. De los cinco capítulos anunciados, sólo dos se subieron a la web del teatro.

La “experimentación” vino desde afuera del teatro y se puede ver en los ocho cortos del ciclo Casa de Ópera, coloridas puestas en video de canciones de distinto espesor emotivo, con la dirección escénica de Mariana Ciolfi y la dirección musical de Marcelo Ayub. Un trabajo que se hizo como se pudo, es espacios reducidos –en general, la casa de los propios cantantes– y con escasos medios. Muy poco para un teatro de prestigio mundial, que por las tensiones internas ni logró organizar los conciertos planeados con sus orquestas para las primeras semanas de diciembre en Plaza Vaticano.

Extraviado respecto a su tradición, el colmo del descaro ocurrió cuando el Colón comunicó a sus abonados que la temporada quedaba suspendida y que devolverían el dinero, no sin antes invitar a donarlo “para que nuestro querido teatro siga manteniendo su rol protagónico en la vida cultural de los argentinos”.

El Centro Cultural Kirchner se animó a recuperar la presencialidad de los conciertos desde el 14 de noviembre. Un gran mérito, al que se sumaron propuestas interesantes entre los sucesivos conciertos de la Sala Sinfónica. Antes, el CCK había reaccionado con más sentido cívico que creatividad con “Ofrendas musicales”, un ciclo de música de cámara online, filmado en el Auditorio Nacional, que incluyó numerosos intérpretes argentinos y se puede ver en el canal de YouTube del centro cultural. Más allá del repertorio universal –bastante trillado–, el ciclo constituyó un hecho simbólicamente importante: el regreso de los músicos a un escenario. Pasado esto, pensar la suerte de esos videos navegando en la web, donde a distancia de un click hay un océano de propuestas tentadoras, plantea la necesidad de caracterizar este tipo de producciones con obras de músicos argentinos.

Algo parecido hizo el Teatro Argentino de La Plata, que hacia el final del año rompió un silencio que se prolongaba desde 2017 –por entonces la pandemia era otra– cuando cerró por refacciones. "Música al RAS (Registro Afuera de Sala)" se llama el ciclo de filmaciones que hace algunos días comenzó a subir a las redes del teatro. Piezas breves del repertorio de siempre, interpretadas por artistas del teatro en espacios del teatro. Por el resto, la Orquesta Sinfónica Nacional, sin poder realizar su temporada de conciertos, no supo ir más allá de algunas ventanitas de Zoom bien temperadas.

El ciclo del Mozarteum, en gran parte con artistas internacionales, también fue suspendido, pero los abonados gozaron deMozarteum en casa, un ciclo de videos. El Teatro Coliseo transmitió algunos eventos porstreaming y se animó a abrir sus puertas para invitados el 5 de diciembre, en ocasión del homenaje a Federico Fellini del que participaron entre otros la Orquesta Sin Fin, dirigida por Exequiel Mantega.

La pandemia y sus consecuencias también movilizaron a los artistas, que salieron de sus zonas de confort para organizarse. En noviembre quedó conformada CLARA (Cantantes Líricos Asociados de la República Argentina), desde donde se articulan acciones para visibilizar los problemas del sector. Entre ellas, conciertos a la gorra en espacios públicos de Buenos Aires y otras ciudades del país.

Si la virtualidad no resultóel escenario propicio para la música clásica y sus monumentos, el disco en cambio dejó buenas noticias. Entre las principales están la edición integral de los Preludios de Claude Debussy interpretados por Haydeè Schvartz; la publicación de la obra sinfónica y de Cámara del inolvidable Manolo Juárez, que murió en julio; Albores, un prodigioso trabajo solista del gran bandoneonista y compositor Dino Saluzzi; y el hallazgo de más “Postangos” de Gerardo Gandini, que bajo el título Verano Porteño editó el sello rosarino BlueArt.

Se destacaron también Era un ratoncito, el disco de la mezzosoprano Cecilia Pastawski junto al pianista Tomás Ballicora, con canciones infantiles de compositores argentinos, y el trabajo monográfico sobre música sinfónica de Esteban Benzecry, que estrenó en Japón hace pocas semanas Garasha, una mono-ópera.

Es muy probable que cuando tenga que comenzar la próxima temporada todavía haya pandemia. Es de esperar entonces que la incertidumbre y el desconsuelo de los meses pasados no se tornen inútiles. Que sirvan de lección para superar la inmovilidad, el miedo, y desde ahí se afinen acciones culturales más contundentes y creativas, que además de asistir a los artistas y sus necesidades materiales espoleen sus capacidades. Que logren sacar lo mejor de cada uno para intentar una estética que refleje la complejidad de este tiempo que, por terrible, no deja de ser estimulante. Animarse a la utopía tan esperable como que los compositores compongan, los intérpretes interpreten, los protagonistas protagonicen y los funcionarios funcionen. Que se animen a descifrar la realidad y sus pliegues, sin miedo y sin especulaciones. Si no, dicen, hay que buscarse otro laburo.