Una joven es atacada por una patota. Es golpeada y amenazada con ser violada. No era la primera vez. Ella tiene un cuchillo. Se defiende. Mata a un agresor. El resto de la patota queda libre y ella encarcelada. Esta es la narración de los hechos. Que evidencian lo incomprensible: en la detención no se consideró legítima defensa, ni la desigualdad de fuerzas, ni la agresión inicial. La víctima fue condenada como victimaria. Higui es lesbiana y plebeya. Habita un barrio popular y es pobre. Le gusta jugar al fútbol y vestirse a lo chongo. Parece un pibe. No una señorita amenazada. Más que la ley pesan los prejuicios de una justicia misógina, encantada con su propio poder de hacer valer patrones normalizadores y sanciones disciplinarias para quienes los desconocen. Los mismos que están dispuestos a festejar a los justicieros que matan por sus objetos, deciden cárcel para alguien que defendió su propia vida. 

¿Qué olas oscuras, qué indecibles secretos, se trafican en los estrados judiciales? ¿Qué voluntad de castigo comparten policías y fiscales, qué entusiasmos represivos los mueven? ¿Qué trama lleva a que la víctima esté presa? Otra pieza de una temporada de caza que está abierta, pero también condensación de los sacrificios de la época. Tres tipos de víctimas están signando este presente: los pibes pobres, convertidos en sujeto amenazante por mero aspecto; las mujeres -y las más jóvenes en particular- y los militantes políticos, perseguidos judicialmente y sometidos al escarnio público. Milagro Sala fue encarcelada por alterar el orden público y ser capaz de forjar desobediencias, pero también es mujer y pobre, y en su cuerpo se inscriben las desigualdades y las potencias. En Higui se produce, también, una intersección que refuerza las discriminaciones o el destino al altar de los sacrificios: es una chica joven y a la vez parece un pibe pobre, su vaivén corporal transita mundos, se vuelve singular y por eso reduplica la amenaza. Si otras pibas son juzgadas por provocar al violador por su subrayada femineidad, Higui es señalada por provocar el castigo por su desvío de los cauces establecidos de lo femenino. Es condenada por la sumatoria, antes de ser comprendida la situación; antes, ni siquiera, de ser pensada. 

Algo indecible es. Está inscripto en las matrices del odio. En las pesadillas de quienes padecen el compartir una sociedad heterogénea porque fantasean con una lisura en la que cada unx tenga su lugar adecuado y el aspecto y la sensibilidad que surgen de los modelos subjetivos que agitan las máquinas publicitarias y las pedagogías sociales. Higui huye, desborda, tajea. Eso se condena. Lo quisieron condenar los muchachones en patota -vení que te normalizo- y cerró el círculo la justicia. Se reactualizó, como en tantos casos, el pacto patriarcal, que combina amenazas y castigos físicos con violencias institucionales. Contra ese pacto, contraponemos alianzas feministas. Contra la normalización obligatoria, feminismo de las diferencias. 

Un feminismo que cuando dice mujeres no piensa en modelos establecidos ni en la biología como cadena ineluctable, sino que dice mujeres para abrir el significante hacia las diversas formas de la existencia. Porque reconocer la propia condición subalterna permite construir un diálogo con las otras, un conventillo común, en el que el roce es tensión y tentación. Un feminismo hospitalario para acunar el grito y el murmullo, encontrar las bifurcaciones inesperadas y tramar alianzas insólitas. Allí donde el pacto patriarcal quiere inscribir la condena en el cuerpo disidente, este feminismo quiere encontrar la potencia de nuevos modos de vivir, donde las pibas que pelean todos los días a la pobreza, la discriminación y la exclusión, para inventarse en su deseo, tengan lugar.