Un repaso en clave medieval

Nada podría haber preparado al mundo para el surrealista año que acaba de finiquitar, en el que Kanye West, no está de más recordar, fue candidato a presidente y, obvio es decirlo, azotó una pandemia mundial. Paul Twa, joven ilustrador canadiense, ha querido trazar algunos de los mojones mes por mes, representando con pistas evocativas ciertos eventos y personajes que marcaron el 2020. Lo ha hecho con petit giro, claro está: inspirado en manuscritos medievales iluminados, especialmente el celebérrimo Très Riches Heures du Duc de Berry. “Este y otros libros canónicos de la Edad Media se convirtieron, para mí, en un punto de partida para iniciar una nueva tradición anual”, cuenta el muchacho que ofrece de todo como en botica en su racconto particular. Sin repetir y sin soplar, enero incluye los incendios forestales de Australia, el “Megxit” de la corona real británica, China informando a la OMS del brote de un virus similar a la neumonía en Wuhan. En marzo, la hecatombe: pandemia, sí, además del suceso de Tiger King en Netflix. Abril marca nueva tendencia: es furor el horneado de pan entre confinados. En mayo, George Floyd es asesinado por la policía de Minneapolis despertando olas de protestas a lo largo y ancho. Se estrena Hamilton en Disney Plus en julio, y además los Juegos Olímpicos son postergados. En agosto, la explosión en el puerto de Beirut, el retorno de la nave SpaceX a la Tierra. En octubre, debates presidenciales en Estados Unidos, y el estreno de la miniserie Gambito de dama. Kamala Harris se vuelve la primera mujer elegida vicepresidenta en el país del norte en noviembre, y Harry Styles, primer hombre en aparecer en solitario en la portada de Vogue. En diciembre, el misterio del monolito, Reino Unido empieza a aplicar la vacuna Pfizer... En fin, apenas algunos momentos que ilustra el muchacho canadiense en su calendario con aires medievales, un intento estilístico de crear un lazo visual entre “la actualidad y el pasado. Porque esto también acabará en libros de historia, se archivará en museos, como eventos de siglos previos”.

Dudosa satisfacción

Si es mimo o tortura, solo el tiempo dirá; o más bien, el ¿afortunado? que reciba el curioso premio que sortea el equipo del Goteborg Film Festival en el marco de su inminente edición. Sucede que el evento cinematográfico más grande de la península escandinava mudará a pieles virtuales este 2021 por obvios motivos, pero ha decidido hacer una excepción para un único y valiente cinéfilo: quien se postule y gane la chance de ver toda la programación... en un remoto faro en pleno Mar del Norte. Súmmum de la reclusión y del distanciamiento social, han llamado al experimento The Isolated Cinema y, como su nombre indica, invita a pasar una semana completa en una torre que antaño, desde su creación en 1868, sirviera para orientar a navegantes. Por supuesto, prometen que la estadía será confortable, dado que el histórico faro Pater Noster de la pequeña isla Hamneskar fue restaurado y convertido en pequeñísimo hotel boutique hace dos décadas. Pero hete aquí la cuestión: solo habrá un empleado laburando, por razones de seguridad, al que el ganador no verá nunca y con el que ni siquiera podrá cruzar media palabra. Tampoco con otros humanos, en tanto le está terminantemente prohibido llevar teléfono. O, para más inri, libro alguno. Los siete días “solo será la persona con las olas, el cielo y los 60 estrenos diferentes que proyecta el Goteborg Film Festival”, pormenoriza Jonas Holmberg, su director artístico, aclarando que el resiliente espectador sí tendrá acceso a tecnología para documentar sus vivencias conforme pasan los solitarios días. Llevando el aislamiento a su versión más extrema, “queremos ver cómo la pandemia está afectado la forma en el que gente ve cine”, no se hace el sueco el sueco y arrima respuestas sobre la elección “de un escenario muy dramático: es solo un acantilado y un faro rojo bellísimo”. Y 60 películas, dicho está, único entretenimiento para pasar del 30 de enero al 6 de febrero y darse una panzada cinematográfica.

Madurez, divino tesoro

No solo el vino mejora con los años: también la capacidad de quien cata de distinguir sutilezas en su sabor, según una reciente investigación. La apreciación de sus matices depende, según aclaraban estudios pasados, de los más variopintos factores: desde la experiencia hasta la memoria emotiva, desde lo último que se embuchó (se hayan ingerido carbohidratos, proteínas, alimentos ácidos o salados, se tenga el estómago vacío) hasta --sí, sí-- la forma de la boca. Ahora eruditas de la materia aseguran que hay otro criterio clave: la composición y la cantidad de saliva de cada persona que, cuanto más grande la persona, mejor para disfrutar plenamente de tal o cual variedad. Según la flamante investigación, publicada recientemente en la revista científica Food Quality & Preference, a medida que envejecemos la saliva se vuelve menos abundante y más concretada; un plus al momento de reconocer y valorar la intensidad de un buen vinito, en especial los aromas ahumados y picantes del tinto. Más capaz, en resumidas cuentas, de percibir los perfumes, en tanto la saliva ya no diluye tanto los compuestos aromáticos en boca y se produce una mayor liberación de moléculas que eventual llegan a nariz. A partir de este hallazgo, “podríamos diversificar la producción vitivinícola para hacer vinos más agradables en función de la fisiología de los consumidores”, se viene arriba doña María Ángeles del Pozo Bayón, del Instituto de Investigación en Ciencias de la Alimentación, en Madrid, que condujo el estudio. A partir, dicho sea de paso, de reclutar a 11 personas con entre 18 y 35 años, y 11 con más de 55 pirulos, y capacitarlas para reconocer y calificar los aromas del vino. También, sobra aclarar, tomaron muestras de su saliva, evaluando cuánta podían producir, su PH, la actividad de varias enzimas...

Eddie, la musa anhelante de Paul

“Después de 52 años, ¿será que ¡por fin! se cumplirá mi mayor, mejor, ligeramente patética y presumida fantasía de juventud?”, recibía el año un expectante Hunter Davies en un artículo para el diario inglés The Times, del que es frecuente colaborador. ¿Qué lo tienen agarrado a la silla, con los nervios de punta? Puede que pronto salga a la luz una canción desconocida de los Beatles, que él mismo inspiró. De momento el escritor y periodista cruza los dedos: tendrá que aguardar hasta agosto para saber si Peter Jackson efectivamente incluyó el mentado tema en su venidero documental, sobre la grabación de Let It Be de enero del ’69, para las que ha reeditado 56 horas inéditas de material. A la espera, Hunter, autor de la única biografía autorizada de los legendarios Fab Four, cuenta la encantadora historia detrás del track que tan ansioso lo trae... Todo comienza un mes antes de que los Beatles se metan en el estudio: diciembre, 1968. Por esos días Davies estaba viviendo con su familia en una casa alquilada de Praia da Luz, en Portugal. Una noche se despertó abruptamente: alguien golpeaba insistentemente la puerta. “Un pescador borracho...”, asumió hasta que, más despabilado, distinguió claramente cómo una voz, con marcado acento de Liverpool, vociferaba: “¡Abrí, Hunter Davies, cabrón!”. “Era Paul McCartney con una mujer rubia que nunca había visto antes, una nena de unos 5 años, y un taxista con cara de pocos amigos”, recuerda hoy. Al parecer, Paul había tenido la repentina idea de visitarlo para unas vacaciones que había improvisado esa misma tarde. A falta de vuelos comerciales, acabó contratando un avión privado que lo depositaría a mitad de la noche en el aeropuerto de Faro, a 80 kilómetros de la casa de Davies. En un aeropuerto prácticamente desierto donde, despistado, le dio 50 libras a un equis para que se los cambiara a moneda local, olvidándose de tomar los escudos al subirse a un taxi. “Por suerte, estaba en casa para pagarle al tachero”, retoma Hunter, y rememora además la sorpresa de toparse con la tal Linda, de quien no tenía ni noticias. Cuando Davis había dejado Londres seis meses antes, Jane Asher seguía siendo la mujer del cantante. A la mañana siguiente, periodistas rodeaban su hogar: se habían enterado por el equis de las 50 libras de que “un tipo extraño, inglés, de pelo largo había llegado en la madrugada y había empezado a regalar guita”. Paul improvisó una conferencia de prensa en la playa pidiéndoles que, por favor, no revelaran su locación, promesa que la prensa cumplió. Y así pasaron diez días de paseos, charlas y bromas, como la que devendría canción… Una velada, Davies le contó a Paul que su primer nombre no era Hunter sino Edward, y tomándole el pelo, el Beatle improvisó una melodía y unos versos: There you go, Eddie/ Eddie you’ve gone... Al escritor le quedó repiqueteando la duda: ¿Habría seguido el tema Paul al mes siguiente, cuando ya en Londres entraba en el estudio para la que acabaría siendo la última grabación de los Beatles? El correr de las décadas le despejó la duda: circulaba entre fans una copia pirata de la canción, aunque con pequeñas variaciones: There you are Eddie, abría, seguido por: You think you are in with the in crowd. “Qué guacho, ¿pensaría en mí cuando escribió la segunda línea?”, se preguntó entre risas ni bien la oyó. En las grabaciones, se escucha cómo Paul van cambiando el Eddie por Nigel y Bernard (sus perros), por Mimi (su tía, que lo crió). Sabiéndose musa, empero, Hunter/Eddie pide hoy encarecidamente a Peter Jackson que incluya el track en el film “porque el mundo merece escucharlo”. Y él, que su sueño se cumpla, cómo no.