Cuando se lo consultó por los traumáticos eventos del pasado 6 de enero en el Capitolio de los Estados Unidos, un senador republicano se inclinó por una metáfora hogareña. ¿Le dio la impresión de que el presidente saliente tuvo alguna examinación de conciencia luego de que sus partidarios irrumpieran en el lugar en protesta por la elección de Joe Biden, el demócrata que el miércoles 20 juró como 46° comandante en jefe del país? "Mi visión personal es que que Donald Trump tocó un horno caliente el miércoles, y es muy poco probable que vuelva a hacerlo", opinó Roy Blunt, el senador elegido por el estado de Missouri. 

Al recordársele que algunas personas del propio Partido Republicano estaban llamando al despido de su líder, Blunt insistió en que debía ser el mismo Trump el que debía elegir si terminar sus últimos pocos días en la Casa Blanca, o renunciar por haber incitado a una insurrección con su incendiario discurso de esa mañana. Desde entonces, el presidente se convirtió en el primer mandatario en toda la historia de Estados Unidos en ser sometido dos veces a un proceso de impeachment.

Para hacer justicia a la naturaleza mutante del final de juego que tuvo la presidencia del magnate, deberían requerirse los servicios de Dante Alighieri en su completo y espeluznante Infierno. Desde hace tiempo existe la necesidad de tener una especie de "Libro de las elecciones", una antología de extractos que muestran cómo el concepto y el desarrollo de las elecciones, y el rol y la naturaleza de la democracia, han sido dramatizados y analizados a través de las épocas en múltiples trabajos artísticos. Las caóticas circunstancias de la elección presidencial de 2020 -y su larga y horripilante estela posterior- dejan la sólida impresión de que hay una brecha muy importante en ese mercado.

Hay muchos ejemplos que vale la pena examinar. En el cine aparece Shampoo (1975), protagonizada y en parte escrita por Warren Beatty, como una nueva presentación en los años setenta de una especie de peluquero heterosexual y deseable. La calesita de juegos eróticos de la película dirigida por Hal Ashby se siente claramante en casa en Beverky Hills y a veces parece más una atracción de autitos chocadores. La línea de tiempo, fijada en el 4 de noviembre de 1968, corresponde al día en que Richard Nixon fue elegido para la Casa Blanca (en una contienda en la que derrotó a Hubert Humphry). La competencia política y su resultado atrajo la atención en todas las pantallas de televisión presentes en todos los hogares, de los trabajadores metidos en sus camas a los financistas corporativos que habían invertido dólares en ello. 

La película echa un vistazo atrás y examina la presidencia desde una perspectiva post-Watergate, y aún bajo la poderosa sombra de la eventual renuncia de Nixon, concretada el 8 de agosto de 1974. Las opiniones críticas sobre Shampoo se mostraron divididas. ¿Es un intento solo parcialmente exitoso de describir las torcidas simetrías entre un mundo político a la deriva y su equivalente erótico? ¿O se supone que todos estamos destinados a calentarnos un poco con el personaje de George Roundy?

Y está Lincoln (2012), dirigida por Steven Spielberg, guionada de manera muy elocuente por Tony Kushner (Angels in America), con Daniel Day-Lewis entregando una performance en el personaje principal que le significó un Globo de Oro y un Oscar. La fecha de su estreno fue pensada de modo estratégico; se ofreció al público justo en el momento en que se elegía a Barack Obama para lo que sería un dificultoso segundo término en la Casa Blanca. Como se ha remarcado a menudo, la película bien podría llevar el título alternativo de "La enmienda 13", tal es su fascinación por el sudoroso trabajo de llevar a cabo acuerdos en habitaciones llenas de humo para introducir esa enmienda (disposición que abolía la esclavitud) en la Casa de Representantes en 1865.

Trump hizo varias veces la afirmación sin ningún tipo de base verídica de que su presidencia hizo más por mejorar la calidad de vida de la población afroamericana que cualquier otra desde la de el Honesto Abe. La meticulosa atención que la película pone en los injertos políticos requeridos para introducir cambios que signifiquen mejoras en el status quo le dan carácter decisivo a la engreída, delirante fatuidad del discurso de Trump.

En el mundo de las puestas teatrales, el lugar de honor podría ser concedido a Her Naked Skin ("Su piel desnuda"), de 2008. El Teatro Nacional ha producido obras desde 1963, pero el drama escrito por Rebecca Lenkiewicz fue el primer trabajo en la historia realizado por una mujer al que se le concedió acceso irrestricto al escenario del Olivier, el auditorio más grande del National Theatre, del tamaño de un estadio de los llamados "arena". La obra está ambientada en 1913, durante la fase más militante de la lucha de las Sufragistas por conseguir el voto femenino. Las secciones más largas e impactantes de la obra transcurren en la prisión de Holloway; la puesta es muy consciente de las diferencias de clase en el trasfondo de todas esas mujeres. Lo que las une es la unanimidad de su propósito, aunque Lenkiewicz es honesta sobre los puntos de desacuerdo aun bajo ese compromiso. Y por supuesto, están unidas por el hecho de ser mujeres, e inmediatamente quedar fuera del respeto público por eso.

Her Naked Skin es el único de los trabajos citados aquí que no pivotea sobre una elección y trae algún alivio a lo que demandan quienes están desprovistas de sus derechos. Y todo eso está dicho de manera bien calculada. Enfatiza cómo para la mayoría de los hombres de ese período los derechos al voto de las mujeres estaban subordinados a cuestiones que ellos asumían que debían tener una prioridad automática. Tal como está retratado en la obra, a Herbert Asquith -quien era el primer ministro liberal en ese momento- le molesta especialmente el hecho de que la campaña de las sufragistas había empezado a ser comparada con la lucha de los irlandeses por su independencia. Asquith cree que hay una gran diferencia: "Los irlandeses son los irlandeses", embarcados en una lucha ancestral. Con las Sufragistas "estamos lidiando con un grupo de mujeres solitarias y frígidas que buscan atención."

En la categoría de los musicales, la palma debería ser entregada a Hamilton. Si se mira un poco hacia atrás se puede recordar que a fines de noviembre de 2016, Mike Pence -quien ese momento era el vicepresidente electo- realizó una visita de viernes por la noche al éxito de Lin-Manuel Miranda sobre Alexander Hamilton, uno de los Padres Fundadores de Estados Unidos. La Revolución del siglo XVIII es presentada en forma musical, con su significado político acentuado por las decisiones artísticas del show; sea en las elecciones del elenco (los integrantes de los mayoritariamente blancos Padres Fundadores protestantes son representados por un elenco étnicamente diverso) o en el modo de crisol de estilos pluralista de la banda de sonido, una cascada de hip hop pirotécnico, rhythm'n'blues y música clásica.

Tras la función, mientras salía del auditorio, Pence recibió una apelación directa desde el escenario. Brandon Victor Dixon, el actor que interpretaba a Aaron Burr -tercer vicepresidente de los Estados Unidos-, leyó una declaración: "Nosotros, señor, nosotros, somos la América diversa que está alarmada y ansiosa porque su nueva administración no nos protegerá, ni al planeta, ni a nuestros hijos, ni nos defenderá ni respetará nuestros derechos inalienables."

Con la fidelidad de hierro que mantendría en los siguientes cuatro años, Pence saltó en defensa de los derechos de su jefe. "El presidente tiene un gran corazón. Tiene corazón para la gente de este país". En subsiguientes entrevistas televisivas, respondiendo a aquella intervención desde el escenario, Pence se esforzó por asegurarle al público que el presidente electo Trump "será un presidente para todo el pueblo" ("¡Discúlpense!", tuiteó Trump, deplorando la supuesta falta de respeto del elenco y señalando a la puesta teatral como "sobrevalorada", como hizo con las condiciones para la actuación de Meryl Streep).

Las ironías son múltiples. Una vez en el Salón Oval, el presidente no perdió el tiempo en alcanzar nuevas profundidades de divisiones y envidias. Incapaz de criticar a los supremacistas blancos que marcharon en Charlottesville en 2017, mostró una desinhibida velocidad para calumniar a los manifestantes de Black Lives Matter en 2020 como una banda de saqueadores.

Para volver con alivio a la categoría de lo teatral, la puesta Democracy de Michael Frayn (2008) se aplica con brillantez a las fragmentarias coaliciones políticas de Alemania Oriental a comienzos de los '70, entonces bajo el mando de Willy Brandt, el primer canciller de centroizquierda en cerca de 40 años. Con un poder explicativo asombrosamente sucinto, Frayn examina el potencial simbólico de uno de los grandes "dobles actos" de la política moderna. A cualquier extraña pareja de la vida real le costaría igualar la íntima relación entre el canciller Brandt -cuya Ostpolitik, o nueva política del este, le hizo ganar el Premio Nobel- y Gunter Guillaume, el asistente personal que fue eventualmente desenmascarado como espía de la Stasi.

La democracia es una extraña bestia: el menos peor de los sistemas políticos, y aun así atrapado inextricablemente en paradojas y uniones curiosas. En una reciente entrevista radial, Alan Dershowitz, el académico experto en Derecho de Harvard que apoya desde hace tiempo al Partido Demócrata, argumentó que la retórica de Trump que inflamó a los seguidores que irrumpieron en el Capitolio es un discurso "protegido por la Constitución". De manera similar, podría decirse que una de las razones por las que la democracia es valiosa es que ofrece medios para, como quedó gráficamente demostrado en tiempos recientes, votar a un bufón inestable como Trump. De todos modos, queda claro qué es lo que quiso decir Brandt cuando, en la versión imagtinada por Frayn, señala sobre el acto de las elecciones: "Por un momento una voz se eleva sobre las otras, y todos siguen la melodía. Hasta que, tarde o temprano, otra voz se eleva".

Entonces: un buen puñado de piezas artísticas estimulantes sostienen un espejo frente a la política en los procesos democráticos.  Pero cabe preguntarse si es posible imaginar a Donald Trump prestándoles atención, sonreír o reírse tristemente de ellas. O sentir al menos un pequeño ramalazo de empatía, de reconocimiento o de remordimiento.

* De The Independent de Gran Bretaña. Especial para Página/12.