Los gobiernos apelan una y otra vez a la responsabilidad personal, al cuidado por los otros, a imponerse la autodisciplina pertinente. No puede ser de otra manera y la fórmula se impone por sensatez y prudencia. El problema es que hay tres problemas que los gobiernos democráticos no pueden abordar. Al menos por ahora resulta estructuralmente imposible afrontarlos. El primero, ya señalado por Kant, es que el sujeto está trabajado por una sensibilidad que siempre está atraída por sus intereses particulares y se distrae con facilidad de los imperativos de la razón práctica. Es de donde quizá surge la fastidiosa y veraz fórmula de Perón: el hombre es bueno pero si se lo vigila mejor. 

En segundo lugar la lúcida observación de Freud: las civilizaciones modernas progresan, avanzan hacia una presión cada vez más fuerte de la pulsión de muerte. Cualquier oferta de placer puede eventualmente incluir el descuido que le abre paso a la pulsión de muerte. Hay miles de sujetos que no creen en la palabra pública del Estado. No es que sean negacionistas, pero en su fuero interno la cosa no va con ellos, incluso de un modo que confina con el pensamiento mágico se sienten inmunizados. Aunque no puedan dar cuenta de ello.

El tercer punto inevitable, lo constituyen las propias condiciones del capitalismo, las que exigen habitar en un presente absoluto, sin posibilidad de perspectivas históricas de futuro. De ahí la atmósfera apocalíptica que tiñe a nuestro mundo. El desorden en el que la civilización occidental capitalista va ingresando exige no desatender una pregunta que surge de la propia encrucijada ¿Pueden los gobiernos populares y democráticos construir un nuevo tipo de autoridad no represiva? ¿Pero lo suficientemente firme como para darle una nueva consistencia al ejercicio de la soberanía? Donde la apelación a la llamada autodisciplina no constituya la última palabra en la catástrofe pandémica.