"Trabajo en la celda con la costura, pero siempre espero el próximo encuentro para volver a salir de este infierno", dice Ayelén Daniela Dure, de 27 años, una de las treinta mujeres que cose y borda en la cárcel de Rosario. Está presa en el pabellón federal desde hace algo más de tres años y espera salir el 4 de diciembre de 2023. Sus obras en tela son fundas para almohadas, algunas ropas y su propio retrato. En el taller El Enredo, que funciona cada lunes durante tres horas en el pabellón cinco del Complejo Penitenciario de la ciudad santafesina, aprendió también a ornamentar papeles y cartones. 

“Cada semana transcurrimos un ingreso lleno de incertidumbres y contradicciones. Las reglas para regular la vida en la cárcel cambian todo el tiempo”, dice la artista y diseñadora Marina Gryciuk, una de las fundadoras de El Enredo.

Durante el doble confinamiento que vive por la pandemia, junto a Patricia, otra de sus compañeras de prisión, Ayelen coordina la realización de barbijos caseros. El grupo trabaja con la guía de unos moldes, que les acercaron sus madres y las psicólogas del Equipo de acompañamiento para la reinserción social, con la esperanza de que pronto se destrabe el trámite que autorice el ingreso de una máquina de coser que recibieron como donación.

El puente con el afuera es imprescindible, aunque ahora, desde la aparición del covid 19, es más difícil que se mantenga abierto y tendido como antes. Las chicas expusieron en ferias, galerías de arte e incluso en el Museo de Arte Decorativo de Rosario. Son unas treinta que asisten al espacio de técnicas textiles que armó la ONG "Mujeres tras las rejas" en la cárcel de la ciudad santafesina. Las otras impulsoras del taller son Gimena Galli y Olga Moyano. Ayelen, como muchas de sus pares, aprendió las habilidades manuales en su hogar de origen, pero con el colectivo El Enredo convirtió esa herramienta en arte, un modo de expresión propia y una forma de ganar dinero. “Éste es mi taller y digo mío porque es un lugar de escape para charlar, aprender e interactuar. En la prisión no hay quien te oiga, y acá te escuchan y te ayudan a salir del foco de las rejas. De alguna manera, las chicas nos llevan al afuera, que es adonde queremos volver” dice a Las12.

Los temas de las conversaciones que surgen mientras los hilos atraviesan los géneros “se refieren al lugar carcelario, las injusticias, la política, los movimientos de pañuelos, el feminismo y la diferencia que hacen entre los hombres y las mujeres privados de libertad; ellos tienen más beneficios”. La decisión de llamar chicas a las presas y a las voluntarias del taller no es arbitraria. Tiene que ver con una decisión de no estigmatizar y de ponerse desde el nombre en un mismo nivel de acompañamiento, igualdad y adhesión identitaria.

Algunas viven con sus hijos pequeños, a los que se les permite ir a jugar a un patio mientras las mamás traman sus sueños hilados. Un liencillo, un trapo de piso o rejilla, una franela o cualquier otro género les sirve a las detenidas para soltar sus ideas y acariciar algo de la libertad que perdieron y anhelan.

La experiencia de bordar durante el confinamiento arrancó en 2016, y se trasladó en 2019 a su sede actual, un complejo penitenciario en el que conviven varias cárceles, en Circunvalación y 27 de febrero, zona periférica a la que sólo llega un colectivo. En la U5 se alojan unas 150 mujeres y once niños. Se dividen en pabellones de presas federales por delitos relacionados con narcotráfico y presas provinciales con causas por robos. La U5 tiene cuatro pabellones, uno de madres e hijos, dos de presas provinciales y uno de presas federales, y además hay algunas celdas aisladas “de disciplina o resguardo”, donde las detenidas pueden llegar a pasar 24 horas encerradas.

Cada pabellón tiene 10 celdas en planta baja y 10 en planta alta, con ventana con luz natural y pensadas para una sola persona, con baño, ducha y una cocinita. Pero algunas chicas tienen que compartirlas por la sobrepoblación. Tienen un lugar común para el día y algunas horas determinadas pueden salir al aire libre. Las mamás conviven con sus niños hasta los 4 años.

Alan es una persona trans que participa en El Enredo desde 2017, “siempre muy dispuesto a emprender y coordinar al grupo de su pabellón. En 2017 organizó un trabajo cooperativo de producción de alfombras con restos de tela”, cuenta Gryciuk. “Entregamos el material y a los 15 días Alan ya tenía un equipo de chicas aprendiendo la técnica y produciendo alfombras coloridas. Fue una experiencia muy productiva”.

Muchas veces las creadoras de El Enredo soportaron entrar a un cuartito donde empleadas del servicio penitenciario les pasaban por el cuerpo el detector de metales. “Después de un largo tiempo llegábamos al pabellón de planta baja, entrábamos a un patio techado con rejas lleno de ropa colgada. Veíamos el televisor, la cocina, la heladera, los cochecitos con les niñes que iban y venían en una sala de uso común”, evoca Gryciuk.

El taller les permite establecer un vínculo regular con las chicas, compartir parte de sus vidas, qué hacen en la semana, qué cosas importantes pasaron. “Vienen nuevas y las incorporamos al grupo. Vemos a los niños crecer y eso marca el tiempo. Las mujeres presas pasan los meses y los años en un espacio reducido y precario. Desde la cárcel no hay ninguna intención de resocialización, reinserción y reeducación. Es un depósito de personas”, agrega Gryciuk, que también es cocreadora del proyecto social Qomi, de cestería textil.

La actividad de El Enredo se realiza en un aula donde funcionan la escuela primaria y secundaria. Durante 2020 las chicxs contaron con material para desarrollar diferentes objetos textiles, pero no recibieron visitas y estuvieron confinadas en sus celdas muchas horas por protocolo de pandemia. Todos los ingresos de personas del exterior estuvieron suspendidos y los trabajos de limpieza y cocina que algunas de ellas hacían dentro de la cárcel se restringieron.

“Además, llevamos a cabo un proyecto de hechura de toallitas íntimas reutilizables para que puedan producir sus propios elementos de higiene”, cuenta Gryciuk. Desde el año pasado se complicó el ingreso de elementos de higiene del que siempre se ocupan los familiares. “Les propusimos pensarlo desde una mirada ecológica con respecto a los deshechos. Les llevamos un tutorial y el material para la fabricación de las toallitas lavables”.

El Enredo también trabaja con las presas de resguardo, unas cinco chicas con las que no tienen contacto porque están 24 horas aisladas. “Les enviamos kits de bordados, cuadernos y fibras para dibujar o escribir”, señala Gryciuk.

Solidaria, Ayelén finaliza: “Deberían darle más espacio de talleres y ayuda a mujeres que no tienen nada y necesitan cosas de higiene. Que capaciten a quien quiera enseñar en el pabellón. No todas las que quieren salir al taller pueden porque no dan permiso y no hay suficiente lugar. Estaría muy bueno que El Enredo pueda entrar al pabellón como lo hacen las iglesias”.