Salgo a la avenida y un turbión de calor me arrastra. “¡Es hora de sangrar por el rock and roll!”, grita Pappo desde una limusina tuneada con la cara de Su Giménez. “Es hora de amar”, susurra Spinetta desde un carrosuel. La calle está atestada de gente como en un carnaval, todos disfrazados de esqueletos. ¡Dios mío! ¿Qué falopa me dio mi amiga? Me siento en un umbral, con la cabeza baja, esperando que todo pase. Cuando levanto la vista la ciudad luce desierta, con viento, tan confiable como una muerta. 

No hay nada más tranquilizador que una peste, que un Apocalipsis, así de sereno y ordenado. Se detiene un taxi. Me toca bocina mi primo Mario. “¡Subí que te llevo!” me grita. “Ahhh, qué gran película de Sandro esa”, me charla ni bien me siento. Es humorista de Navidades, de esos que con tres vasos de sidra se ponen exultantes hasta caer dormidos. Es una máquina atropelladora de chistes. 

--Che, imaginate si cierran los supermercados. Tendremos que salir a cazar para comer... ¡y yo que ni sé dónde viven las milanesas! --se festeja solo… 

Prosigue: --En los 90 era “si salís cuidate, usá forro” . Hoy es “no salgas forro, cuidate…" Anoche me tomé una birra en la esquina. Fui hasta la punta del living y destapé una lata. No puedo creer que justo a mí me haya tocado la cuarentena conmigo. Alberto Fernández dice que va a poner un testigo de Jehová en cada puerta para que nadie salga. “Entre todos venceremos al mosquito del Coronavirus” dijo Macri. Día 4: encontré un cuaderno de 6to grado y me puse a hacer una tarea pendiente. ¡Qué emoción la otra noche!: salí a sacar la basura y no sabía qué pilcha ponerme. Che, en vez de danza contemporánea ahora hago Panza Contemporánea. El otro día pude ir al banco y como estoy en mi casa siempre en calzoncillos fui hasta la sucursal así. 

Da golpecitos en el volante. No me ha dejado ni hablar con su torrente de chistes que ya leí en todos lados. 

--¿Son todos tuyos estos que contás?

--Claro, primo, soy un tipo muy ocurrente. ¿Sabés que le dijo un virus a otro?: "correte que apestás”. 

 No lo soporto. 

--Dejame acá, sigo caminando. 

--¡Eh, pará que tengo un montón más! ¡siempre fuiste un amargo cantorcito! 

Me meto como puedo en el pasillo y entrando casi en la oscuridad me derrumbo en la cama. Luego, quien sabe, varios siglos, horas, o semanas después o minutos irreales cargados de una fatiga como de yunques en los riñones y cientos de trompadas en las sienes propinadas por Tyson, vuelvo a retomar el sueño de los indígenas y los tomates. Ahora han florecido y tienen un shopping de verduras exóticas y sus empleados son los piratas. Arriba como un panóptico al revés monumental, iluminado, hay una gigantografía de la Última Cena donde se lo ve a Cristo con sus Apóstoles y una cuadrilla de Gendarmería que irrumpe durante la comida. Le gritan a Jesús: “¡No me importa quién sea tu papá, esta reunión es ilegal!” Se lee en el costado de la tele como si la frase admonitoria la hubiese pronunciado el Sargento García, el del Zorro. 

Luego un zoom de imágenes encadenadas donde caen desde Disney hasta Manuelita la Tortuga, pasando por Martín Fierro al Garrafa Sánchez, aquel 8 de Banfield, desde un Santa Claus en el Caribe hasta una jirafa en el baño de mi tía, me sucede lo que de niño, la parálisis del sueño, eso de querer despertarse y sentir que uno está como inválido. Pego un sacudón. 

Mi madre trae el desayuno en una bandeja que humea. No entiendo nada ya. Por prudencia no le inquiero acerca de lo que me convidaron y de su muerte que vi y el largo funeral que le hicimos tan llorado y tan repleto de calas funerarias. 

Hay un aroma tranquilizador a tostadas y a jazmines de nuestro jardín que ha depositado sobre mi mesa de luz. “Ay mi amor dormiste un siglo propiamente, tomá, mi vida, tenés el desayuno listo”. Está increíblemente joven con su batón y su sonrisa. No ha muerto y yo soy un adolescente de nuevo. 

Me restrego los ojos. “Buen día –-tartamudeo– Qué… ¿qué día es…? ¿Hoy? ¿De qué año?” Hace un mohín de circunstancia con una sonrisa giocondesca. “Vos siempre tan bobito”. Pienso, regulo, no me entra nada coherente en el cerebro. Mi pecho no tiene un solo pelito y estoy flaco en mis calzoncillos y mi pelo lacio sobre la frente. 

--¿Ya pasó todo mami? --pregunto como si aquella magra oración fuese un delirio extraordinario, que lo debe ser sin dudas. 

--No mi amor. Esto recién empieza.

--¿Qué... qué pasó?” --me animo. 

Ella suspira mientras me tiende la bandeja. 

--Echaron a Isabel, los militares de nuevo. Hay toque de queda. 

--¿Es la peste? 

--Sí, es la peste de nuevo. 

Levanto la vista y a través del humo de café con leche y los ojos marrones de mi madre alcanzo a ver en el almanaque una fecha certera: 24 de marzo del 76. 

--Es... ¿Es un chiste, no? 

--Ojalá… --contest.

 Y girando se despacha con un chisme que le contó una amiga para aplacar el ambiente y se va hacia la cocina con una frase: “Ya vendrán tiempos mejores, te lo prometo, y se va a terminar esta plaga, hijo mío”. 

Revuelvo el café con leche de donde afloran una alitas de murciélago que le dan ese tinte tan potente y duradero al desayuno tan bien hecho con amor.

Me siento gritar, vuela la bandeja y ya no sé si estoy dentro del sueño del sueño del sueño de otro sueño. Para completar este final se me aparece la cara hinchada de mi primo con un último chiste, emergiendo vestido con un traje espacial blanco de fumigador. 

--¡Hoy me lavé las manos con vino en cajita… está más barato que el alcohol en gel! ¡Jaaaaaaaaaaaaaaa! ¡Levantarte a las 12 del mediodía y sentir que estás salvando al mundo no tiene precio! ¡Ja, ja, ja, ja, ja, ja! ¡Reíte cara de orto! ¿Quién te creés que sos? ¡Festejá la vida, reíte, siempre fuiste un completo amargado que creyó en el fin del mundo!

 

[email protected]