Desde Barcelona

 

UNO La cosa queda clara desde el principio de todas las cosas, de todas nuestras cosas, se dice Rodríguez: nacemos llorando y no riendo. Es decir: nacemos sabiendo cómo llorar. En cambio, la práctica y puesta en marcha de la risa es algo posterior, algo más lento, algo que requiere de un complejo aprendizaje. Se entiende a la risa como una forma ancestral de la comunicación y hasta se ha apuntado sus propiedades curativas (eso de la risoterapia que, en su incertidumbre, suena perfectamente lógico); pero los bebés demoran un rato largo en desarrollarla. Lo mismo sucede con su versión elegante: la sonrisa, que implica la interacción de más de diecisiete músculos para conseguir una sutileza facial más o menos giocondesca. Se sabe, también, que los niños se ríen un promedio de trescientas veces al día y que, con el correr de los años y de las sucesivas bromas pesadas de la vida, cada vez nos reímos menos hasta descender a los ochenta ja-ja-ja diarios. Muchos de ellos mostrando los dientes a uno mismo, riéndose de uno, involuntariamente tragicómico, más tragi que cómico. 

Si lo piensa y lo cuenta con los dedos, Rodríguez no cree que supere las diez carcajadas diarias. Y –sob/buá– la mitad de ellas son del desesperado modelo es-preferible-reír-que-llorar. 

DOS Rodríguez pensaba en todo esto. Pensaba en qué-risa-me-da y en qué-me-da-risa. Pensaba luego de cambiar canal (con los lacrimógenos ritos fúnebres por la socialista Carme Chacón, ahora tan llorada por sus compañeros y compañeras; Susana Díaz la que más porque a ella nadie le gana en nada, ahí, en el desolado PSOE, al que cada vez se parece más el agonista y espasmódico Barça o al risible y moribundo Procés) para mejor mirar (y sonreír) un documental. Un documental sobre (a su alrededor ocasionalmente orbitan los talentos de Will Ferrell, Seth Rogen, Paul Rudd, Jonah Hill, Jason Segel, Lena Dunham y su esposa Leslie Mann) el guionista/director de cine/productor norteamericano y cabeza de generación cómica Judd Apatow.

El documental se titulaba Judd Apatow & Co.: This Is Comedy y lo presentaba como una suerte de eslabón perdido entre la escatología slapstick de los hermanos Farrelly y la intelectualidad stand-up comedian de Woody Allen. Así, Apatow justo en el ecuador entre la gracia grosera y la ocurrencia sofisticada. Y, claro, Apatow aparecía allí como alguien dispuesto a hacer lo que sea por hacer desternillarse pensando a su público. Alguien que, seguro, en la ducha canta un mix de la suave “Smile” y de la desaforada “Make ‘Em Laugh” mientras se le ocurren ideas para la inteligentemente boba The 40-Year-Old Virgin o para la dulcemente amarga Funny People. Un tipo que desde chico tuvo clara cuál era su misión y que no cejó hasta cumplir estudiando, por el camino, a cada uno de sus maestros. 

Lo que a Rodríguez le quedó todavía más claro aún en el libro que estaba leyendo (y que fue lo que lo llevó a sintonizar ese documental) y que se titula Sick in the Head: Conversations About Life and Comedy. Allí, Apatow reúne las entrevistas que viene haciendo desde su adolescencia a próceres del punchline y el micrófono con paredón de ladrillos de fondo donde pueden fusilarte o desde donde disparar y dar en el blanco. Gente como Jerry Seinfeld, Louis C. K., Mel Brooks, Steve Martin, Jim Carrey, Ben Stiller, Jimmy Fallon, Martin Short y voces laterales como las de Spike Jonze, Eddie Vedder y Miranda July. Allí, todos, coinciden en que más allá de las metodologías y tics y estilos, la supuesta espontaneidad de la risa es la más exacta de las ciencias. Un duro oficio que se va perfeccionando lentamente con mucha sangre, sudor y lágrimas. Tal vez de ahí ese lugar común de los cómicos como animales melancólicos en la intimidad o sintiéndose obligados a ser graciosos todo el tiempo por temor a ser fulminados por una mala madre de todas las bombas cayendo desde cielos tormentosos por orden de un presidente que da risa pero al que más vale tomar en serio. 

TRES Pero de todo esto, lo que a Rodríguez más le interesó fueron las diversas teorías de los convocados por Apatow en cuanto a por qué y de qué se ríe el ser humano y el modo en que esa risa va cambiando de siglo y polaridad a lo largo de las gracias y desgracias de la vida. 

Se sabe que empezamos riéndonos de casi cualquier cosa: de un pastel en el rostro o de una cáscara de banana en la calle (y que hay hasta tarados que se ríen de ese pasajero arrastrado fuera de ese avión de United Airlines). Y que con el tiempo nos vamos volviendo más exigentes (Rodríguez tuvo la suerte de reír una infancia marcada por todos los lugares comunes de la comedieta con risa enlatada o mueca muda pero, también, por Quino y los Marx Bros y Les Luthiers y The Party con Peter Sellers). Y su adolescencia coincidió con las cimas de Monty Phyton y las sucesivas (de)generaciones de Saturday Night Live y sus artistas invitados y La conjura de los necios. Así, hasta alcanzar una madurez donde cada vez es más difícil encontrar una buena sitcom durante la multi-transmisión de las involuntariamente desopilantes y pecadoramente idólatras procesiones de Coneheads en Semana Santa o –como decía Mirta, prima espíritu santa de Rodríguez– Semana Sanata. 

CUATRO Y, sí, de tanto en tanto el milagro deslumbrante de algo como el pesadillesco quinto episodio de la quinta temporada de Louie: un cuento perfecto. Pero, ah, mientras tanto y todo el tiempo, fenómenos masivos inexplicables como la mediocridad absoluta de Ocho apellidos vascos/catalanes o de alguna triunfal comedia argentina donde se vuelve a romper el récord universal de cuántas veces se puede gritar “boludo/pelotudo” por minuto. 

Y entonces –para Rodríguez– esa pregunta terrible que no puede dejar de hacerse (“¿Pero se puede saber de qué se ríen todo esos?”) y la respuesta desoladora: de algo que no nos hace reírnos a nosotros y nos deja fuera de la fiesta olvidable. Ahí, reír o no reír equivale a ser o no ser. Y esa sí que es la cuestión.

Alguien le dice a Rodríguez que con la llegada del crepúsculo (otros van más lejos y fantasean con que encuentran la mítica y verdadera y terminada y jocosa segunda parte de la Poética de Aristóteles) se accede a la condición terminal de la risa: reírse de cualquier cosa, solo, sin saber de qué se está riendo uno. 

Lo mismo, se advierte, sucede con el llanto. 

Y algunos mueren riendo y algunos llorando.

Una cosa es segura: unos y otros se enfrentan al gag de salida sin haber conseguido entender por qué los chistes (lo mismo sucede con los sueños; y de eso va el capítulo antes mencionado de Louie, búsquenlo y encuéntrenlo, por favor) se olvidan tan rápido por más que uno haga toda la fuerza posible por recordarlos.

Tal vez la clave esté en que, olvidándolos, podemos volver a reírnos y a ilusionarnos con ellos cuando nos los cuentan otra vez.

CINCO Y para terminar, como remate, dos palabras: Bill Murray.

En serio, de verdad, y hasta la semana que viene: hay gente suelta por ahí que se pregunta cómo alguien puede reírse con Bill Murray. 

Y Rodríguez se ríe de ellos unas trescientas veces al día.