En el tablero de la vida los emigrantes no son reyes ni torres ni reinas ni alfiles. Son peones. No mandan sobre la partida de la que forman parte, solamente sobre la casilla hacia la que van a desplazarse, y eso si no están amenazados por otra pieza que, aunque desde lejos, los obliga a defenderse. Aislados, no son nada. Su fuerza proviene de su unión.

Si a los nueve años hubiese sabido algo más acerca del ajedrez que mover las piezas, tal vez se me habría ocurrido esta metáfora para convencer a mis padres de que no emprendiésemos ese viaje sin retorno desde Buenos Aires hasta Barcelona. Quizás incluso habría podido pensar en esgrimir ante ellos un argumento que me parece irrefutable y que de vez en cuando me recuerda mi profesora de ajedrez, la Gran Maestra argentina Claudia Amura: “Tenés que pensar muy bien antes de mover un peón, porque es la única pieza que no puede volver atrás”.

Viajeros, turistas, ejecutivos, empresarias, políticos. Son otra clase de piezas, poderosas, y se mueven dentro de unas normas, es verdad, pero tienen caminos de ida y de vuelta. Intervienen en la partida, la condicionan. Se desplazan con posibilidad de dar marcha atrás; de hecho, forma parte del plan. Los emigrantes en cambio, como los peones, se van para no volver; más aun, viajan con la idea de que regresar sería sinónimo de fracaso. Lo conmovedor, lo entrañable incluso, es que avanzan pensando que volver es posible. Y eso es lo que quiero dejar claro hoy acá: no es así. “A las cosas y a los lugares no se puede volver ni siquiera volviendo”, como escribí hace tanto años en mi novela Dame placer. Nada es lo mismo otra vez y lo ocurrido es para siempre. Nunca sabremos quiénes habríamos sido en nuestro lugar. Lo mismo que ocurrirá a quien, por ejemplo, se somete a una operación de cirugía estética porque no consigue gustarse tal como es: ya nunca más podrá asomarse al espejo y descubrir quién habría sido si no hubiese interrumpido su ser. No hay vuelta atrás. Como cuando se da vida a alguien. Como cuando se le da muerte. Ya está. Lo que es, deja de ser. Lo que iba a ser, ya no será.

SI SE PUDIERA VOLVER

Mi familia decidió emigrar. Y si ahora expongo ante ustedes esta circunstancia de mi vida, que para mí fue fuente de tristeza durante tantos años, es para compartir esta extraña forma de la intuición que es la certeza, o esta extraña forma de certeza que es la intuición, acerca de algo que nos atañe a todos, la posibilidad de irse y la de quedarse. Irse y quedarse son irreconciliables no solo de manera sincrónica sino también diacrónica.

La determinación se tomó, supongo, hacia finales de 1972. Y ahí comenzó la maquinaria a trabajar sobre lo que sería un traslado transoceánico. Cuestión que a principios de agosto de 1973, concretamente el día 10, a mi hermana y a mí nos subieron a un avión con mi tío Nacho, rumbo a España. Mi perplejidad, mi angustia, mi tristeza, no contaron. Me dijeron que no me preocupara, que en dos años íbamos a regresar. Y lo creí, cómo no iba a creer a mi mamá y a mi papá. Así que, como si fuéramos valijas que hay que transportar junto a otras muchísimas pertenencias, nos mandaron a cruzar el Atlántico. Hubo una tormenta en el cielo que hizo peligrar el vuelo. Mis padres iban a llegar más tarde, a fines de octubre y tras un maremoto que los dejó veinticuatro horas a la deriva, subidos en uno de aquellos inmensos transatlánticos que todavía surcaban los mares con pasajeros y que no se habían convertido en los cruceros vacacionelas que flotan por los mares en la actualidad, cargados de consumidores de entretenimiento turístico. Inciso: Tuve la suerte de viajar en una de aquellas naves un par de años antes de aquello, junto con mi mamá y mi abuelo, a quien habíamos ido a visitar a España tras que sufriera un infarto. Le daba miedo volar, así que embarcamos en Barcelona y llegamos a Buenos Aires diecisiete días después. Qué viaje tan distinto. Se me quedó en el alma la idea de que los barcos te dejan volver y los aviones no. Supongo que por esa razón tardé después tantos años en disfrutar de los vuelos.

Así que el 10 de agosto de 1973. Justo siete días antes de una función escolar para la que me había estado preparando todo el año y en la que debía tocar el piano para acompañar al coro cantando el "Himno de la alegría" y después el bombo en una pequeña obra de teatro. No puedo ni narrar el disgusto que supuso, la frustración que sentí, las horas que dediqué a implorar que me dejaran en Buenos Aires, que se fueran ellos, que yo no quería. Que no quería. No quería y tenía razón de no querer. Pero la promesa del regreso estaba ahí y aplacó el dolor de mi corazón. Me resigné. Qué otra me quedaba.

EL NUEVO MUNDO

La llegada al nuevo mundo fue para mí un drama. Todo era peor. La vivienda, la escuela. Mi mamá ya no estaba con mi hermana y conmigo en casa porque trabajaba cientos de horas. Nos cuidaba, con todo su amor, mi abuela Rosa, que se convirtió para siempre en mi persona preferida. Fui despojada de mi mundo de modo radical. Súbito. Irrenunciable. Parecía menos cruento porque, en teoría, habíamos ido a un país en que se hablaba el mismo idioma. Tampoco es verdad. Un idioma no son solo las palabras que contiene ni la sintaxis que las ordena. Un idioma son los códigos, los temas, las velocidades, la idiosincrasia. El racismo -que sigue presente en la península aunque algo más domado- era tan natural, estaba tan instalado y aceptado que ni siquiera se disimulaba.

Pero estaba la promesa. Dos años. Tic tac, tic tac. Así que lloraba cada tarde al volver de la escuela y mi único pensamiento, mi único refugio era: “Bueno, pero ya van a ver, yo me voy a ir de nuevo a mi país”. Cuánta soledad, qué imposible para una nena de diez años -cumplidos tan aisladamente, sin padres ni amigos ni fiesta, un mes después de llegar- qué imposible, digo, explicar esa incomodidad, esa certeza de la intuición o esa intuición de la certeza.

El diez de agosto de 1975 yo estaba como si dijésemos a la espera de nuestra salida, casi en la puerta del departamento. Con las valijas del alma preparadas, esperando la señal. Seguro que tenía un calendario con los días tachados, cual preso en celda. Fue entonces cuando me dijeron que no era verdad lo del regreso, que era solo un modo de consolarme, que habían creído, que habían estado convencidos que yo olvidaría la Argentina.

OLVIDAR LA ARGENTINA

Una no olvida el país donde nace. Ni su idioma. Ni sus afectos. Una olvida las llaves arriba de la mesa o el paraguas en el colectivo, por ejemplo. Una olvida detalles de las anécdotas, si comió zanahoria el viernes pasado o dónde queda un negocio, tal vez. Pero una no olvida su vida. Porque hay cosas que una no quiere olvidar, que no tiene por qué olvidar. No íbamos a volver y me habían mentido. La balsa salvavidas empezó a hundirse. Estaba a punto de cumplir doce años. Lo que se quebró adentro de mí con aquella noticia no tiene nombre con que llamarse. Para pegar los pedazos y seguir adelante desarrollé en aquel momento una dolencia autoinmune que me alejaba todavía más de todo el mundo y que tardaría media vida en erradicar. Y me puse a escribir. Me puse a escribir para tener un lugar donde vivir. Para crearlo. Un país del que nadie pudiera expulsarme. Un país al que invitar a todo el que necesitara uno, a todo el que prefiriera la verdad a la mentira, a todo el que necesitara pertenecer.

Mis padres hicieron lo mejor que supieron, aunque como bien me recordaba el otro día Diego, uno de mis alumnos de escritura literaria, lo mejor es enemigo de lo bueno. Tal vez, pensé mucho tiempo más tarde, la emigración es algo que se hereda y por lo tanto inevitable, un impulso que anida en una hasta que encuentra el modo de realizarse.

Como si el cambio no fuera a llegar, quienes emigran lo provocan, lo anticipan. Impaciencia, curiosidad, ambición. A veces miedo, a veces necesidad. En el fondo creo que nadie deja su tierra porque lo desee. Tal vez se debe a mi experiencia, pero siempre me ha parecido que surge de alguna incomodidad que, sin embargo, no se va a resolver con la distancia. Una se lleva los problemas puestos, como si se tratara de órganos internos.

Pasaron los dos años pactados. Y muchos más. Crecí y estudié en Barcelona. En esa ciudad, a los quince años, descubrí a la vez el amor y el deseo, y mi sexualidad gracias a una nena llamada Sonia, que mucho más tarde se convertiría en protagonista de alguno de mis relatos. Viajé mucho, con idas y vueltas. Y de pronto, porque quizás los genes pesaban más de lo imaginado, empecé a planear una vuelta al mundo. Vivía con la conviccíón de que no iba a quedarme quieta y con la fantasía de que mi lugar estaba en Buenos Aires. Soñaba con algo tan absurdo como hermoso: un hueco, el que hubiese dejado mi cuerpo en la ciudad en que nací.

LA VUELTA AL MUNDO

Y me fui en efecto a dar la vuelta al mundo y en el itinerario incluí la Argentina. Y ciertamente, aunque parezca mentira, ese hueco existía y encajé a la perfección en él a mi llegada. Y aunque habían pasado dos veces veinte años, que no son nada, recuperé a mis compañeras de primaria y en poco tiempo tuve amigos de los de toda la vida, como si hubiésemos estado esperándonos. Y tuve una silla en la alfarería de Maxi y otra en la de Silvina, y paseos bibliófagos con Carlos, y me convertí en la Holmes de mi amiga Watson y en compinche cinéfila de Marinetti, y en cómplice de editores como Damián y Roxana y Marcela, y en confidente de la tía Braian y en compañera de yoga de Ana. Me convertí en alguien que se siente a salvo, en alguien que pudo volver porque nunca se fue, sino que la fueron, se la llevaron. Y volver no tiene por qué significar quedarse. Es solo entender que esa certeza, aquella intuición de niña albergaba una base cierta, inefable, que tiene que ver con este modo nuestro de ser, que no es que sea mejor ni peor que el de otros, este modo de ser que da prioridad al sentido común antes que a la norma, a los amigos antes que al interés, a la solidaridad antes que al negocio, a la charla antes que al trago, al asado en casa antes que al restorán de lujo. Un país emotivo y emocional, intenso, en el que por fin pude reconocerme y entenderme.

Estamos en el mejor de los mundos y eso es lo que me queda en el corazón después que se me llevaran de acá a los nueve años: que lo que vi entonces, puedo comprobarlo ahora sin duda alguna. Es una suerte la de quienes no tuvieron que irse. Y mi misión es la de estar acá para decírselo.

Escribo estas líneas cerca del mar, en Las Gaviotas, en una cabaña que forma parte del pequeño paraíso creado por mis amigos Tomás y Oscar: Casaplaya. Se convirtió en mi hogar gracias a la intervención de mi alumna, hada y amiga Stella, quien le contó de mi novela Haru a Tomás. Y Tomás entró en unos de esos mundos que yo fui creando para tener lugar donde vivir y, al salir, me escribió y y me ofreció otro, no de papel sino de bosque y de arena y de sal. Permitió que el peón que yo era cruzara hasta el otro lado de las casillas, coronara y se convirtiera en torre, en alfil, en reina, en caballo. Elijo caballo.

En el tablero de la vida no se gana ni se pierde. Se aprende. Lo que debería ser un juego, para los emigrantes se convierte en una batalla. Si consideraron alguna vez la posibilidad de irse, vuelvan a pensarlo y recuerden que un peón, cuando se mueve, ya no puede volver atrás. Tal vez se trata de que, si no nos gusta la casilla que nos tocó, si estamos incómodos o tenemos miedo o necesidades o urgencias, hagamos lo posible por arreglarla y unirnos al resto de los peones. Resistencia y colaboración.