Hay algo refrescante en la sencilla singularidad de Painting with John, la serie-documental estrenada el mes pasado en HBO con seis episodios de veinte minutos de duración escritos y dirigidos por John Lurie, el entrañable dandy bohemio de casi dos metros de altura, saxofonista, compositor, actor y artista plástico de sesenta y ocho años de edad que desde hace una década, aquejado por enfermedades y acosado de manera obsesiva por un antiguo amigo que llegó a amenazarlo de muerte, decidió alejarse de todo para dedicarse a la pintura en una casa ubicada en medio del bosque en una isla del Caribe. La consigna es simple: sentado en el living de su casa frente a la cámara, pincel en mano y acuarelas prolijamente ordenadas sobre una mesa de madera, Lurie despliega su carisma magnético a través de una particular calidez con dejos de cabrón y algo de niño para sumergirse sin demasiadas estrategias en el arte de lo inesperado: “Todavía sigo buscando al adulto escondido en mi interior”, suelta en el primer episodio de la serie, y de ahí en más se dedica a hacer básicamente lo que le viene en gana. Que en su caso, la mayor parte del tiempo, consiste en pintar en silencio o contar las primeras historias que le vienen a la cabeza, o salir a tirar llantas por un barranco para ver cómo rebotan, o prender fuego una toalla que no seca, o filmar un atardecer y confesar que siente que debería decir algo poético pero no se le ocurre nada. Y esos sencillos movimientos, mezclados con reflexiones y frases nada edulcoradas sobre el arte de pintar (“Mis árboles no son felices, son miserables”), terminan generando en el espectador una conexión de intimidad inusual para la televisión actual y una inspiradora puerta de entrada a su universo creativo.

“Temo que esto dañe mi reputación en el club de los ermitaños, pero lo hice para alegrarlos un poco, así que alégrense”, escribió en su cuenta de Twitter el día del estreno, mientras que en la página oficial del programa, frente a la pregunta “¿Hacia quiénes está dirigida la serie?” respondió sin muchas vueltas: “Son comerciales de media hora para promocionar mis cuadros. La serie es para mí”. Nacido en 1952 en Minneapolis y criado en Nueva Orleans, a fines de los años setenta Lurie se instaló en el downtown de Nueva York en medio de esa incipiente escena donde el punk, el jazz de vanguardia, la no wave y la cultura hip hop se cruzaban en cada esquina con las artes plásticas entre referentes como Andy Warhol o Jean-Michel Basquiat, a quien solía hospedar en su departamento cuando era apenas un adolescente de diecisiete años de edad. Dueño de un estilo inventivo y detallista que lo llevó a poner su sello en cada uno de los proyectos en que se embarcaba, su banda de jazz The Lounge Lizards arrancó en el circuito under de escenarios como el CBGB’s para luego tocar en giras por todo el mundo, y a mediados de los ochenta arrancaría una carrera como actor que lo llevaría a participar en películas de Jim Jarmusch, Wim Wenders, Martin Scorsese o David Lynch. Y Painting with John no es su primera incursión en televisión. A su extraña manera resulta una suerte de secuela de Fishing with John, un fugaz programa de seis episodios estrenado en 1991 que también escribió y dirigió y que con el tiempo se convertiría en objeto de culto para sus seguidores: grabada junto a invitados como Jarmusch, Tom Waits, Willem Dafoe, Matt Dillon o Dennis Hopper, la idea nació como una respuesta a los programas sobre la vida en la naturaleza de moda en aquellos años y consistía en salir a pescar sin mucha idea de cómo hacerlo, todo entre diálogos absurdos y situaciones delirantes como intentar cazar un tiburón con un revolver y un pedazo de queso como anzuelo.

Las circunstancias que lo llevaron a alejarse de todo arrancaron a comienzos del año 2000 cuando le diagnosticaron Síndrome de Lyme, una extraña enfermedad derivada de la picadura de una garrapata que afectó su movilidad y sus cuerdas vocales y le impidió continuar con las giras y la actuación. A esto se sumó la inesperada situación que vivió con un artista plástico con quien comenzó una amistad que se transformaría en una pesadilla digna de un policial de suspenso: "Estoy huyendo”, confesó Lurie en una entrevista por entonces. “Nunca antes había sentido miedo de morir, pero ahora este miedo siniestro nació como un gusano deslizándose dentro mío. Es una historia increíble, un tipo que intentó suicidarse y al que ayudé, ahora quiere matarme. La policía me recomendó que me fuera una temporada a cualquier otro lado. El acoso ha sido terrorífico". Pero eso no fue todo. En 2010 le diagnosticaron un cáncer que finalmente superó luego de un feroz tratamiento: “Es difícil saber qué síntomas persisten del Lyme o del cáncer. Los efectos laterales llegan y se quedan un tiempo largo hasta que se van. A veces mi visión se arruina tanto que no puedo ver nada, o me cuesta mover las manos y tengo que detenerme en lo que venía haciendo. Pero ya estoy bastante viejo así que quejarme debe ser algo natural, y en cada momento que puedo entro en esta especie de trance donde no hago más que pintar”.

Painting with John asomó de manera inesperada como un gratificante reencuentro con Lurie luego de casi dos décadas alejado de las cámaras: “Me gusta perderme en lo que hago y sentir que la gente pueda perderse de la misma manera al experimentarlo”, contó recientemente al referirse a sus cuadros, algunos de los cuales forman parte de la colección permanente del Museo de Arte Moderno de Nueva York. Y ese mismo espíritu a la deriva es el que sostiene a lo largo de toda la serie, donde además de contar con una exquisita selección musical con material de toda su carrera (tanto con piezas de los Lounge Lizards como de sus premiadas bandas de sonido o los dos excelentes discos que grabó bajo el seudónimo Marvin Pontiac, el último en 2017 en su casa con guitarra y voz), a medida que los episodios avanzan busca la manera de poner en tensión el concepto de un programa de televisión de ese estilo, repitiendo escenas a las que en una segunda pasada agrega risas grabadas, bromeando con que los que hablan muy sueltos a la cámara deben ser psicópatas y que él mismo se siente peor persona mientras más se filma o interactuando con su asistente Nesrin Wolf y con Anne Marie, la mujer que trabaja en su casa, quienes después miran esas filmaciones en una notebook y ríen de sí mismas y, sobre todo, de él. Y aun en la distancia que toma con respecto a los lugares comunes de los programas didácticos sobre dibujo y pintura, la serie resulta en todo momento una relajada celebración de las posibilidades ilimitadas del arte y un intento de conservar el espíritu de asombro que mantuvo a lo largo de toda su carrera. “Solo poné pintura en un papel sin esperar hacer nada genial y fijate qué sale”, concluye en el último episodio, permitiéndose el único consejo que dará a lo largo de toda la temporada. “Vale la pena. Y es mejor que mirar televisión”.