La primera calle se llama hoy Juan Domingo Perón, y la segunda, desde hace mucho, (Louis) Pasteur, pero el boliche, según lo cuenta él, estaba en Cangallo y Ombú “cuando los Vázquez, con su botín de elástico/y el bolsillo hinchado de patacones, / remataban libretas en el comité de la vuelta, / al que yo acudía con los ojos agrandados por el espanto electoral, / llevado de la mano por mi tío, / el dueño de “El antiguo Almacén a la Ciudad de Génova”, / que, imperturbable y gubernista, / vendía caña de durazno al comité”.

Desparpajo y razón, lirismo y rebeldía mueven la voz de Nicolás Olivari, cuyo poemario “La musa de la mala pata” fuera entusiastamente saludado por Jorge Luis Borges y Ricardo Güiraldes (quien dijo de uno de sus poemas, “Mi mujer”, “...ha hecho Ud. una cosa viva, capaz de evadirse del libro de Ud. que la ha hecho”, y hasta le ofreció publicar en Proa, su editorial), elogiado por su renovada impertinencia, por su efusiva ira. Pocos como él cantaron a la lechería y al bar nocturno, al musicante, a los tenores e ilusionistas de los cines, al paseo del domingo y al tranvía de las dos de la mañana: “Aburrido carro de hierros económicos /.../ Un guarda metafísico que fuma / a espaldas de un espectro de inspector. / Larva retardada, el tranvía se esfuma, / dejando un parpadeante resplandor”.

Nacido con el siglo, alumno del Nicolás Avellaneda, andariego, pintor, desafió la moral pública con “El gato escaldado”, pasó del grupo de Boedo al de Florida, y luego a la gratitud porteña con su último libro “Mi Buenos Aires querido”. Frecuentó plazas, bares y mujeres y, sobre todo, amó en ellas “¡La ciudad! /.../ La ciudad tiene en sus calles a todos los países / de mi sensualidad”.

Escribió de todo: cuentos, teatro (alguna obra en colaboración con Enrique González Tuñón, y alguna con Raúl), letras de tango (uno que cantó Carlos Gardel, “La violeta”), novelas eróticas, traducciones, periodismo a montones, y ya en la década del ‘30, fue guionista de novelas para radioy para cine. Pero lo que realmente cimenta su obra son los poemarios, y especialmente los tres de la década del veinte: La amada infiel (1924) donde ironiza a un pope del Modernismo, Amado Nervo, por el suyo La amada inmóvil, de 1920, La musa de la mala pata (1926) y El gato escaldado (1929), con el cual obtuvo el Premio Municipal, en los que practicó una poesía provocadora, antirromántica, realista hasta lo casi escatológico, antiburguesa y anárquica, contra el discurso hiperliterario de la literatura, como creyendo que con ello daba vuelta la sociedad lectora de su tiempo.

Señala Sara Bosoer, profesora y crítica, quien lo ha estudiado en profundidad: “Olivari ingresa al campo literario vinculado a las zonas más desprestigiadas, carente de capital económico y también simbólico específico, y con un tipo de capital cultural desvalorizado por las zonas dominantes (se trata de zonas emergentes, vinculadas a los sectores populares inmigratorios y al mercado). En cambio, finaliza la década relacionado con la zona alta del campo, consagrado junto a la vanguardia y sustentándose con trabajos de escritura”. Y más adelante: “Que Olivari no siempre se identifique con la “vanguardia” y use la noción en diferentes momentos con sentidos y valoraciones contrapuestas sugiere más que un titubeo, operaciones estratégicas: a través de su participación en Martín Fierro disputa no solamente un lugar en la formación vanguardista, sino también en la cultura popular, zonas que /.../ se entrecruzan en su formulación y en su escritura”. Pero tampoco “se casaba” con nadie: así como se fue, dando un portazo, de la gente de Boedo, así colaboró con pocas notas en Martín Fierro y he aquí lo que pensabade la revista Proa. En 1925, en un reportaje del diario Crítica, enfatiza sus diferencias con Proa y sus lectores, a la vez que pelea por una definición de literatura y trata de anacrónicas las posiciones estéticas de la revista: “La revista Proa, dicen que es literaria. No lo creo. Es una revista aristocrática para usar adentro. En casa, en una “robe de chambre” azul con estrellitas a lo “condesa de Noailles”. Se lee a Proa entre dos tomos de Testut y las partidas de Alfonso el Sabio. Es la revista de los universitarios líricos y distinguidos que odian a la chusma de los 20.000 ejemplares y que abrochan sus raras ediciones con poemas en forma de libélula. Vale un peso. ¿Ud. sabe, compañero, qué es un peso?”. El entrevistador, que comprende a dónde apunta esta pregunta de Olivari, contesta: “Sí. Un peso es un bife con papas fritas, un vaso de vino, dos bananas y un pan”. Finalmente, Olivari agrega su queja: “le diré que Proa me rechazó dos poesías porque en ellas mi musa tenía el cuello sucio” (“Habla un tránsfuga de la Avenida de Mayo del arrabal”).

Que es lo que vemos en sus propias formulaciones, en sus manifestaciones y en sus declaraciones de principios: “El lirismo usado hasta ahora es bobalicón y miedoso. Es pura agachada de si doy o no doy. Está ya agrietado y maquillado con los abundantes coldcreams de los academicismos. Su vejez es espantosa y repugnante ante las nuevas fórmulas. Todo está en dejar a la imaginación, al alma, al corazón, a la sangre, a la virilidad, el que la tenga, decir, gritar, aullar con entusiasmo tal que aplaque el dolor de la carne abierta en la intensidad del malón espiritual. No administrar el talento en pequeñas dosis para pequeños y moribundos libros, sino darse entero, volcarse hasta la última arruga del cerebro, con la generosidad de quien sabe que hay más en la casa”. (Del prólogo --“Palabras que se lleva el viento”-- de El gato escaldado).

Anunciado antes como La musa en el asfalto, el libro La musa de la mala pata es de 1926, y el cambio de un título bastante moderno aunque desleído por este más provocador implica una decisión estética y de política lingüística evidente, la de un poeta que, en el proceso de construcción de su lengua literaria, va hacia una popularización y expresa vulgarización de la elección. Fue, tal vez, el más iconoclasta de los de su época, y su obra ayuda a redefinir a la vanguardia. Para colmo, adhirió ferviente (y coherentemente), al peronismo, y terminó, junto a Lepoldo Marechal, Arturo Jauretche y tantos otros, como uno de “los poetas depuestos”.

Mario Goloboff es escritor y docente universitario.