Toda esta historia comienza con unos ojos tapados y termina con un fanatismo voraz por las películas de la Hammer Films, la serie American Horror Story y los videojuegos de Resident Evil. "El conformismo es el opio del público", dicen que decía el español Luis Buñuel. Por eso, algo se torció entre los aficionados del cine de terror: un movimiento que generó tensión y también costumbre. Por eso, entonces, la experiencia inmersiva de los fichines de horror terminó concretando un estado de goce superior, donde el miedo es realmente personal y no se da por carácter transitivo.

Ahora bien, ¿por qué nos gusta tanto ver películas de miedo y jugar videojuegos de terror? ¿Qué hay ahí que nos imanta? ¿Por qué decidimos sufrir antes que relajar? ¿Cuál es la droga misteriosa del horror? Y, más acá, ¿qué está pasando que los videojuegos nos están dando aún más terror que cualquier otra cosa en la galaxia? Por las dudas: no, un clavo no saca otro. Por si hace falta aclararlo más en castizo: no, los videojuegos no reemplazaron las películas. Ni las reemplazarán.

En el cine, amén de la empatía y el compromiso con la historia, cuando una víctima adolescente de Jason Voorhees en Viernes 13 corre, es la víctima adolescente la que corre. En los videojuegos, cuando Sebastián Castellanos huye de Laura, la tétrica mujer araña, en The Evil Within, es Sebastián el que huye. Pero también, y sobre todo, uno: el que maneja el joystick y quien controla la situación.

A diferencia de, por ejemplo, los videojuegos deportivos, donde los jugadores no asumen el rol de participación plena: uno maneja a la máquina, que es Leo Messi, Robert Lewandowski, Erling Haaland o cualquier player de cualquier equipo. Sin embargo, en los juegos de horror, ese compromiso se mete en un nivel más subcutáneo. Si Jill Valentine choca con una montaña de escombros mientras intenta lidiar con Némesis en Resident Evil 3, es el jugador el que queda sumido en la torpeza. Por ese proceso de inmersión, el miedo se vuelve más estrecho. Y el monstruo te come a vos.

La atmósfera de los videojuegos construye un sentido inevitable: hace cagar en las patas (sabrán disculpar el uso del francés). Como cuando en The Last of Us 2, de repente, a las 3 de la tarde, un zombie sale intempestivamente de abajo de un tren en un paisaje nevado. Como cuando en The Evil Within 2, gema subvalorada de la Play 4, después de recorrer un lugar apacible, suena desde el joystick una canción de cuna mientras se siente el ulular de un Anima fantasmagórico.

Tras estos golpes de shock, el tendal de funciones químicas que dispara el cerebro nos hace sentir, por lo menos, vivos. No hay muchas cosas que nos hagan sentir tan vivos como sufrir en carne propia el terror o el sentido de la amenaza. Del Silent Hill de PlayStation para arriba, canon y fleje de esta metodología horrorífica, lo atractivo se yergue sobre ese mundo controlable. En ese punto de no retorno, en esa sensación aterradora de final constante, de no, no voy a poder, ay, qué miedo me da.

Queda ahora suspendida la constante histórica del manqueo, que se resolvía con un reseteo de consola. Acá sos tus propios pasos. Los juegos de terror, fundamentalmente los de survival horror, subvierten esa noción y la jubilan: aumentan la expectativa, le suben el volumen a lo repentino. Mientras tanto, esta nueva construcción golpea en otro punto sensible como la nostalgia. Los gamers, todavía más los millennials y generación X, están criados a puro cine de terror. No hay que hurgar mucho para advertirlo en su ADN. Y de pronto, también, sentir ese miedo es volver a un "lugar seguro": si hay cine de terror, todo va a estar más o menos bien.

¿Esta lectura puede resultar un poco romántica? Pues no, no lo es en lo más mínimo. De hecho, existe un informe de la Universidad de Indiana que examinó la conducta de unos 269 estudiantes ante los videojuegos de terror. Ahí, más de la mitad de los consultados reconoció tener miedo mientras jugaba. Que ese miedo les daba una especie de satisfacción, de alegría, de confort. Y que, en ese mismo revoleo, la interactividad y la presentación de ese miedo, lejos de convertirse en algo negativo o perturbador, les resultaba genuinamente estimulante.

Y para que siga subiendo la temperatura, un recuerdo que no se va tanto de cuadro. En los anales de la historia de la WWW, en las primeras yuntas explícitas entre cine de horror y videojuegos, Terrordrome tuvo presencia omnisciente. Se probó beta, como Rise of the Boogeyman, y aún se disfruta en Steam bajo el nombre de Reign of the Legends. Este juego de pelea rompió la Matrix con la presencia de Maniac Cop, el Dr. Herbert West de Reanimator, Candyman, Ash Williams de Evil Dead, entre otras leyendas ochenteras. Una carta de amor a los iconos clásicos. Y la chance de manejarlos con nuestros propios dedos.

Pero volvamos a los videojuegos de terror atmosféricos, esa especie de Elige tu propia aventura en los que, detrás de cada árbol, nos pueden dar una puñalada, un mordisco o un sustazo. La activación fisiológica de la adrenalina encuentra su cauce en títulos reconocidos como Until Dawn, F.E.A.R., Clock Tower, Dead Space, Fatal Frame 2, Amnesia, ObsCure y hasta en la famosísima saga Dino Crisis, entre muchos, muchos más.

Las pupilas se dilatan, el cerebro se concentra, la sangre corre vertiginosa. El corazón late y late, se contrae, se expande, se pone tieso y frágil. El sobresalto se vuelve moneda corriente. El jump scare como arma sexy, como una transferencia de exaltación que compensa ese sobresalto con una risa. Un momento odioso, pero también cotizado.

No hay sadismo, hay una experiencia ancestral. Y si el cine nos puso intensos, los videojuegos nos revolearon un control y llevaron esa experiencia aún más al hueso: nos gusta sentirnos en peligro, sin estarlo realmente. No es para todos, ni mucho menos para advenedizos. Sin embargo, como escribió Stephen King en The Shinning: "Los monstruos son reales y los fantasmas, también. Viven dentro de nosotros y, a veces, ellos ganan". Así las cosas, los rincones más oscuros salen a la luz, ahí donde el cine de miedo y los videojuegos de horror se acarician la espalda.