La apuesta fue a ciegas, a todo o nada. Y falló. Por primera vez en los 93 años historia del Oscar, los productores de la ceremonia del domingo –entre otros el realizador de Contagio, Steven Sodergergh- decidieron que el premio a la mejor película no iba a ser el último de la noche. Que ese privilegio casi centenario le cabía ahora al premio al mejor actor, quizás en la cínica presunción de que sería el momento más emotivo del show: desde especialistas del showbiz hasta apostadores de Las Vegas daban por ganador post mortem a Chadwick Boseman, el co-protagonista de La madre del blues, fallecido de cáncer en agosto del año pasado. Y que el discurso de aceptación de su viuda, la cantante Taylor Simone Ledward, iba a ser el clímax de la velada, con el recuerdo del idolatrado Pantera Negra de la saga Avengers. Pero el diablo metió la cola y para sorpresa de todos, empezando por Joaquin Phoenix, que fue el encargado de anunciarlo, el ganador fue Anthony Hopkins, que a los 83 años y siendo las 5 de la mañana en su continente, estaba durmiendo tranquilamente en su mansión de Gales. Silencio general, que ni siquiera se animó a romper –en la tradición de su personaje- el anárquico Joker, balbuceando apenas que la Academia lo recibía en su nombre. Música de apuro, títulos de cierre y todos a dormir.

En una ceremonia anodina como ninguna, marcada por las dificultades logísticas que impuso la pandemia, todo lo que podía salir mal salió mal. Y el final fue aun peor. No sólo fue anticlimático. También resultó un desaire para todo el equipo de Nomadland, la película ganadora, que por una decisión tan caprichosa como temeraria se quedó sin su momento culminante de gloria. La comunidad afroamericana, a su vez, expresó en redes su disgusto por la situación y en la mañana de este lunes el propio Hopkins, con unas verdes colinas y un límpido cielo azul de fondo, mientras se escuchaban unos pajaritos, salió desde su cuenta de Instagram a agradecer el premio y casi a pedir disculpas por habérselo arrebatado al fallecido Boseman.

En todo caso, si alguna enseñanza o dato positivo deja este “faux pas” de Soderbergh y compañía es que ni siquiera los productores del Oscar conocen el resultado de los premios con antelación. Pueden suponerlos, como sucedió con el premio al mejor sonido, que era cantado para la película El sonido del metal y que por lo tanto, en una decisión también un poco incómoda, le correspondió anunciarlo a su protagonista, el británico Riz Ahmed. Pero de ahí a acertar, y más en una categoría tan importante como la de mejor actor, y que involucraba a una estrella fallecida, ya es otra cosa.

En cuanto a los premios principales a Nomadland –mejor película, dirección (Chloé Zhao), actriz (Frances McDormand)- parecen lógicos en el contexto en el que votaron los más de nueve mil miembros de todo el globo que integran hoy la Academia de Artes y Ciencias Cinematográficas de Hollywood. Más allá de sus méritos o deméritos, que han dividido aguas en críticos y espectadores, Nomadland, aunque ambientada en la crisis social y financiera de 2008, gira constantemente sobre un tema que ocupa al mundo desde que la pandemia lo tomó por asalto: la muerte, el duelo, la necesidad de aprender a despedir a los seres queridos y seguir adelante. Es más, la película termina con una placa que parece casi un epitafio: “Dedicada a todos los que se fueron… Ya nos volveremos a encontrar en el camino”.

Desde la amiga de la protagonista (una mujer que acaba de enviudar), que le confiesa que tiene cáncer y le queda poco tiempo de vida, hasta esa suerte de Papá Noel con sombrero de cowboy que lidera como un gurú esa comunidad de nómades motorizados y le cuenta al personaje de Fern (McDormand) que nunca podrá sobreponerse al suicidio de su hijo, todo en el film de Chloé Zhao habla de pérdidas y despedidas, que la elegíaca fotografía de Joshua James Richards pinta con constantes atardeceres, como si esos viajeros trashumantes que surcan el paisaje de los Estados Unidos estuvieran aprendiendo a enfrentarse mansamente al ocaso de sus vidas.

Parecía imposible que una película –concebida mucho antes de la pandemia, hay que decirlo- con este tono enlutado pero finalmente amable, que habla de un modo un poco ingenuo de la necesidad de reconciliarse con las cosas simples de la vida, pudiera pasar inadvertida en la votación del Oscar en una temporada claramente a la baja. En comparación con la cosecha 2019, que incluyó títulos de directores de primera línea –el coreano Bong que arrasó con Parasite, más Martin Scorsese con El irlandés, Quentin Tarantino con Erase una vez en… América, Noah Baumbach con Historia de un matrimonio, Pedro Almodóvar con Dolor y gloria- la temporada 2020 fue terriblemente pobre.

Si no fuera por el clima de época que generó el movimiento #MeToo, hubiera sido impensable que una película tan gruesa, torpe y maniquea como Hermosa venganza hubiera llegado a tener cinco candidaturas (incluida la de mejor película) y que incluso ganara, como lo hizo el domingo, la estatuilla al mejor guion original para su directora Emerald Fennell. Sutilezas tampoco abundan en El juicio de los 7 de Chicago, una película del vetusto género “courtroom drama” y que entre las cuatro paredes de un estrado judicial explica a los gritos quiénes son los buenos y malos en este mundo. Es probable que de haber seguido Trump en Washington a esta realización del guionista Aaron Sorkin le hubiera ido mejor, pero con el cambio de guardia en la Casa Blanca fue rápidamente olvidada. Como de alguna manera también lo fueron La madre del blues, que cosechó apenas dos premios menores (maquillaje, vestuario) y Una noche en Miami, que no se llevó ninguno. Las tres son películas que hacen retroceder al cine hasta confines impensados: son mal teatro, mal filmado.

No es el caso de El sonido del metal, que obtuvo dos de las seis nominaciones a las que aspiraba (montaje y sonido), pero que a pesar de contar con personajes jóvenes que se dedican a la música punk no deja de abrazar el trillado esquema hollywoodense de las llamadas “películas de superación”, aquellas en las que el protagonista debe aprender a lidiar con sus limitaciones e incluso incapacidades, como le sucede al baterista interpretado por Riz Ahmed, que de un día para el otro, sin demasiadas explicaciones, se queda completamente sordo. Y que debe aprender a convivir con su nueva situación, guiado también –como sucede en Nomadland- por un veterano que también carga con sus demonios a cuestas, pero que enseña sabiamente a superarlos.

 

Son lecciones de vida que durante el 2020 nos impartió Hollywood, pero que sin embargo no supo organizar una ceremonia que estuviera a la altura de las circunstancias. Ni siquiera lo hizo en el clásico segmento “In memoriam”: el repaso de los fallecidos en el último año fue tan apresurado y fugaz que los nombres y las fotos –muchos más que otros años, por cierto- se sucedían a un ritmo imposible de seguir con atención. Eso no se les hace a quienes supuestamente se quiere recordar y homenajear.