1992. La puesta en marcha de los Juegos Olímpicos y la imponente Expo Sevilla ofrecía al mundo la imagen de una España moderna y pujante, a tono con el ingreso, unos años antes, a la Unión Europea. Mientras tanto, en la ciudad de Cartagena, la crítica situación laboral provocada por el radical proceso de reconversión industrial estaba a punto de llegar a su punto de ignición. El cierre definitivo de las fábricas y astilleros más importantes de la región, entre ellos la Empresa Nacional Bazán –fundada en 1947 para la fabricación de navíos militares–, inició una serie de movilizaciones populares cada vez más importantes, culminando con el incendio del parlamento local y la fuerte represión de la policía. Casi treinta años después, el realizador murciano Luis López Carrasco vuelve a esos hechos, recuperando memorias y reflexionando sobre el presente y el futuro a partir del pasado. El año del descubrimiento, estrenado en el Festival de Rotterdam, tuvo también su paso por la última edición del encuentro cinematográfico marplatense, en noviembre pasado, donde se alzó con el premio Astor Piazzolla al mejor largometraje de la Competencia Internacional, y forma parte de la reluciente entrega de Espanoramas (ver nota aparte).

El miembro del colectivo de cine experimental Los hijos y director de la notable El futuro –otra película que analiza un momento puntual en la historia de su país, la era de la transición democrática– estructura su último largometraje documental a partir de una enorme cantidad de conversaciones y entrevistas realizadas en un bar de Cartagena, salpicándolas con publicidades y fragmentos de noticieros de época. Las imágenes actuales fueron registradas con una cámara Hi-8, un formato semi profesional muy popular durante los primeros años 90, y el montaje utiliza la técnica de la pantalla dividida para contrastar momentos y personajes, o bien para ofrecer planos y contraplanos de manera sincrónica. El film, centrado como pocos en la palabra, pero atento también a los rostros y a la gestualidad, ofrece un generoso espacio para que trabajadores, sindicalistas, historiadores y otros ciudadanos, jóvenes y no tanto, hilvanen un discurso colectivo sobre el mundo laboral y la política, las ideologías y las esperanzas, el pasado y el presente más urgente.

“Utilizar el cine como una herramienta de búsqueda y reflexión sobre el pasado reciente español. Eso es algo que está íntimamente relacionado con la crisis económica de 2008”. Las palabras de Luis López Carrasco, en comunicación exclusiva con Página/12 desde Murcia, reafirman un concepto que los 200 minutos de su última película dejan en claro, a pesar del anclaje en eventos anteriores. “Claro que recién en 2010 llegarían los recortes más potentes, a nivel de derechos sociales. En aquel momento yo hacía películas dentro del colectivo Los hijos, pero tanto esos trabajos como los míos en solitario comenzaron a estar más ligados al contexto histórico. Esa crisis hizo que el país tal y como uno lo conocía se evaporara, y todo cambió de la noche a la mañana. A mí eso me pilla con veintinueve años. De pronto nos encontramos con un país supuestamente próspero, pero cuyas estructuras económicas e institucionales se venían abajo. Un desconcierto total, una falta de referentes a los cuales aferrarse, una sensación de catástrofe generacional. Todo eso es lo que me llevó a hacer películas sobre el pasado reciente, para intentar entender qué había sucedido.

-¿Por qué la elección de ese hecho puntual en Cartagena, más allá de la cercanía con tu lugar de origen, Murcia?

-Es interesante ese tema. Con El futuro quise discutir determinados mitos de la transición desde una perspectiva menos complaciente que la usual en los medios de comunicación, ligados al esplendor de la clase media, el hedonismo, esa reivindicación de determinados elementos de emancipación materialista e individual. Porque los años ochenta fueron también muchas otras cosas, no solamente ese entusiasmo y celebración. La reconversión industrial fue un proceso que hizo que se perdieran 800.000 puestos de trabajo y afectó a ciudades enteras. Pero es un tema que se ha tratado muy poco, reducido a algunos lugares comunes. Al comenzar a investigar recordé que siendo niño había visto al parlamento ardiendo, pero cuando pregunto ahora por esos hechos no los recuerda casi nadie. Al punto de escuchar cosas como ‘eso nunca ha ocurrido, te lo has inventado’. Esa imagen, la del parlamento en llamas, ocurriendo el mismo año de las Olimpiadas, definía un rompecabezas, un enigma, que podía hablarnos de las contradicciones de la sociedad española, pero también del proyecto europeo y la globalización.

-¿Podrías explayarte sobre las razones del uso de un formato de video obsoleto como soporte?

-El punto de partida siempre fue emplear tecnología de la época y hallar una locación que pudiera parecer de esos años, a comienzos de los 90. Es necesario explicar que, en un primer momento, la idea era escribir algunas secuencias de ficción. Pero eso quedó en el olvido cuando en los castings nos topamos con una realidad vital mucho más relevante que cualquier cosa que pudiéramos inventar. Esto es muy importante, porque si bien las personas que aparecen en cámara se interpretan, de alguna manera, a sí mismas, llevan un “vestuario” elegido precisamente para que la ropa de la impresión de pertenecer tanto a 1992 como a la actualidad. La clave era marcar un tono de época sin forzarlo, y las jefas de equipo tuvieron que hacer un trabajo muy preciso. La apuesta estética buscaba generar una temporalidad ambigua y conectar así dos crisis, la de 1992 con la de 2008, a través de las historias y vivencias de la clase social que más la ha sufrido. Que el presente ilumine el pasado y el pasado, a su vez, nos ayude a comprender el presente. También individualizar esos relatos de la crisis, que muchas veces se ven de manera colectiva y anónima. Para eso era relevante, además de los relatos, estar atentos a la comunicación no verbal, a la postura de los cuerpos, y es por eso por lo que intentamos tener unas condiciones de rodaje que permitieran cierta naturalidad, que el equipo y las maquinarias fueran poco invasivas.

-¿Eso está relacionado con la decisión de partir la pantalla en dos en casi toda la duración de la película?

-Grabamos horas y horas sin parar, e incluso diseñamos un sistema para poder cambiar de cinta sin necesidad de cortar. Al entrar en montaje decidimos privilegiar la falta de cortes, que pudiéramos ver cómo el pensamiento se articula a través del discurso en tiempo real. Incluso las zozobras y contradicciones al hablar. El uso del primer plano fue nuestro patrón guía, basado un poco en el cine de Eduardo Coutinho, y muchas escenas fueron rodadas a dos cámaras. Cuando sincronizamos ese material y lo vimos en simultáneo nos dimos cuenta de que esa doble pantalla favorecía la naturalidad, esa fluidez orgánica que queríamos darle a la película. Que el espectador pudiera estar atravesado por la experiencia de habitar ese bar.

-Es interesante que El año del descubrimiento haya comenzado en parte como una representación, aunque siempre tuviera la verdad como norte.

-Es un tema conflictivo, casi filosófico: ¿cómo registrar al otro? Me parecía razonable y hasta lógico que la película tuviera esa apariencia tan naturalista. Para mí las grandes preguntas de esta película eran dos. Por un lado, cómo encontrar a la gente. Yo soy de clase media, mis padres son médicos, en Murcia no hay grandes industrias. Entonces, ¿cómo llegar a una realidad que no conozco y evitar una mirada condescendiente o paternalista? La segunda pregunta, que me enloquecía, era la decisión de quién debía conversar con quién en la película. En el proceso, nos fuimos dando cuenta de que de la interacción de gente distinta iban a surgir nuevos temas de conversación, ideas, planteos y conflictos. Eso era lo más importante: crear las condiciones de rodaje para que aparezca lo impredecible. Esa imprevisibilidad es el gran potencial del dispositivo cinematográfico, para eso me dedico al cine.

-¿Fue muy difícil sostener el equilibrio de los relatos, de manera tal que la película no sea leída como el retrato de una derrota?

-Después del final del rodaje, pasamos dos meses y medio sin cortar un solo plano, simplemente viendo una y otra vez las 65 horas de material bruto y haciendo un mapa de ideas, intentando descubrir la estructura de la película. La veía más como una novela del siglo XIX; ese era un poco el modelo, más que otras películas. Intentamos que cada personaje tuviera un arco. Y muchas veces ocurre que se lo presenta y el espectador piensa que esa persona es de cierto modo, pero luego las sucesivas intervenciones demuestran otra cosa. Esa persona entrañable de pronto tiene un pensamiento diferente al que uno hubiera imaginado. Eso es un espejo de lo que ocurre en la realidad. Lograr ese proceso de empatía era muy importante. Finalmente, equilibrar el carácter optimista y pesimista de la película era algo que nos preocupaba mucho, aunque había una realidad que no podíamos endulzar. Las personas nos dijeron lo que nos dijeron, y no podíamos cerrar eso con un final alegre y dicharachero. Y si bien hay personajes atravesados por la desolación, no quería hacer ese tipo de cine que se complace en la miseria, que considera que las personas desfavorecidas están tristes todo el tiempo. Un ejemplo característico en ese sentido es el cine de Pedro Costa luego de Juventud en marcha. Intentamos capturar la vitalidad ciudadana, el compromiso comunitario, para que la película recoja voces dispersas cuyo principal problema es ese. la dispersión. No queríamos entrar en la nostalgia obrerista, que en muchos ambientes de izquierda está muy de moda. Pensar que España debe tener una gran industria y fortalecer su tejido sindical con recetas del siglo XX. Algo que genera mucha impotencia, porque el siglo XX nunca va a volver. Es interesante que la única voz disidente respecto de la industrialización en la película sea feminista.