No quiso ir a la escuela, no quiso aprender a leer ni a escribir, que las letras fueran animales y entonces, se verá. Y eso fueron cuando su mamá le dijo que eligiera un animal para cada letra del abecedario y que lo dibujara. Un alfabeto fáunico, un diccionario de jabalíes y perritos de las praderas, que no son perros pero que gritan como si ladraran, un mundo de preposiciones hechas con caballos, sabuesos y geografía. El verano se alimenta de la primavera dejada atrás y el enigma que plantea el aliento del animal jadeante no pierde movimiento ni olor en los dibujos de Rosa.

Nació en el sur de Francia, en Burdeos, su padre, pintor y devoto del sansimonismo osciló crianza entre el incentivo por el arte y el abandono (armó vida afuera y volvió al hogar cuando la mamá de Rosa murió), después la familia (sus dos hermanos y su hermana también pintaban) se mudó a París donde Rosa, a quien le gustaba fantasear con un linaje exótico, visitaba el Louvre a diario para pintar a los animales de sus artistas preferidos -Rubens, Géricault, Poussin-. Pero sus excursiones de carbonilla no se limitaban a los salones del museo, también, y como si continuara el recorrido campero de su infancia, se colaba en ferias de ganado, mataderos y en las clases de anatomía comparada de la facultad de veterinaria. 

A Rosa le interesa el cuerpo y su artilugio. Sus diseños previos de caballos, bueyes y demás seres de su zoológico abierto estaban dibujados con minuciosos detalles reales, el animal elegido por las manos de Rosa llegaba vivo al papel. Usaba el pelo corto, fumaba, vestía pantalones y si le decían que, así como lucía parecía un varón solía responder que ella era el más muchacho entre todos los muchachos. Nada debe haber sido fácil ni sencillo sin embargo las crónicas destacan el carácter enérgico de Rosa capaz de vivir su vida y cruzar las convenciones de la época sin demasiados embates, un cruce social que incluye un permiso de la policía (que renovaba cada seis meses) para poder usar pantalones en festivales de ganado con el fin de mitigar su “condición femenina”.

A los catorce años conoció a Nathalie Micas, dos años menor, su primera novia y con quien compartió pinturas y hogar hasta que Nathalie murió en 1889. Después se enamoró de Anna Klumpke, la pintora estadounidense con quien vivió hasta su muerte.

Expuso por primera vez en 1843, fue condecorada con la Orden de la Legión de Honor y, destacada como “la pintora de animales”, es reconocida como una de las pintoras realistas más famosas del siglo XIX desafiando cualquier principio sobre la “pintura femenina como entretenimiento”. Murió en su casa de By, una antigua comuna francesa, donde convivían lienzos, esculturas, óleos y animales. Mirar el pelaje pintado por Rosa nos muda a la intemperie ranchera. Graneros a lo Carson McCullers o Flannery O' Connor, alfalfa de un Winesburg, Ohio, galo donde no se pierden los caballos porque la escena del horizonte parece trazada en anticipación por John Ford. Con el mundo animal de Rosa entra el aire cuando las ventanas faltan, un mirador ideal para Sitwell Sacheverell que tenía un perro con hocico de león; con el mundo animal de Rosa el pasto se vuelve punto cardinal del color igual que en La mujer de los perros, la película de Laura Citarella y Verónica Llinás. Un silencio matinal refulgente que patrulla el sonido negro y blanco de la noche.