La concepción de la literatura como “palimpsesto” y los principios teóricos del psicoanálisis acerca de un sujeto atravesado por la falta que es la falta en el lenguaje, son los hilos guiadores de la lectura de los textos borgeanos que llevan adelante los autores. 

La cuestión del “otro”, el semejante, la dimensión imaginaria o especular, en articulación con el “Otro” de la cultura, el “Otro” simbólico, aparece como constitutiva en la ficción y la poesía de Jorge Luis Borges. Escritura realizada sobre la red de los textos universales, la escritura del maestro argentino propone distintas aristas que permiten un itinerario posible en su obra: la novela, lo femenino y la relación con la política. 

La existencia de novelas imaginarias en los cuentos borgeanos, comentadas por un narrador homodiegético, implica una teoría de la novela y funciona como verdadero homenaje a los novelistas. Asimismo, la construcción de un sujeto femenino atraviesa la obra borgeana: mujeres idealizadas, admiradas y sublimadas y mujeres degradadas, “cautivas”, objetos del deseo masculino, conforman una galería de nombres e historias que sustentan la trama de muchos de sus relatos más famosos. Por último, y sobre su conflictiva relación con la política, puede vislumbrarse una explicación que tiene que ver también con “el otro”.

Novela, mujeres y política

Borges y la novela, Borges y las mujeres, Borges y la política, parecieran ser las aristas de una problemática posible de leer en los textos de este gran escritor que optó por la sublimación y el artificio, por el desvío hacia el mundo platónico de las matemáticas y las especulaciones lógicas, laberinto donde jugó sus mejores espejismos y geniales intuiciones que asombraron, y asombran aún, no solamente a críticos literarios y lectores, sino a científicos y filósofos.

La concepción de la obra literaria como arquitectura, que demanda del constructor un tiempo precioso, notable en Proust y en Joyce, aparece ejemplificada en “El jardín de senderos que se bifurcan” (Ficciones, 1944), donde uno de los personajes se retira a “construir un laberinto” que, al cabo de los años y de las investigaciones detectivescas del protagonista, resulta ser una novela. Estas “construcciones” tienen sin duda un punto de partida caro a Borges: La Divina Comedia, verdadero edificio verbal, concebido y ejecutado por un genial arquitecto. De este modo, el laberinto, el dédalo borgeano, desde el antecedente dantesco, se acerca también al dédalo joyceano y, de un modo sutil y fantasmático, al mundo de otro gran constructor: Marcel Proust, quien se “retira” para escribir una obra monumental, en la que invirtió todo el tiempo que le quedaba de existencia, sustituyendo vida por escritura.

En los cuentos “Examen de la obra de Herbert Quain” y en “Pierre Menard, autor del Quijote”, ambos de Ficciones, se plantea la cuestión de la construcción metódica, obsesivamente planificada de una novela a la que el escritor dedica años de su vida. Borges pone así al descubierto el proceso escritural del novelista, muestra su preocupación por el “hacerse” de una novela y su relación con los lectores y elabora de este modo una teoría de este género literario.

Las lógicas amorosas (analizadas por Freud en dos artículos, uno, de 1910, denominado “Sobre una particular elección de objeto en el hombre” y el otro, de 1912, titulado “Sobre una degradación general de la vida erótica”) constituyen en Borges motivos recurrentes donde aparecen paralelismos y oposiciones. Hay una galería de mujeres idealizadas, cultas señoras de la alta sociedad, que reciben las dedicatorias del escritor Borges, quien a menudo las ficcionaliza en sus cuentos para crear personajes femeninos complejos como Beatriz Viterbo o Teodelina Villar en el libro El Aleph (1949) o Delia Elena San Marco en El hacedor (1960) con las cuales es imposible el encuentro sexual por la alta posición de estas damas o porque están comprometidas con otro hombre. Innumerables obstáculos se interponen entre el amante y la amada y, por último, irreversiblemente, irremediablemente, se interpone la muerte. Otra galería femenina muestra a tristes y grises mujeres del pueblo, a menudo humilladas, olvidadas y ofendidas que se alejan del ideal de la mujer virtuosa, ideal que ocupa, en última instancia, su propia madre, Leonor Acevedo Suárez. Cautivas, prostitutas, milongueras del arrabal hablan de aquello vergonzoso y prohibido y que este escritor, de acuerdo con su educación tradicional y conservadora, pretende sublimar, aquello que implica la relación sexual, la presencia del objeto prohibido que no deja de evocarle la figura materna, lo que conlleva el horror al incesto y su castigo edípico: la ceguera. Se hace necesario entonces buscar el placer en los lugares más alejados de esa figura venerada, en los lugares que solamente pueden brindar las mujeres disminuidas, a menudo degradadas, quienes cumplirán simplemente una función: la de objeto, y con las que es posible el placer carnal.

El acto y la iniciación sexual aparecen en varios cuentos borgeanos teñidos de violencia y crueldad, como son el caso de “Emma Zunz”, “La noche de los dones”, “La intrusa”, “Hombre de la esquina rosada”, “Biografía de Tadeo Isidoro Cruz (1829-1874)” e “Historia de Rosendo Juárez”.

Ciertos sectores de la sociedad argentina consideran la historia como un tejido de conjeturas y conspiraciones, una trama de redes insondables, como si fuese el simétrico reflejo de especulaciones y cartografías logísticas y no de un acontecer movido por la dialéctica social. Esta concepción conspirativa y elitista de la historia puede leerse en el texto “Los conjurados” en el libro del mismo título de 1985, donde se muestra cómo las sociedades secretas rigen el mundo. Borges sueña en ese texto con un mundo sin fronteras (ideal universalista), pero donde no aclara cómo sería ese mundo, si igualitario o jerárquico, o un lugar utópico, pacífico y edénico. Las conjuras y traiciones, unidas a la venganza pueden rastrease en toda la obra del escritor argentino. Recordemos algunos cuentos de Ficciones como “Tema del traidor y del héroe”, “La forma de la espada”, “Tres versiones de Judas”, o de El Aleph como “El muerto”, “Emma Zunz”, “Los dos reyes y los dos laberintos”.

La traición es el pecado más atroz para Dante Alighieri quien la representa en el vértice último del noveno círculo infernal, precisamente en la boca de Lucifer. Borges, gran lector de La Divina Comedia, lo sabe y sabe también que la traición implica una traición a uno mismo, un movimiento especular y mortífero que no conoce la pacificación de la Ley simbólica, que modera las relaciones imaginarias. Ante la intemperie de la Ley simbólica, la Argentina del siglo XIX y principios del XX, quiso ordenarse de acuerdo con el ideario liberal y moderno propiciado por Domingo Faustino Sarmiento y la llamada generación del 80, pero lo reprimido retorna y el acuerdo social cede lugar a las pulsiones del amor y el odio donde también se inscribe esa pasión argentina: la amistad. Esta realidad puede verse en la película, casi un grotesco a la manera de Armando Discépolo, No habrá más pena ni olvido (1983) de Héctor Olivera, basada en una novela de Osvaldo Soriano. Los impulsos agresivos surgen enmascarados de fraternidad. Los cuchilleros con nombres idénticos, como aquellos Juan Muraña, Juan Moreira, Juan Almanza y Juan Almada, protagonistas de duelos criollos representan a los hermanos o pares violentos. Los inmigrantes vistos con desdén y desconfianza, son los “otros” repudiados del platónico universo borgeano.

En Jorge Luis Borges están presentes las dos vertientes del “otro” de Jacques Lacan: el “otro” con minúscula, es decir, el semejante, lo especular que nos devuelve el propio rostro reflejado en ese “otro”, la parte rechazada de uno mismo, como tan bien lo muestra el cuento “Hombre de la esquina rosada” de Historia universal de la infamia (1935) donde el compadrito Rosendo Juárez, a pesar de que su mujer, la Lujanera, le ofrece el puñal para que salga a pelear, se resiste a enfrentarse al retador a duelo Francisco Reales, el Corralero. 

Esta situación se revela en un cuento posterior: “Historia de Rosendo Juárez” (El informe de Brodie, 1970) en el cual el mismo Rosendo, convertido en narrador personaje, explica al narrador-Borges, el por qué de su negativa a enfrentarse con el otro guapo, decisión que tuvo que ver con la propia mirada y con el reconocimiento de sí mismo en el semejante: “En ese botarate provocador me vi como en un espejo y me dio vergüenza. No sentí miedo; acaso de haberlo sentido, salgo a pelear. Me quedé como si tal cosa.” (1998:38). El “otro” con minúscula constituye la relación imaginaria, no mediatizada por el lenguaje, la relación directa de un yo a otro yo, el “yo” como el lugar de las identificaciones imaginarias del sujeto, una relación mortífera y paranoide con el prójimo, ya que el individuo, cuando no media la función pacificadora de la palabra, presupone que el “otro” se quiere apropiar de sus pertenencias, despojarlo de lo que es suyo. 

Es así como el Corralero, que es del norte, va a buscar a Rosendo a un barrio vecino para desafiarlo y provocarlo porque las mentas o sea los dichos y la fama afirman que “se tiene por bueno con el cuchillo” y no es cuestión de que el otro lo destrone en la consideración del malevaje. En la lucha de lo imaginario es la propia agresividad que retorna desde el congénere. En cambio el Otro con mayúscula, es decir, el lenguaje, en Borges está representado por la biblioteca, por los libros, por las obras de la literatura universal, por el legado de sus “mayores”, un Otro que está barrado, o sea, siempre incompleto, atravesado por la imposibilidad de cerrar el conjunto de los significantes. El Otro con mayúscula, lo simbólico, posee la función mediadora, pacificadora de la palabra e implica una distancia entre los cuerpos, aun cuando lo simbólico conlleve a la vez una segunda vertiente que es perturbadora y portadora de la culpa, el auto-reproche, la conciencia moral, la neurosis. 

En ese universo del Otro con mayúscula están los nombres, las cifras, las citas, los autores, la historia de los antepasados, la genealogía. Cuando le preguntaban a Borges si él había escrito tales o cuales poemas, respondía que no había sido él quien los había escrito, sino sus mayores, la literatura misma. En este sentido Borges considera al escritor como un médium, un intermediario a quien los otros y la cultura, el gran Otro, le dictan las palabras, las cadencias, los temas, los motivos, la respiración de los textos. Esta cuestión se evoca en el título de su predilecto libro de poemas: El otro, el mismo, de 1964, en “Borges y yo” (El hacedor, 1960), “El otro” (El libro de arena, 1975), “Juan López y John Ward” en Los conjurados, de 1985.

(Fragmento de la introducción del libro "Novela, mujeres y política": p. 11-13)

(*) Escritora. Profesora en Letras. Premio Casa de las Américas de Cuba 1993 por “Augustus”. Premio Internacional “Novelas Ejemplares”, Universidad Castilla La Mancha y Ed. Verbum, Madrid, 2020.

(**) Escritor y psicoanalista. Ha publicado libros de poesía, ensayo y novela.