Las rosas de Mara lo escribí en un solo acto, una tarde muy larga sin plan ni intención.

Había salido a caminar para ver un poco el mundo del otro lado del encierro y me perdí por las calles que en otoño se vuelven hojas. Sin pensar tomé por la senda angosta que bordea la barranca, un pasaje peatonal con jardines que daban al ancho espacio que abajo abría la avenida. Sobre esta callecita todas las casas tenían jardines, pero no eran ostentosos como la mayoría de ese barrio, todo se parecía un paraje de otro tiempo, cuando el lugar era un pueblo lejos de la ciudad y había que ir en carreta para llegar a cualquier parte.

Iba distraída y entre la monotonía de los jardines, uno se destacó. No era más grande ni más pretencioso que sus vecinos: era diferente. Su particularidad hubiera pasado inadvertida sin un poco de predisposición porque, como los demás, tenía muchas plantas y algunas flores, de esas que aparecen en otoño con el único afán de desafiar al frío. Sin embargo este jardín tenía algo que los otros no. Tenía rosales. Muchos, de todos colores, más grandes, más chicos, ubicados describiendo arabescos sobre la tierra prolijamente barrida a su alrededor. En este jardín había cientos de rosales. Cada uno protegido de las hormigas por unas tazas circulares en la base del tallo, como aros dobles cargados de agua para impedir que los devoraran, y estaba bien eso, porque una caravana semoviente de pétalos caídos eran laboriosamente transportados hacia un hueco oscuro entre dos hojas de aloe.

Recorrí con la mirada el lugar, había algo que me resultaba familiar, entonces me detuve a mirar el resto de la casa. Todo era particular, diferente de una manera sutil, difícil de describir, se distinguía en los detalles que dejaban adivinar la intención de cada gesto. Una piedra coronando un cantero, malvones blancos cerca de la Santa Rita, la azalea en el centro esperando en silencio la primavera, que supuse de un color intenso para contrastar con la blancura de los jazmines que tenía a cada lado. Cerré los ojos y traté de imaginar cómo se vería en septiembre ese jardín lleno de fragancias y colores. De pronto un aroma a incienso y chimenea me trajo recuerdos que nunca tuve y ya no supe si estaba imaginando, recordando o si eso que pasaba era real.

Entonces la puerta se abrió y desde la penumbra interior del atardecer que ya sesgaba las sombras, apareció ella: la señorita Mara. Con muchos años más que entonces, cuando la conocí. Habrían pasado cuarenta desde la última vez. La recuerdo muy alta, parada junto al mástil del patio, cuidando que llegáramos lo mejor posible al terminar el recreo. Sus ojos eran tan claros que me daban cierto temor, tal vez porque su voz cenicienta conjugaba con el gesto siempre serio, y entonces los ojos me miraban desde muy lejos y ahí a mí me daba miedo. Siempre trataba de andar lejos de ella y me alegraba que mamá me hubiera cambiado de grado. Igual parecía que la querían, parecía digo, porque ahora no sabría si aquello, lo mismo que yo creía sentir por mi señorita, era cariño o mandato: a la señorita había que quererla, sin discusión. No importaba, por ejemplo, que muchos años después me diera cuenta que la otra, mi señorita, había ejercido una especie de tortura física y psicológica al sentarme a la derecha de mi compañero de banco, que él no pero yo sí, escribía con la mano izquierda. Así estuve a los codazos, luchando entre manchones de tinta y letras que balbuceaban sobre el cuaderno porque no lograban encontrar la manera de ser mejores. Las marcas de aquéllos años, indelebles, imborrables, perennes.

Pero ahora Mara estaba frente de mí con los mismos ojos claros y más lejanos que en el recuerdo. Volví a dudar si era realidad o fantasía, porque avanzó por el jardín sin verme, sin mirarme. Pese a los años que calculé que tendría caminaba altiva todavía. Llevaba guantes para protegerse de las espinas y en una mano traía unas tijeras de podar, pequeñas, en la otra una banqueta que acomodó frente a un rosal. Se sentó y empezó a desbrozar las hojas mustias, los tallos flojos. Todo lo hacía muy despacio. Yo estaba absorta mirándola, como suspendida en el tiempo. Era tan precisa en su tarea que desde mi perspectiva todo se veía fácil, y fue en ese momento cuando sin mirarme, me habló. Seguía trabajando en sus rosas mientras con la misma voz de mi recuerdo empezó a contarme algunas cosas. Al principio pensé que era una alucinación que estaba viviendo, no podía estar esa tarde helada de julio frente al jardín de la casa de Mara, mientras ella me contaba cómo era mejor podar un rosal y me hablaba de la vida y de mi infancia. Pero había cosas que en esa fantasía eran reales, porque la tarde siguió hacia la noche, el frío se puso intenso y yo, al cabo de un minuto eterno, iba llorando camino a casa. Llevaba una cajita llena de pétalos, la receta del dulce de rosas y la certeza de este cuento.