La historia oficial, que a lo largo de los años ha ido cambiando de nombre e incorporando metodologías novedosas pero sigue siendo en esencia la misma que fundaron Bartolomé Mitre y Vicente Fidel López, es la que escribieron los vencedores de las guerras civiles del siglo XIX y su espíritu no pudo sino reproducir la ideología oligárquica, porteñista, liberal en lo económico y autoritaria en lo político, y anticriolla de aquellos cuyo proyecto de país estaba resumido en el dilema sarmientino entre “civilización”, lo europeísta-porteño, y “barbarie”, lo criollo-provincial.

Estaban convencidos del país que querían y lo llevaron adelante sin reparar en medios. Guiados por abstracciones importadas como “orden y progreso” cuyas acepciones poco y nada tenían que ver con lo nacional, diseñaron una sociedad a imagen y semejanza de las naciones poderosas de la época y copiaron sus instituciones y sus cartas magnas sin reparar que ellas respondían a circunstancias e idiosincrasias ajenas a las raigalmente nuestras.

Para llevar a buen puerto ese proyecto de organización nacional consideraron imprescindible renunciar a lo criollo y a lo hispánico que constituían la identidad medular de lo argentino. Sus ideólogos, en especial Sarmiento y Alberdi, bregaron por la transformación de la Argentina en lo que no era pero que ellos consideraron que debía ser. Debieron enfrentar una dificultad supina: sus habitantes, la plebe, según su concepción, no servían para el proyecto “civilizador”.

El redactor de nuestra Constitución Nacional escribió, en comparación con la raza anglosajona : “Ella está identificada al vapor, al comercio, a la libertad, y nos será imposible radicar estas cosas entre nosotros sin la cooperación activa de esta raza de progreso y de civilización”. Es este concepto la clave de las políticas inmigratorias de nuestra “clase decente’, como se llamaban a sí mismos: sustituir la raza insubordinada y por ende descartable por otra mejor, más maleable a partir de su necesidad de encontrar un lugar al sol lejos de sus hogares.

Es conocida la terrible condena sarmientina sobre los gauchos y el abono de la tierra en su carta a Mitre del 20 de septiembre de 1861después de Pavón. Pero no se trató de un exabrupto pues insistiría en 1866, en un discurso en el Senado: "Cuando decimos “pueblo” entendemos los notables, activos, inteligentes: clase gobernante. Somos gentes decentes. Patricios a cuya clase pertenecemos nosotros, pues, no ha de verse en nuestra Cámara ni gauchos, ni negros, ni pobres. Somos la gente decente, es decir, patriota". Eran los unitarios de siempre que ahora se habían rebautizado como “liberales”.

Luego de la tragedia de Navarro, los unitarios se lanzaron al exterminio del gauchaje federal. Dicha matanza se repitió, amplificada, cuando Urquiza entregó a Mitre el triunfo en Pavón. La propuesta fue más allá del aniquilamiento físico y apuntó a la extirpación cultural, también psicológica, de todo aquello que oliera a plebeyo y nacional, identificado con barbarie. Se estableció así una condición esencial de la sujeción argentina a intereses ajenos a los patrióticos en complicidad con su dirigencia política y económica. Sus “socios interiores”.

Ese diseño es el que se prolonga hasta nuestros días, con las variaciones impuestas por épocas y circunstancias, y a su calor se desarrolló la historiografía que le era funcional, sustentada por ceremonias escolares, marchas patrióticas, libros de texto, cátedras universitarias, academias y el dominio de los mecanismos de prestigio y de financiación.

Contra esa versión tendenciosa surgió en el pasado el “revisionismo histórico”, la historia nacional, popular y federal cuyo primer antecedente puede encontrarse en el Juan B. Alberdi que había regresado del elitismo: “En nombre de la libertad y con pretensiones de servirla, nuestros liberales Mitre, Sarmiento o Cía, han establecido un despotismo turco en la historia, en la política abstracta, en la leyenda, en la biografía de los argentinos”.

Luego vendrían Saldías, los representantes del revisionismo católico conservador como Ibarguren y los hermanos Irazusta, luego sería el turno del progresismo de Pepe Rosa, Jauretche, Scalabrini Ortiz, Fermín Chávez incorporados al peronismo, y los de la izquierda nacional, Ramos, Hernández Arregui, Cooke.

La diferencia entre las historiografías es la interpretación que se da de los hechos y personajes. La historia nacional, popular y federal, como prefiero llamar al revisionismo, los observa desde los sectores populares, mientras que la liberal u oficial lo hace desde la óptica de los sectores dominantes. Ya Dalmacio Vélez Sarsfield criticaba a Mitre que el verdadero protagonista del Éxodo Jujeño fue la “plebe” y no Belgrano. La verdad histórica impone que el éxito de las jornadas de Mayo se debió a la activa participación popular encolumnada en los “infernales” de French y Beruti que decidieron con patriótica prepotencia quiénes participarían del decisivo cabildo del 22 de mayo. Otro ejemplo es que mientras para el conservadurismo historiográfico el Centenario es una fecha para celebrar, el revisionismo denuncia las pésimas condiciones en que el pueblo vivía, explotado, reprimido y sin leyes sociales.

El dominio político económico del liberalismo criollo hizo inevitable que los jefes populares como Rosas, los caudillos provinciales y altoperuanos, Dorrego, Artigas, Güemes, Juana Azurduy, también el Alberdi final, el Pellegrini industrialista, las sufragistas o el Sáenz Peña americanista, asimismo el populismo antiimperialista de Irigoyen y la revolución social de Evita y de Perón queden postergados o jibarizados en la historia oficial a expensas de la exaltación de las muchas y muchos funcionales al proyecto desnacionalizador, porteñista y autoritario.

Es cierto y loable que la historia oficial haya ido incorporando de buen o mal grado aspectos cuya ausencia u opacidad le fueron señalados por el revisionismo, como el decisivo papel de los gauchos, de los pueblos originarios, de los afrodescendientes. También poner en superficie el papel de la mujer, aunque mucho queda por hacer en este sentido, como lo demuestra el callejero de la ciudad de Buenos Aires, espejo de los honores de nuestra historia: sólo el 3 por ciento de sus calles lleva nombre de mujer. Pero su esencia es inmutable: la historia social, revela Halperín Donghi, “se propone ilustrar y enriquecer, pero cuidando de no ponerla en crisis, a la línea tradicional”.

Se pretende la descalificación de los cuestionadores de la historia consagrada por “hacer política”, como justificase Macri la clausura del Instituto Dorrego. Ello es negar, por ingenuidad o malevolencia, la fuerte pregnancia ideologizante de la historia oficial oculta detrás de su naturalización, porque, por ejemplo, si honramos al Rivadavia de la entrega de la Banda Oriental, del préstamo Baring, de la Famatina Mining y del Banco de Descuentos con la avenida más larga del mundo, ¿qué castigo pueden temer quienes nos endeudaron corruptamente a lo largo de gobiernos militares y constitucionales?

 

“La falsificación (de la historia) ha perseguido a través de la desfiguración del pasado que los argentinos no poseamos la técnica, la aptitud para concebir y realizar una política nacional” (A. Jauretche).