Dice que está atormentada. Tal vez no sea ella sino Kantor que resuena en ese polaco que apenas susurra mientras otra mujer, interpretada por Agustina Muñoz, la increpa como si fuera su propia conciencia para sumar al espectro del director teatral muerto un alma joven que punza con sus palabras otro desdoblamiento, esa marea de la invocación que obliga a pensar una obra ajena como propia, a crear sobre ella de modo tan extremo que la presencia en escena de Mariana Obersztern opera como interferencia. 

Los personajes se precipitan, un poco desairados, como olvidados en el tiempo de Wielopole.  Ellos se desatan en la poesía teórica de Tadeuz Kantor, van hacia el lenguaje como una forma desintegrada, que se desvía y olvida el principio. La imagen los retiene en ese universo polaco del destierro, en esa realidad que a Kantor le servía como materia plástica. Pero la vida no debía ser llevada al teatro como reproducción, los datos y objetos debían aislarse, desentendidos de su contexto, permeables a los sentidos propios del mundo escénico. El objeto era para Kantor una presencia que ponía en crisis la figura del actor pero también un elemento gracioso sobre el que era imprescindible investigar. La vida en el teatro se expresaba en la ausencia de vida. En esos inventos que Obersztern hace aparecer como máquinas antiguas de una vanguardia que todavía pretende sobrevivir. En su rareza se despierta una teatralidad inédita para este tiempo, tan visual como delirante, tan próxima a una actuación que se pulveriza en personajes que sueltan parlamentos que los desbordan.

En las imágenes encuentra Obersztern la escritura de Kantor, con esa música que parece una versión melancólica de la orquesta de Emir Kusturica y los actores y actrices cargando muebles, dejando que sogas y correas desplacen los objetos como si se pudiera encontrar un alma en la respiración de las cosas. 

Kantor aparece en esta invocación como una inspiración que la misma directora se preocupa en desarmar en el instante que se vuelve efectiva, para entrar en una ironía poco indulgente con esa aproximación a la trama imponente y tempestuosa de Wielopole. Ella siente que los personajes del artista polaco viajaron en el tiempo para reclamarle algo, tal vez su queja tenga que ver con la distancia que va desde esa creación inicial al momento en que Obersztern decide ir hacia Kantor, segura que en él no hay un método que pueda reproducirse. Entonces la tarea la implica en escena como si no pudiera dejar de poner las manos en esas imágenes que no sabe si le pertenecen o salieron del Teatro de la muerte y ella no puede pararlas. Porque en esta invocación se produce una aventura espiritista donde ese manifiesto que Kantor dejaba caer en la hoja como pisadas, sentencias del último vanguardista, tan oscuras porque hablaba de la guerra donde surgieron los embalajes y la idea del cuerpo como una cosa que se traslada con su vida a cuestas, ese libro que es pura atracción, parece funcionar en Obersztern como una especie de médium. 

La acción que Kantor arrancaba de la escena está en Obersztern cuando al traer a Kantor con sus artefactos hablantes realiza un montaje donde nos dice que la vanguardia es futuro, que esa forma de pensar la escena está adelante y no atrás porque en esos espacios que se desarman, en esa chica de vestido bordó que la persigue y la cuestiona como una furia, está la escena como un terreno exterminado que no pide una reconstrucción, sino ser habitada por elementos ajenos, insólitos, robados de otros lenguajes para contarla en el instante de su realización. Esto es el Kantor de Obersztern una obra que se hace mientras se la piensa, mientras la misma directora no sabe muy bien lo que dice. ~

Kantor se presenta los viernes a las 20 y los sábados a las 21 en el Centro Cultural San Martín.