El jueves de 12 de agosto cumplió 200 años la Universidad de Buenos Aires, una de las instituciones con más peso en la República Argentina. Se trata de una institución extraordinaria, con una trama educativa, científica, social que transitan decenas de miles de personas a diario, que sostienen tantos docentes que trabajan allí (a veces gratis o por poquísimo dinero) y que además les ha cambiado la vida a varias generaciones de argentinos y argentinas. Es un gran orgullo y la facultad más grande de América Latina, con más de 320.000 alumnos. 

Muchxs dicen que la universidad te marca para toda la vida. Y seguramente sea así: si la secundaria deja huellas, me imagino la universidad. Los exalumnos de la UBA que conozco suelen siempre hablar de cómo los han determinado sus pasillos, las colas para hacer trámites, las aulas frías (superpobladas o desvencijadas), los bares, las asambleas, las tomas, las fiestas. 

La UBA es un fenómeno complejísimo gracias al cual muchos hijos de taxistas, zapateros, almaceneros, plomeros, albañiles, mecánicos, peluqueras, empleadas domésticas, y una larga lista de etcéteras pasan a ser los primeros del árbol genealógico familiar en tener un título universitario. Cuando se menciona su rol como facilitador de la movilidad social ascendente, se habla de esto que dicho así quizá suene como un concepto teórico frío, pero cuando una familia lo experimenta, se vive de un modo tan cálido, tan amoroso, que es imposible que no se genere un vínculo de eterno agradecimiento con la institución y en definitiva, con el país que la sostiene. 

Eso es la educación universitaria en Argentina, un hecho tremendamente democrático. En particular, la UBA es única en el mundo no solo por esto, sino porque su acceso irrestricto es el que les permite a esa marea de hijos de laburantes llegar con el sueño de pegar el salto. La educación superior argentina (y ya no solo en la UBA) es algo maravilloso porque gente que en otros lugares seguramente terminaría excluida, aquí con esfuerzo y ganas, tiene la posibilidad de ser incluida en algo. Esto me parece importante, además, porque no es solo la misma educación para todxs, sino que es el mismo hábitat, son los mismos amigos, las mismas voces, las mismas discusiones y las mismas profesiones que un hijx de empresario que vive en un superpiso de Av. del Libertador comparte con alguien que no nació en una familia con esa seguridad económica. 

Debo confesarles que para mí es una asignatura pendiente tener un título universitario. Ojala algún día pueda lograrlo y de ser así desearía que fuera de la UBA para llevarlo con orgullo como tantas personas, amigxs y egresadxs que conozco. En la época en que era joven, la posibilidad del acceso a unos estudios superiores era impensada. Yo ya había iniciado mi transición y una travesti en la universidad no era algo común de ver. Siempre hablamos de los prejuicios que se vivían en esos años: no podías caminar por las calles vestida de mujer, mucho menos creer que podías ir a la universidad. La primera trans que conocí que iba a la universidad fue Cris Miró. Ella estudiaba odontología. Cuando trabajamos juntas, me contaba lo difícil que se le había vuelto ir a cursar cuando avanzó su transición. Con los compañeros no tenía problema, el tema era con los profesores que remarcaban siempre su nombre de nacimiento y su incomodidad frente a las personas. Ella nunca se recibió. ¡Cómo habrán cambiado las cosas, que hoy facultades como las de Sociales o la de Filosofía y Letras de la UBA tienen aprobado el uso del lenguaje inclusivo y reconocen la validez de este en las producciones de cualquier otra índole que se generen en sus claustros! 

¡Por 200 años más de UBA y porque todas las universidades públicas de nuestro país sigan siendo generadoras de cambios, y que cada vez más personas puedan ser incluidxs! ¡La educación siempre será la mejor herramienta para lograr la igualdad y el desarrollo!