Tomo una lancha colectiva por el río Luján hasta el muelle de la casa Masllorens, una fastuosa muestra del Modernismo catalán diseñada por un escultor del equipo de Antoni Gaudí, el famoso Josep Llimona, quien vino al delta de Tigre en 1922. Me recibe María Mercedes López, alta y esbelta con dos gruesas trenzas rubias hasta la cintura: en los '90 fue modelo de Sedal y luce destellos vívidos de frescor juvenil.

Al entrar al living nos sentamos en sillones frente al enigmático ventanal, un círculo casi completo de cuatro metros de alto que arranca en el suelo, subdividido por radios de hierro en abanico cruzados por curvas. El Modernismo copiaba la naturaleza y esta es una telaraña gigante. Siempre que navego frente a esta casa, la sigo con la mirada girando el cuello hasta perderla. El magnetismo de ciertas obras de arte varía ante cada quien: en el caso de María, verla por primera vez fue no poder dejar de mirarla nunca más:

--El 19 de agosto de 1990 pasé frente a esta casa hacia un almuerzo y le dije a mi hijito Antú: “tu cumple lo vas a pasar ahí”. Yo iba con las patas colgadas sobre el agua llorando por un novio; al verla, se me pasó todo. Durante la comida averigüé dónde podría llevar al colegio a mi nene en las islas y a la vuelta dije: “si no me dejan bajar, me tiro”. Ya era de noche. Atracamos y me acerqué para bordearla hasta la escalinata del fondo, acariciando su contorno con los dedos. Apareció el casero Mancilla y me iluminó la cara con una lapicera-linterna. Le dije que la quería comprar. Nos hizo entrar y al ver desde adentro el ventanal bordeado por el vitraux de uvas y hojas, me temblaron las piernas: ¡quedé atrapada en la telaraña! El corazón me latía como cuando te enamorás de alguien. Me dijo que volviese a almorzar al otro día y nos fuimos. Yo vivía en Temperley: al llegar a la guardería pedí dormir en el yate con Antú, mecidos por el agua. ¿Ves ese gong chiquito? Esa noche me lo robé: quería quedarme con algo de la casa. Al día siguiente lo dejé en su lugar. Recorrí los ambientes casi destruidos y me puse a ordenar todo, como si ya fuese mía. Saqué 36 fotos y tomé el tren. Los dos fines de semana siguientes me instalé acá mientras negociaba. Mancilla --que se chupaba todo-- me enseñó a tomar vino tinto, a ser isleña. En 20 días malvendí mi casa en 30.000 dólares y mis cuatro vehículos de transporte escolar, compré esto y me mudé con Antú: el 12 de septiembre le celebré sus cinco años acá.

María era madre soltera y abrió una hostería: “creí que había comprado solo la casa pero eran siete hectáreas; cuando las desmonté a machetazos, descubrí las estatuas y una obra maestra de Llimona --un busto de cuatro metros del matrimonio Masllorens-- que debe valer una fortuna. De vez en cuando me visitaba un novio en helicóptero”, dice y lo veo en foto aterrizado en el jardín. Había un lago artificial que limpió sola: “acá tenían un ejército de jardineros, pero yo hice todo ese trabajo con una desmalezadora; así terminé con clavos en la columna, operada en Cuba y tomando morfina todos los días”.

En la otra orilla no vivía nadie, pero brotó Nordelta y la zona se revalorizó: “la casa se la había comprado al Sindicato de Industrias Químicas; yo era una simple modelo que no sabía de títulos de propiedad; diez años después volvieron con un abogado, ‘demostraron’ que esto era ‘terreno baldío’ y me rajaron. Me instalé llorando a cuatro horas de acá en el Paraná Miní; remaba y pescaba todo el día con Antú, el bombón que ves en esa foto; lo cuidé hasta que se me fue a México. En esa casita se me ahogó un novio. Estuve cinco años allá hasta que murió papá, quien dejó dicho que vendieran una propiedad para que yo recomprara la casa de mis sueños, otra vez al sindicato. Lo hice y la restauré por segunda vez con Antú. Esas quince palmeras las planté yo: son mis hijas. Cuando me echaron me las llevé y al volver en 2005 las traje en siete barcos".

A media tarde llega el arquitecto Eduardo Masllorens, nieto del industrial catalán Pablo Masllorens, quien contrató a Llimona para esta casa de fin de semana. Eduardo estudió semiología en París con Roland Barthes e interpreta lo que dicen las paredes con el lenguaje de la arquitectura. Recuerda venir aquí desde 1952. Nos sentamos en los restos de la fuente art-nouveau y me explica:

--Esta obra rompe la arquitectura clásica de su época con esos dos pares de columnas griegas, separadas de la fachada como postes que no sostienen nada, salvo un macetón: es un juego deconstructivo que se adelantó 50 años al posmodernismo de Robert Venturi, quien en los '60 desarmaba estructuralmente las formas tradicionales y no las volvía a encastrar. Además, este frente no tiene otros elementos clásicos: esas columnas quiebran la unidad del edificio y su estilo en una burla al conservadurismo arquitectónico. Una ventana suele ser un elemento secundario, pero acá es el alma de la fachada y contiene una puerta vidriada tan bien disimulada, que al llegar no sabés por dónde entrar. La obra está en la línea estética y filosófica del Modernismo que fue rechazado como una payasada por el academicismo francés. En su libro Aprendiendo de Las Vegas (1968), Venturi dice que la arquitectura de esa ciudad enfatiza la fachada como cartel para llamar clientes: detrás del falso Palazzo Ducale y la esfinge de Guiza hay un hotel y un casino, en la lógica del set hollywoodense o el parque disneylandiano (consideraba a eso el diseño del futuro). Aquí en Tigre pasa lo mismo: uno cree que es una mansión con doble escalinata de mármol, aunque detrás hay una buena casa grande, sí, pero estándar. Esa primera imagen oculta un “galpón” con techo de chapa a dos aguas si lo ves con un dron. El afuera no coincide con el adentro: es la lógica lúdica de Las Vegas. Gaudí y Llimona trabajaron juntos y la influencia del gran maestro modernista aquí es evidente. Pero lo más importante es la continuidad artística con aquella revolución: esta es, sin dudas, una casa gaudiana.

María escucha fascinada e invita a pasar: nos sentamos a ver el río entrando en la casa por la telaraña con su efecto surrealista de fragmentación. La estufa eléctrica se apaga sola y la anfitriona dice seria: “algo que dije no le gustó a Paquita” (abuela de Eduardo). Y agrega:

--Ramón, otro nieto de Francisca, me contó que él le preguntaba a su abuelo por esa mujer esculpida en mármol blanco del parque. Y la respuesta era que un día la iba a conocer: yo me siento como si fuese ella y estoy acá para cuidar la casa. Ellos me consideran de la familia. Acá mi querido Eduardo te lo puede confirmar; me tiene agendada como “María Mallorens”. Estoy feliz porque este mes logré que me arreglen el techo perfecto, luego de años lloviéndose. Pero este es mi último otoño acá. La casa y yo somos uno solo: ella estaba rota y yo también. Este clima húmedo afecta mi columna: voy a vender. Algunos creen que soy millonaria, pero vivo con 14 lucas por mi discapacidad. Me voy a ir con el pecho hacia adelante. Con la venta pienso comprar un motorhome en San Pablo, recorrer Brasil e instalarme en alguna casita nordestina: una que me atrape como ésta frente al mar.