No es novedad que el neoliberalismo, en sus distintas versiones, en su afán de justificar sus privilegios suele pensar la historia y sus conceptos en términos abstractos vaciándolos de contenido. Esto hacen respecto al concepto de libertad, al que sólo vislumbran como un conjunto de derechos, sin tomar en cuenta las obligaciones que, en términos de lo que postula el contractualismo liberal, son posiblemente más importantes que los primeros.

Esto los lleva a conclusiones vacías e individualistas, cuya lógica culmina siendo la defensa del statu quo​ en el que grupos económicos, con capitales superiores al de muchos Estados, les otorga un enorme poder de acción e influencia. El fondo de inversión BlackRock, por ejemplo, posee un capital que supera el Producto Interno Bruto de Alemania y Francia juntos.

Ningún derecho nace de la nada, es decir, en términos abstractos, sino que es el resultado de un contexto histórico y forma parte de un proceso de lucha que hace a su significado y a su finalidad. Si bien es cierto que, para la doctrina liberal, la propiedad se torna un derecho fundamental, tanto en su versión económica como política, es necesario tener en cuenta que su emergencia, junto a los conceptos de libertad y ciudadanía -entre finales del siglo XVII y XVIII- se encuentra plenamente vinculado con el paso del feudalismo y sus viejas instituciones al capitalismo.

“Lo que pierde en este pacto” dice Rousseau, al referirse al contrato social “es su libertad natural y un derecho ilimitado, lo que gana, es la libertad civil y la propiedad de todo lo que posee…”. “No hay ni puede subsistir sociedad política alguna” sostiene Locke “sin tener en sí misma el poder de proteger la propiedad”.

Privilegios, derechos y propiedad privada

Si bien la versión económica del liberalismo no emerge bajo los mismos parámetros que su versión política (basta leer a Rousseau para comprender la importancia de un Estado fuerte), aún así economistas como Turgot o Quesnay –autores del Laissez faire-, quienes fundaron la “fisiocracia” y las bases del liberalismo económico, y en quienes se apoya Adam Smith para escribir La riqueza de las naciones, y para quiénes la tierra era el fundamento de la misma, reaccionan contra una clase privilegiada cuya diferencia se sustentaba en las grandes extensiones territoriales. 

El primero, luego de ser intendente en Limoges y sustituir las corveas reales (derecho que tenían los nobles de hacer trabajar gratuitamente a sus siervos) por trabajo remunerado, tuvo un cargo como auditor general durante el reinado Luis XVI e introdujo una serie de reformas cuya finalidad era la limitación de los privilegios a los terratenientes, valiéndole su destitución. Los escritos de Quesnay (quien retoma el pensamiento de Sebastien Le Preste) significaron una clara reacción contra los impuestos que los pequeños campesinos debían pagar -no al Estado, al que no se oponía y que, sostenía, debía concentrar los mismos-, sino a una clase parasitaria como era la nobleza.

Es así que las demandas “liberales” respecto a la propiedad privada nacen en oposición a la propiedad absoluta, ligada a una aristocracia que gobernaba por derecho divino desde hacía al menos un milenio y poseía, no solo la mayor parte de las extensiones territoriales productivas, sino los instrumentos y hasta el derecho de procreación sobre las mujeres de sus siervos. 

Es decir, si en aquel momento, el derecho a la propiedad se instala en los debates parlamentarios y en las nuevas constituciones, no es de la mano de sectores privilegiados que buscan mantener el statu quo, sino más bien como un intento de limitar el poder de las clases que formaban el ancien regime, una demanda a favor de los miles de campesinos que trabajaban una tierra que no les pertenecía respecto de la que pagaban un canon, y acorde la lógica de fundar un Estado con igualdad de derechos.

Falsa rebeldía

A esto podemos sumar que, muchos fisiócratas y asamblearios que se encontraban influenciados por los preceptos respecto al Laissez faire, en el trascurso de la Revolución Francesa se verán decepcionados con la puesta en práctica de los mismos, al dejar en evidencia que el único resultado de la desregulación era el alza de los precios de los alimentos y el hambre del pueblo, lo que en 1792 los hará recular en pos de una política de precios máximos.

Más allá de la perspectiva que tomemos respecto al concepto de propiedad privada y su garantía del principio de igualdad y libertad -sin necesidad de adentrarse en el debate propuesto por el materialismo histórico en relación a una libertad ficticia cuyo único objeto era garantizar trabajadores “libres” para poblar las fábricas de una burguesía en gestación, o los principios anarquistas cuya lógica pareciera vincularse a los debates actuales “libertarios” al promover la desaparición del Estado ¡a la vez que la propiedad privada! (más que un olvido un fallido, diría cualquier psicoanalista)-, sin siquiera tomar en cuenta la problemática respecto de un capitalismo financiero cuyo respeto a la ley y la propiedad es en sí dudoso, es necesario dejar en claro que -en el peor de los casos- la doctrina liberal, en su versión política como económica, en las que neoliberales y libertarios intentan fundamentar sus posiciones, se encontraba muy lejana de legitimar la concentración y los monopolios como garantes de libertad y desarrollo económico ninguno. 

Ubicar su contexto de emergencia alerta a no caer en abstracciones, cuya única lógica es la de generar eslóganes de campaña vacíos de contenido.

Lo que nos propone hoy la facción libertaria bajo el falso manto de rebeldía, asimilando propiedad a libertad, postulando derechos pero siempre olvidando obligaciones, es continuar reproduciendo la lógica del poder real, el poder económico concentrado, eliminando la única institución que hoy es capaz de fijar límites al mismo: el Estado.

* Docente en Economía política UP y Teorías de la Comunicación UBA.