Nacido el Día de los Difuntos y muerto cinco meses antes de su vigésimo noveno cumpleaños, Stephen Crane vivió cinco meses y cinco días en el siglo xx, deshecho por la tuberculosis antes de haber tenido ocasión de conducir un automóvil o contemplar un aeroplano, ver una película proyectada en pantalla grande o escuchar la radio, un personaje del mundo del caballo y la calesa que se perdió el futuro que aguardaba a sus pares, no solo la creación de aquellas máquinas e inventos milagrosos, sino los horrores de la época también, incluida la aniquilación de decenas de millones de vidas en las dos guerras mundiales. Fueron sus contemporáneos Henri Matisse (veintidós meses más que él), Vladímir Lenin (diecisiete meses mayor), Marcel Proust (cuatro meses más), y escritores norteamericanos tales como W. E. B. Du Bois, Theodore Dreiser, Willa Cather, Gertrude Stein, Sherwood Anderson y Robert Frost, todos los cuales vivieron hasta bien entrado el nuevo siglo. Pero la obra de Crane, que rehuyó las tradiciones de casi todo lo que se había producido antes de él, fue tan radical para su tiempo que ahora se le puede considerar como el primer modernista norteamericano, el principal responsable de cambiar el modo en que vemos el mundo a través de la lente de la palabra escrita.

Vino al mundo en Mulberry Place, en Newark (Nueva Jersey), noveno hijo superviviente de los catorce que tuvieron sus devotos padres metodistas, Jonathan Townley Crane y Mary Helen Peck Crane, y como su padre era clérigo y en los últimos años de su larga carrera pastoral viajaba de parroquia en parroquia, el chico creció sin el habitual apego a la casa, el colegio y los amigos, se mudó a los tres años de Newark a Bloomington (actualmente llamado South Bound Brook), a los cinco de Bloomington a Paterson, y abandonó esa ciudad a los siete años para ir a donde su padre asumió el nuevo cargo de director de la congregación de la iglesia metodista Drew en Port Jervis (Nueva York), una ciudad de nueve mil habitantes situada en la confluencia triestatal de Nueva Jersey, Pensilvania y Nueva York, donde convergen los ríos Delaware y Neversink, y luego, cuando su padre murió de repente de un ataque al corazón a los sesenta años, tres meses antes de su octavo cumpleaños, la familia se vio obligada a abandonar la casa parroquial: su madre se trasladó a Roseville (Nueva Jersey), una comunidad/barriada autónoma dentro de los límites de Bloomfield y East Orange, en Newark, mientras el niño y su hermano Edmund (catorce años mayor que él) se iban a alojar en una granja del condado de Sussex; todos se reagruparon a la larga en Port Jervis para vivir con otro hermano, William (diecisiete años mayor), después de lo cual, en 1883, su madre compró una casa en la turística ciudad de Asbury Park, en Nueva Jersey (“la meca del metodismo norteamericano en verano”), donde el adolescente Crane empezó su carrera de escritor componiendo sátiras veraniegas para otro de sus hermanos (Townley, dieciocho años mayor), que dirigía una agencia de noticias de la localidad para el New York Tribune y la Associated Press. Por entonces habían muerto otros dos hermanos suyos: en 1884, su hermana Agnes Elizabeth, de veintiocho años –maestra de escuela y autora de relatos cortos que había sido tan madre para él como la suya propia y había alentado su interés por los libros–, falleció de meningitis, y en 1886, su hermano Luther, de veintitrés años, murió aplastado al caer bajo un tren en marcha cuando trabajaba de guardavía y guardafrenos en el Erie Railroad. Después de un año insatisfactorio y fallido en la universidad (un semestre en Lafayette seguido por otro en Syracuse, donde jugó en el equipo de béisbol y solo estuvo matriculado un curso), Crane se dirigió de vuelta al sur, a los destinos gemelos de Asbury Park y Nueva York, resuelto a abrirse paso como escritor profesional. Aún no había cumplido veinte años. El 28 de septiembre, a solo unas manzanas de donde pronto viviría Crane en Manhattan, murió Herman Melville, sin lectores y casi olvidado. El 10 de noviembre, a miles de kilómetros, en Francia, al este de Marsella, moría Arthur Rimbaud a los treinta y siete años. Veintisiete días después, la madre de Crane moría de cáncer a los sesenta y cuatro años. Al reciente huérfano y escritor en ciernes solo le quedaban ocho años y medio de vida, pero en ese breve tiempo produjo una obra maestra en forma de novela (La roja insignia del valor), dos novelas cortas exquisitas y audazmente concebidas (Maggie: una chica de la calle y El monstruo), cerca de tres docenas de relatos de irreprochable brillantez (entre ellos “El bote abierto” y “El hotel azul”), dos recopilaciones de algunos de los poemas más extraños y feroces del siglo xix (Los jinetes negros y War is Kind [“La guerra es buena”]), y más de doscientos artículos periodísticos, muchos de ellos tan buenos que están a la altura de su obra literaria. Muchacho fogoso de rara precocidad a quien se le cerró el paso antes de alcanzar la plenitud de la edad adulta, constituye la respuesta norteamericana a Keats y Shelley, a Schubert y Mozart, y si hoy continúa tan vivo como ellos, es porque su obra no ha envejecido. Ciento veinte años después de su muerte, Stephen Crane sigue ardiendo.

 

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Puede que esté exagerando un poco. Que Crane sigue ardiendo es indiscutible, pero menos claro está el hecho de si continúa existiendo con la misma brillantez que otros muchachos fogosos que también se extinguieron demasiado pronto. Hubo una época en que La roja insignia del valor era lectura obligada para casi todos los estudiantes de preuniversitario de Estados Unidos. Yo tenía quince años en 1962, cuando me encontré por primera vez con la novela, y para mí fue un descubrimiento tan explosivo y trascendental como para la mayoría de mis compañeros de clase (chicos y chicas por igual), pero ahora, por motivos que me resultan difíciles de entender, el libro parece haberse caído de la lista de lecturas obligatorias, lo que tiene el doble efecto de privar a los jóvenes estudiantes de una importante experiencia literaria y de relegar a Crane a las sombras del olvido, porque si mis compañeros y yo no hubiéramos descubierto La roja insignia del valor, es dudoso que hubiéramos tenido la iniciativa de considerar otras obras de Crane, los poemas, por ejemplo (que pueden causar un impacto repentino y generalizado en el sistema nervioso), los relatos breves o la brutal descripción de Maggie de la vida en los barrios bajos de Nueva York. No es más que una corroboración puramente anecdótica, pero cuando hace poco pregunté a mi hija, de treinta años, si habían estudiado el libro en el instituto, me dijo que no, lo que me impulsó a realizar una encuesta informal entre sus amigos, quince o veinte chicos y chicas que habían asistido a institutos en diversas partes remotas del país, y hacerles la misma pregunta que a ella, y uno por uno también me contestaron que no. Más sorprendente aún, solo uno de mis conocidos del ámbito literario de países no anglohablantes había oído hablar de Crane, lo que también es cierto con respecto a la amplia mayoría de mis colegas ingleses, aunque Crane fue en vida tan célebre en Inglaterra como en Estados Unidos. Mis amigos no estadounidenses están familiarizados con Twain, Poe, Hawthorne, Emerson, Whitman, Henry James y los otrora no reconocidos Melville y Dickinson, pero Crane, que merece su propio lugar entre esos dioses (en mi opinión), es un cero a la izquierda.

Eso no quiere decir que Crane ya no exista. Sus principales obras pueden encontrarse fácilmente en numerosas ediciones de bolsillo, aún circulan sus obras completas, publicadas en 1970 por la University Press of Virginia en diez volúmenes, hay una excelente compilación de su prosa y poesía que llega casi a las mil cuatrocientas páginas en la Library of America, continúan enseñándose sus novelas y relatos en las asignaturas universitarias de Literatura norteamericana, y existe una verdadera industria de estudios sobre Stephen Crane en el mundo académico. Todo eso es tranquilizador, pero al mismo tiempo me da la impresión de que Crane está ahora en manos de los especialistas, licenciados, aspirantes al doctorado y catedráticos de Literatura, mientras que el ejército invisible que forma el llamado lector general, es decir, quienes no son ni universitarios ni escritores, los mismos que aún disfrutan leyendo a clásicos consolidados como Melville y Whitman, ya no leen a Crane.

De otra manera nunca se me habría ocurrido escribir este libro.

No lo enfoco como especialista o erudito, sino como viejo escritor sobrecogido por el genio de un autor joven. Después de pasar los dos últimos años enfrascado en cada una de las obras de Crane, habiendo leído hasta la última de sus cartas publicadas, tras apoderarme de hasta el más pequeño detalle biográfico que caía en mis manos, me encontré tan fascinado por la frenética y contradictoria vida de Crane como por la obra que nos dejó. Fue una vida extraña y singular, llena de riesgos impulsivos, marcada con frecuencia por una demoledora falta de dinero así como por una empecinada e incorregible entrega a su vocación de escritor, que lo arrojaba de una situación inverosímil y peligrosa a otra –un controvertido artículo escrito a los veinte años que perturbó el desarrollo de la campaña presidencial de 1892; una batalla pública contra el cuerpo de policía de Nueva York, que de hecho lo exilió de la ciudad en 1896; un naufragio frente a las costas de Florida en el que casi muere ahogado en 1897; un concubinato con la propietaria del burdel más elegante de Jacksonville, el Hotel de Dreme; un trabajo como corresponsal durante la guerra hispanonorteamericana en Cuba (donde repetidamente se encontró frente a la línea de fuego enemiga); y luego sus últimos años en Inglaterra, donde Joseph Conrad fue su amigo más cercano y Henry James lloró su temprana muerte–, y ese escritor, más conocido por sus crónicas de guerra, también abarcó muchos otros temas, manejándolos todos con inmensa destreza y originalidad, desde relatos sobre la infancia y artistas bohemios en apuros hasta descripciones de primera mano de los fumaderos de opio de Nueva York, las condiciones de trabajo en una mina de carbón en Pensilvania más una devastadora sequía en Nebraska, y de forma muy parecida a Edgar Allan Poe, con frecuencia erróneamente identificado como un lúgubre proveedor de horrores y misterios cuando en realidad era un humorista magistral, el sombrío y pesimista Crane también podía ser increíblemente divertido cuando quería. Y debajo de la montaña de su prosa, o quizá en la cumbre, están sus poemas, algo que pocas personas, dentro y fuera del mundo académico, han sabido tratar, unos poemas tan alejados de las normas tradicionales decimonónicas de la composición poética –incluidas las desviaciones para romper moldes de Whitman y Dickinson– que apenas parecen contar como poesía y, sin embargo, permanecen en la memoria con más persistencia que la mayoría de los poemas norteamericanos que me vienen a la cabeza, como por ejemplo este, que no ha dejado de obsesionarme desde la primera vez que lo leí hace cinco décadas:

En el desierto

vi una criatura, desnuda, bestial,

que, agachándose en el suelo,

se cogió el corazón con las manos

y se lo comió.

Dije: “¿Está bueno, amigo?”.

“Está amargo, amargo”, me respondió, “pero me gusta

porque está amargo

y porque es mi corazón”.