El olor a mí no me molesta. Ni siquiera me doy cuenta de que algo huela mal en la pieza. No me importa. En cambio, Celina apenas asoma la cabeza frunce el hocico como cuando me sospecha una mentira. Baja y se queda, así que no debe de ser tan espantoso. Pero igual protesta, dice que apesta a mierda, a meo, al linyera medio loco de la placita... cómo rompe las pelotas, ni sé para qué la traje.

No termino de meter el candado en la puerta trampa del techo que por el hueco de la pared empiezan a caer bollitos de plata chica, uno atrás de otro, plata sucia, húmeda y arrugada, como si la hubieran usado para sonarse los mocos o, peor, como si con los Belgrano y los Roca se hubieran limpiado el flujo podrido del orto. Ella me ayuda a contarlos y me avisa que faltan 200. Faltan 200, digo por el hueco. Contá bien que está todo, amigo, me responden. Ella dice que no, que falta plata. Agarro los billetes y los vuelvo a pasar hacia afuera. La mano me queda pegajosa.

-No te alcanza, amigo, faltan 200 y hoy no se fía.

Espío por el hueco y lo veo levantando la guita pringosa. Se la mete en el bolsillo sin contarla.

- No tenés código, gil, te di la plata justa. Me costó un huevo conseguirla y vos me me la estás matando; no te podés hacer el pillo con los clientes; yo te conozco, vos sos el Peruano, te conozco la voz, gil, ¿te creés que te podés venir a hacer el pillo a mi país, rastrero?– me dice, acercando la boca a la pared y ahí sí llena la pieza con la peste del aliento podrido de ese pelotudo.

Sigue boqueando boludeces y si hay algo que me molesta en esta vida es que me traten como a un rastrero cualquiera. Este pelotudo debe de pensar que soy un pendejo como los otros que atienden acá, que no saben ni contar con los dedos. Hasta me amenaza. Me dice que va a esperar a que salga para agarrarme cuando menos me lo espere y cagarme a tiros, que es amigo de no sé quién; dice que tiene banca y anda juntando billetes mugrientos para llevarse una alita al nido. Es un gil. No soporto a los giles.

Asomo el caño por el hueco y, sin mediar advertencia, disparo. Dos, tres tiros. No apunto, no me importa si le pego o no, o a quién le pego. No me importa nada. Solamente quiero cortar las giladas que escucho y da resultado porque se hace el silencio que necesitaba. Celina me pregunta si lo maté. La excita el fierro caliente; me lo manosea como a la pija y se lo mete entre las tetas. 

-No-, le respondo. 

Y es verdad, porque después del tiro escuché las patas levantando polvo en la corrida y el ruido de las balas que pegaron en el tinglado que está en el campito de atrás. No, no lo maté.

-¿Vos sos peruano?– me pregunta, un poco sorprendida.

-Mi mamá es. Yo nací acá.

Celina se para, da una vuelta por la pieza, prende la tele pero no tiene imagen porque todavía no reconectamos el cable; se deja caer otra vez a mi lado y me baja el cierre de la bragueta. Yo sé lo que quiere y ella sabe que lo sé, ni falta hace que me lo pida. Pero antes de rayar el espejo voy esperar a que me la chupe un rato.

Ella no me da el gusto, se vuelve a parar, bufa de fastidio.

- Mejor me voy – dice.

- Esperá, impaciente, ya armo. Esperá.

Ella sonríe y saca de las tetas una ballena arrugada para enrollar el canuto.

- ¿Y eso?

- Un 200, ¿nunca viste un 200?

- ¿Esa es la plata del gil ese?

Antes de que llegara a responderme, por el hueco entró un chorro largo de nafta y atrás un fósforo. El fuego agarró rápido por toda la pieza. Con una frazada empecé a apagarlo y Celina se trepó a la escalera para alcanzar el candado de la puertita del techo. No abrás, le grité, o lo pensé, pero ella estaba asustada y abrió. Cayó de cabeza, pesada como una bolsa de porland, por el piedrazo que le partió la frente. Y enseguida atrás se coló una molotov que reavivó el fuego.

- No te podés venir a hacer el pillo así como así, Peruca –oí que gritaban desde afuera-. ¡Esto es Rosario, papá!

Pude apagar el fuego pero me asfixiaban el humo y el olor de la carne chamuscada. No tenía otra alternativa que salir. Preparé el fierro para atacar al primer bulto que se me apareciera. El gil no estaba. Cagón de mierda.

Respiré un rato y lo llamé al Willy para avisarle lo que había pasado; antes de que terminara de guardar el celular en el bolsillo ya estaba acá arriba de la cross. Le conté del gil y me dijo que lo conocía. Hijo de un yuta. Me preguntó si se había salvado la mercadería.

- Me fijo, si querés.

- Sí, amigo, andá y fijate, ¿qué te estoy diciendo?

- Hay un poco de humo.

-¿Y la piba esa? –me preguntó Willy desde arriba. ¿Qué te dije de venir con gente acá?

- Está muerta.

- Sí, ya veo que está muerta.

- Se quemó todo. La plata también.

Eso fue lo último que pude decir en voz alta. Algo, un ruido, me impactó en la nuca. Ahora, por más que quiero, no puedo gritar. El fuego vuelve a ganar la pieza. Quema lo que quedaba de Celina; me quema a mí y no me duele. Sólo me molesta el olor. Ahora sí lo percibo. Es una peste. Olor a mierda, a meo, al linyera loco de la plaza, al aliento podrido del gil y también, detrás, como al asado de falda que hacíamos en las obras.

Afuera están los bomberos, la policía y un montón de gente con mazas y martillos tratando de derrumbar las paredes del kiosco. Lo tiran abajo y lo celebran como un gol del Diego. Salvo una mujer, que llora en los hombros de una vecina. Es mi vieja, pobre. Llora y se pregunta por qué me tenía que morir así. ¿Así cómo? ¿Qué importa cómo? Y bueno, me tocó. Está triste, pero ya fue. 

No llorés, que a mí ya no me importa nada. A nadie le importa nada. Esto es Rosario, mamá.