La política cultural y artística de los primeros años de la Revolución rusa, sobre todo en vida de Lenin, está enteramente vinculada a Anatoly Vasilyevich Lunacharsky. Nacido en 1875 en Poltava, Ucrania, fue miembro del partido bolchevique desde sus veinticuatro años y participó en el movimiento revolucionario desde la década del ’90, por lo que sufrió encarcelamientos y deportaciones. Después del IIº Congreso del Partido Obrero Socialista Ruso adhirió a los bolcheviques. En 1917, al iniciarse el gobierno del nuevo Estado soviético, fue nombrado al frente del Comisariado del Pueblo de Educación y Artes, llamado desde 1921 Narkompros, cargo que ocupó durante doce años. En 1933 fue nombrado embajador en la España republicana pero no llegó a asumir porque falleció antes en Menton (Francia). Fue autor, además, de una obra dramática: Oliver Cromwell, 1920; Tomás Campanella, 1922; Don Quijote liberado, 1930, escritos teóricos y críticos publicados póstumamente: Artículos sobre literatura, 1957; Artículos sobre literatura soviética, 1958; Sobre el teatro y la dramaturgia, 1958; En el mundo de la música, 1958.

En realidad, Anatoly Lunacharsky no estaba solo al frente de Educación y Artes. Era acompañado por dos cuadros excepcionales: uno, Mikhail Pokrovsky (1868-1932), historiador, de la Universidad de Moscú. Adherido al sector bolchevique desde 1905, ardiente polemista, muy escuchado y leído por Lenin, sobre todo en cuestiones históricas. En 1929, entró a la Academia Rusa de las Ciencias. Póstumamente, fue acusado de “sociologismo vulgar” y sus libros fueron prohibidos porque su oposición a los "grandes hombres" menoscababa el culto a la personalidad de Stalin. A partir de 1956 su figura fue paulatinamente rehabilitada.​ La otra integrante del triunvirato era Nadezhda Konstantinovna Krupskaya (1869-1939), la compañera de Lenin. Marxista desde muy joven, docente de colegios cerca de San Petersburgo, arrestada, exiliada, devino su mujer en 1898 en Siberia, fue secretaria del Comité Central del Partido en el exilio entre 1905-1907 y 1912-1917. Estudió y escribió sobre cuestiones de educación, en el exilio en Ginebra. Después de la muerte de Lenin, cayó en desgracia frente al stalinismo y, por períodos, fue opositora y apoyo del gobierno, por lo que terminó sus días aislada y desconsiderada.

Lunacharsky tenía ideas bien propias en el campo de la cultura, el arte y la literatura, y las hacía prevalecer en esos tiempos donde todavía estaba todo en discusión. Para nada dogmático ni represivo, le costaba trabajo lidiar con los que sí lo eran en nombre del partido y del marxismo. Se trataba de un hombre culto, formado y, para mejor, confiable en sus aspiraciones revolucionarias. Sostenía: “El marxismo vivo no puede limitarse al análisis económico y a las conclusiones políticas que se desprenden de él; busca la comprensión más concreta de los diferentes grupos de clase, las personalidades y los fenómenos típicos, característicos de la sociedad en todas sus capas y facetas. He ahí la razón por la cual Marx atribuía un valor tan alto a los grandes escritores como Homero, Shakespeare y Balzac. Ellos suministran en formas vivas una materia admirable preparada para servir de ilustración complementaria de los que el marxismo toma de las estadísticas, la prensa y otras fuentes de conocimiento. Y el arte que surge en torno a nosotros debe servirnos para analizar la realidad que nos rodea. De donde se infiere esta conclusión: los marxistas, en tanto que observadores, tienen el más alto interés por cierta libertad del arte, ya que sólo así el espejo artístico tendrá suficientes facetas para expresar la realidad”.

No cae en la inocencia en que, antes y después, trastabillaron muchos marxistas, la de considerar el arte una de las “superestructuras” de la sociedad, ni en la de considerarlo solo “un reflejo de la realidad”. Como hombre que viene de la cultura y de la práctica estética, ve las cosas más compleja y contradictoriamente: “El arte no es de ninguna manera un simple reflejo de la realidad”, sostiene. “Es falso también que sólo sea un reflejo de la realidad a través del prisma de la individualidad del escritor, que es asimismo producto de ciertas condiciones sociales. No; el escritor --unas veces voluntariamente, otras involuntariamente-- desempeña también el papel de predicador”.

Sus ideas aparecen trasladadas a los primeros documentos oficiales: “El pueblo mismo, consciente o inconscientemente, desarrolla su propia cultura. La acción independiente de los trabajadores, soldados, y campesinos en lo cultural-educativo, debe gozar de completa autonomía, ambos aspectos en relación con el gobierno central y los centros municipales”. Y primando siempre la idea de autonomía, que “rige como concepto en las esferas de la política, la economía y la cultura”. Sus relaciones con el mundo artístico y literario fueron matizadas: bastante malas con Máximo Gorki y los gorkianos; mucho mejores con algunos vanguardistas como Nathan Altmnan y el gran poeta Vladimir Maiakovsky. Él mismo se consideraba un futurista.

Estas posiciones de Lunacharsky sufrieron diversos rechazos, individuales y colectivos, entre los cuales los del Partido, en múltiples asambleas, no fueron los menores. Hasta con Maiakovsky, líder de los futuristas, grupo que había sido de los primeros en adherirse a los bolcheviques y entre los cuales estaban Kazimir Malevich (quien acercó y tuteló a Marc Chagall) y el “constructivista” Vladimir Tatlin, vivió sus encontronazos, atacado desde la izquierda, por sus posturas “aristocráticas”. Mejor trato tuvo con gente que venía del BUND (Unión General de Trabajadores Judíos) y que se situaban a la izquierda del movimiento plástico, como David Petrovich Shterenberg, uno de sus admirados pintores, “indudable devoto del poder soviético”, a quien incorporó al Departamento de Arte. Pero también con los tradicionalistas y conservadores enfrentó problemas, como con Alexsandr Benois, paisajista y acuarelista (asociado al teatro y a Serge Diaghilev y sus célebres Ballets), quienes se oponían a la nacionalización de los museos y de las colecciones privadas. Igualmente fue difícil aunque exitosa su relación con el mundo del teatro, en el que ya comenzaban a descollar Konstantin Stanislavsky (creador del “método” que habría de convertirse en el canon oficial del estado soviético) y Vsevolod Meyerhold, devenido su estrecho colaborador a la cabeza del Departamento de Teatro del Narkompros.

Todas estas iniciativas, programas, discusiones y propuestas quedaron sepultados en los treinta por la capa de plomo del stalinismo.

Mario Goloboff es escritor y docente universitario.