“Si no tomo fotos me muero”, dice Graciela Iturbide, una de las protagonistas del boom de fotografía mexicana de los años setenta en el que brillaba Mariana Yampolsky, la mujer de Illinois (nació en Chicago) que eligió cambiar de patria y retratar como no lo había hecho nadie -así lo repiten las voces que la evocan y extrañan- la vida cotidiana en México, las tradiciones de su identidad diversa y los rincones de la tierra sin olor a souvenir. 

Iba caminando de pueblo en pueblo (a veces sola, a veces con amigos como Alberto Beltrán) hasta que llegaba la noche y pedía permiso para quedarse a dormir por ahí, “Mariana salía al campo con su cámara al hombro y yo la seguía”, recuerda su amiga Elena Poniatowska. Mariana estaba estudiando Ciencias Sociales en Chicago cuando se enteró que en México existía el Taller de Gráfica Popular, aquella conferencia universitaria sobre el arte al servicio del pueblo fue el sonido que despertó el viaje a la tierra elegida. 

Tenía diecinueve años y cruzó la frontera para no volver. Se nacionalizó mexicana y solo volvió a los Estados Unidos para participar en algunas exposiciones. Aquella joven de academia, sobrina de Franz Boaz e hija de inmigrantes (mamá alemana, papá ruso) que habían escapado de una Europa que los perseguía, fue la primera mujer en formar parte del Comité Ejecutivo del Taller de Gráfica Popular que había avivado el fuego de su vocación artística y social. Dedicada en el taller de plástica al grabado, influencia de su maestro Leopoldo Méndez, tomó una cámara por primera vez cuando uno de los miembros del grupo, el muralista Pablo O'Higgins, le pidió que sacara una foto del grupo del taller. 

Aquella foto, eslabón de los vínculos reveladores, la dejó en la puerta de un aula nueva y una maestra nueva: Lola Álvarez Bravo quien había “heredado” la cámara de Tina Modotti. Sí, Mariana aprendió a mirar sin sentimentalismos, a mostrar y a estar presente mientras se muestra, con la cámara de Modotti. No hay mucha tela para cortar, dirían las abuelas borrando espacios para la duda, la mirada de la fotografía mexicana ha sido entramada por mujeres. 

 Hay trazos limpios en las fotografías de Mariana, ecos técnicos de su pasado de grabadora tal vez, y un tomar lo que significa y mostrarlo: “haz lo que signifique sin ruidos ni adornos” decía cuando hablaba de métodos fotográficos habiendo hecho del suyo uno amoroso sin sensiblería ni chantaje. Su método era la empatía y solo sacaba la cámara y enfocaba un rostro con un gesto de silencio privado cuando ya no era una extraña, de esa proximidad amorosa hablan sus admiradores (el fotógrafo René Padilla Quiroz, entre otros) y para comprobarla basta con mirar su obra, abrir sus libros en cualquier página o recorrer todas y cada una de sus exposiciones (Italia, Suiza, Japón, Inglaterra, Suecia, Alemania, China y Canadá entre otros países).

La mirada de Mariana es un acercamiento respetuoso que obliga, con la naturalidad que el ojo consigue cuando se saca las lagañas de la contradicción, a reconocer lo que debería ser obvio la mayor parte del tiempo, ese desperezarse “hace visible la memoria”, como escribió Monsiváis y la vuelve imprescindible. Una niveladora siesta mental efímera y eterna y un álbum de familia. Mirar la obra de Yampolsky es descubrir que la mirada nostálgica no siempre reconoce los sistemas del pasado ni los protege, todo depende de dónde se entierre el ombligo, ironizaba Mariana cuando le escapaba a los homenajes y decía que los únicos que le importaban eran los que ocurrían en la cabeza de quienes veían sus fotos. Mostrar y estar: “mientras mi foto me hable mi foto es valiosa”.