Al llegar el verano, nuestras familias no eran de las que iban a la mar en coche, cada tanto se arrimaban en bondi a La Florida o asistían caminando al club Echesortu. Con las puertas de la escuela cerradas, estaba garantizada la felicidad en las veredas. Jugar sin juguetes hasta que desaparecían las sombras era nuestra especialidad. Mucho antes de reconocer las denominaciones y ubicación en el mapa argentino de las respectivas provincias, fueron, para nosotros, nombres de adoquinadas calles que, al cruzarse con arterias de apellidos desconocidos, formaban cuadrados perfectos, dibujando nuestro primer planisferio, nuestra primera patria. 

Si bien algunas fronteras artificiales, compuestas por barrilones o muros pertenecientes al ferrocarril eran mojones visibles e inevitables, la mayoría de los límites de nuestro territorio eran imaginarios, pero no por ello menos contundentes. Con la misma exactitud con la que limitábamos una cancha de fútbol perfecta con sólo cuatro piedras o bultos de ropa, todos coincidíamos que nuestra comarca terminaba en el boulevard, La Capilla y después, hacia el oeste, mientras que una ancha avenida con palmeras nos cerraba el paso hacia el lado del río. No encontrábamos motivo alguno para abandonar dicho mapa, teníamos todo lo que precisábamos a nuestro alcance. No sólo asistíamos al mismo colegio, plaza, campito, club, cine, kiosco, también conocíamos todo lo escondido, sótanos de casas abandonadas, pasillos con estratégicas canillas para llenar globitos, escaleras talladas sobre muros prohibidos para saltar del otro lado. 

Tal vez porque no existe la felicidad completa, la zona amada carecía de cremas heladas, una heladería con nombre de mujer nos seducía desde el extranjero. Los hijos de obreros sabemos que la fecha que más se festeja es la del día de cobro, una gaseosa en la mesa, una pizza en Pedrín o un cucurucho de dos bochas eran nuestros lujos mensuales. En tiempos en los que el sólo hecho de avisar no indultaba la traición, la migración era consensuada, la expedición se realizaba en un grupo organizado como ejército. Bañados y cambiados con la mejor pilcha, ni sucia ni rota, avanzábamos a paso redoblado en pos del objetivo. 

Fue en una de esas excursiones en que la vi por primera vez. Una de las propiedades que posee la belleza es la de producir silencios. En el momento que la desconocida pisó el local, todos quedamos mudos y agradecidos de no haber nacidos ciegos. En el preciso instante en el que miró hacia arriba y señaló con el dedo índice de su mano derecha sus sabores preferidos entre un puñado de nombres escritos sobre una pizarra, me pareció ver a la virgen de la San Miguel en movimiento, imagen con la que me escapaba de las horas de catequesis, cuando nos hablaban en abstracto a quienes manejábamos un lenguaje concreto. 

Aquella noche fui secuestrado por un pensamiento único, volverla a ver. Me convertí en espía, simulé enfermedades, lesiones, visitas a parientes lejanos para justificar mis reiteradas ausencias en los picados. Con el dinero justo para una consumición, no consumir y regresar a escondidas día tras día sin ningún resultado positivo no pudieron apagar el deseo de saber al menos que existía, que no se trataba de un juego de mi imaginación. No puedo decir que me sorprendí la tarde que la vi llegar, cuando uno está seguro de que algo va a acontecer, sólo se alegra cuando esto sucede. En aquella oportunidad asistió acompañada, un aire familiar en sus miradas me hizo pensar que se trataba de su hermana menor. Entré detrás de ellas al pequeño comercio, entre risas de felicidad escuché su nombre por primera vez y sentí detenerse el tiempo cuando buscó en las alturas los gustos disponibles. Terminamos los helados juntos, las acompañé, a la distancia y en silencio, hasta la puerta de su casa para luego volver a mi territorio abrazado a mi secreto. 

Después, la vida se encargó de abrir las fronteras y el tiempo pasó tan veloz como los autos que vi transitar por la avenida durante mi dulce espera. Trabajos cercanos, amigos en común y últimamente, las redes sociales nos mantuvieron medianamente comunicados a través de los años. 

 Nuestras vidas no fueron de comedia, precisamente. Enfermedades, pérdidas tempranas de seres queridos y circunstancias impensadas en los tiempos felices de la infancia nos obligaron a redoblar esfuerzos para hacernos fuertes. Después que me fui de mi barrio, hice todo lo posible para no volver, la nostalgia me ganó en mi último cumpleaños. No me fue fácil encontrar sitios inalterables, la picota del progreso no me dejó ni una sola ventana de ninguno de los boliches por las cuales me gustaba ver pasar la vida. Mi periplo se limitó a caminar por la plaza Buratovich, visitar la iglesia e invitar a Irene, actual sobreviviente en la casa de sus padres, a tomar un helado. 

Los espacios verdes conservan el encanto en la risa de los niños jugando, los añejos ladrillos vistos de la iglesia cumplen su función de eternidad, en su interior, un cristo rubio, con cierta semejanza a Peter Frampton sigue levitando sobre la misma nube blanca como si nada hubiese pasado afuera. A la vera de un Ovidio Lagos acostado, transitado sobre su negro lomo por miles de autos iguales, de opacos colores, todavía existe la heladería que supo crecer junto a una ciudad adicta al postre helado artesanal.

Chocolate y vainilla, mis clásicos sabores de siempre contrastaron con los exóticos nombres que eligió mi invitada. En una charla tan larga como amena pude verme reflejado en las mismas preferencias, las palabras por sobre las cosas, amor a la naturaleza y a la música como motores de nuestra resiliencia. La magia se encendió en el umbral de su emblemática casa. Durante las cuatro cuadras que caminamos juntos hasta su domicilio, intenté tejer un relato indulgente sobre las ventajas de estar vivos y con buena memoria, dualidad necesaria para poder ver dos paisajes al mismo tiempo, el real y el empedrado debajo del asfalto de una San Luis doble mano, las vías del tranvía, un horizonte de carros de lecheros con dirección a la planchada de calle Vera Mujica, el almacén de ramos generales detrás del frente espejado del edificio de la esquina. 

Después de agradecerme el paseo y antes de la despedida, mi amiga se animó a desafiar al tiempo ensayando el mismo gesto encantador que por alguna razón es perla en el collar de mis recuerdos. Mirando hacia arriba, señalando el firmamento con su dedo índice, dijo: "creo que en tu inventario te estás olvidando de lo más importante, todo lo vivimos bajo el mismo cielo". 

Tuvieron que pasar más de cincuenta años para que pudiera revelar el misterio. La dicha infinita de haber amado, penado, reído, odiado, todo bajo el mismo cielo, soñado con la misma luna, mojados por la misma lluvia, protegidos por los mismos astros, acariciados por el aire húmedo de nube besando el suelo. Sin pensarlo volví sobre mis pasos, regresé confundido al lugar de partida, ansioso como la primera vez me acerqué al mostrador y realicé mi nuevo pedido, un cucurucho de dos bochas, todo de crema del cielo.

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