Petite Maman                   10 puntos

Francia, 2021.

Dirección y guión: Céline Sciamma.

Duración: 72 minutos.

Intérpretes: Joséphine Sanz, Gabrielle Sanz, Nina Meurisse, Stéphane Varupenne, Margot Abascal.

Estreno: en salas de cine únicamente.

Después de meditarlo un rato, una señora mayor pronuncia una sola palabra, con seguridad. Alejandría. El ángulo apenas se modifica para tomar una mano pequeñita anotando la palabra en la grilla de un crucigrama. La que escribe es una nena y cuando termina mira a la señora a los ojos y se despide antes de salir del cuarto hacia un pasillo. La nena entra en una, dos habitaciones más donde hay otras dos viejitas, de ambas se despide. Adiós… adiós… dice y vuelve a salir al pasillo justo cuando un hombre saca una mesa de la siguiente habitación. No es una coincidencia: basta con esa sincronía para entender que no hay una próxima viejita de la cual despedirse. En su lugar, una mujer joven vacía los estantes y acomoda su contenido dentro de cajas. “Mamá, ¿puedo quedarme con su bastón?”, pregunta la nena y la mujer le dice que sí. Recién ahí la cámara interrumpe su deriva, hasta ahora imperceptible, para permitir que la mujer joven entre al plano de espaldas y se siente sobre un taburete frente a la ventana, mientras un travelling se aleja de ella y aparece el título de la película.

Petite Maman (Pequeña mamá) es el cuarto trabajo de Céline Sciamma y ese virtuosismo exhibido casi con pudor, que consigue expresar en solo dos planos (uno de ellos un plano secuencia de un minuto cuarenta segundos), es su rasgo más distintivo. Con esa misma y expresiva sencillez, la cineasta francesa atraviesa un vasto territorio emocional sin temor a recurrir a inesperados elementos fantásticos, ideales para contar la historia de un duelo desde la perspectiva de una nena de ocho años. Ella es Nelly y la que acaba de morir es su abuela materna. Aunque es evidente que se trataba de una mujer mayor, su muerte ocurrió de forma inesperada, dejando a su hija Marion y sobre todo a Nelly, su nieta, sin la posibilidad de despedirse como hubieran deseado. El regreso por última vez a la casa materna para desocuparla las pondrá a ambas frente al pasado. Para Marion representará un salto sobre el abismo de la memoria. Para Nelly, en cambio, abrirá un mundo por descubrir: el de la infancia de su propia mamá.

Pero Nelly es más que la protagonista de Petite Maman: es también el vehículo que Sciamma utiliza para establecer el tono de la película. Será su mirada infantil la que marcará la lógica de un relato en el que la realidad se llenará de dobleces que la ayudarán a aceptar la idea de una pérdida irreparable. A través de detalles, la directora convertirá la casa de la abuela muerta en un nodo en el que las capas de tiempo irán convergiendo. Un rectángulo del empapelado original, que aparece intacto al correr una alacena, se convertirá en el primer portal que se abrirá hacia el pasado. Una puerta que, como todas las de la casa, será para Nelly objeto de curiosidad, pero que al mismo tiempo hará que para Marion el proceso se vuelva insoportable. Tanto que se verá obligada a abandonar la tarea, dejando a Nelly sola con su padre. Situación que, dadas las circunstancias, la pequeña no podrá evitar vivir también como una pérdida propia.

Algunos de los objetos que la niña irá encontrando en la casa se convertirán en modestos talismanes. A través de ellos entrará en contacto con un plano que le permitirá vincularse con su mamá en pie de igualdad. Es aquí donde la fantasía se vuelve una instancia sanadora, que Nelly aprovecha con lúcida inocencia y que la cineasta francesa alimenta con una precisión tan simple como poética. Con materiales como la ternura, la gracia y el asombro, la directora teje una estructura sólida y engañosamente simple, cuya mayor virtud es su capacidad para establecer una conexión emotiva muy fuerte con el espectador. Por esa vía, Sciamma le da forma a un relato sin fisuras, en el que el cine también funciona como un talismán efímero pero capaz de transmitir una felicidad tan duradera, que es muy difícil salir de la sala sin sentir la necesidad imperiosa de contagiársela a todo el mundo. En este caso, no hay barbijo que lo impida.