Como suele suceder en estos casos, nada en teoría permitió suponer el final. El show en Detroit había estado más que bien según las crónicas disponibles. Y a Chris Cornell se lo había visto “contento, de buen humor” por estar de gira con Soundgarden, sus compañeros de toda la vida (y así lo había consignado hacía muy poco en Twitter: “Lo que más anhelaba, lo que más extrañé cuando nos separamos fue la camaradería que siempre tuvimos”). Sin embargo, y como también suele suceder, las pistas ¿forzadas? empezaron a aparecer en seguida. Hubo quienes recordaron algunos comentarios extemporáneos entre tema y tema (en especial unas alusiones algo extrañas al libre albedrío antes de arrancar con “My Wave”) y, sobre todo, la cita a “In My Time Of Dying” de Led Zeppelin como exacto último momento del show. La última canción de su vida. ¿Casualidad macabra o aviso encubierto? Con la muerte por ahorcamiento confirmada, resta saber lo más importante: las causas. Por qué Chris Cornell, indudablemente uno de las figuras centrales del llamado movimiento grunge, la voz que cualquiera curtido en el rock reconoce por sus aguerridos agudos y por esa mirada con un constante dejo de tristeza, como si desde siempre nos hubiera estado advirtiendo de lo evidente, de que nada tiene mucho sentido por más que nos esforcemos, decidió quitarse la vida.

“La gente no tiene idea de lo divertido que puede llegar a resultar estar deprimido”, dijo alguna vez refiriéndose sin pruritos a ese estado que lo acechó desde chico, en Seattle, cuando se encerraba en su habitación con sus discos de los Beatles (que había descubierto de casualidad, abandonados por otra familia en el sótano), y se ponía a salvo de sus padres alcohólicos. Pero sobre todo del mundo. “De los 14 a los 16 prácticamente no tuve amigos. Sufría de ataques de pánico. Y me quedaba todo el día en mi cuarto. Y en ese encierro mi imaginación realmente echaba andar”, le contó a la revista Spin en 2006, cuando ya hacía varios años que había vencido sus adicciones de drogas y alcohol (que verdaderamente lo habían perturbado durante su cúspide con Soundgarden en los 90, además de destruido su primer matrimonio) pero no su tendencia a deprimirse, que seguía a la vuelta de la esquina. Podía “estar limpio” hacía años (y de hecho, hasta ahora nada indica que no haya sido así), pero la engañosa sensación embriagadora de sentirse el peor, de no verle sentido a nada, continuaba ahí. 

Genuinamente apreciado por sus pares (en su especial sus contemporáneos: de Tom Morello a Ben Stiller) a Chris Cornell siempre le reconocieron cuatro cosas: su enorme voz, la técnicamente más dotada de todo el grunge, con su rango de cuatro octavas; su inapelable sex-appeal (era el más atractivo de la generación alternativa de los 90, por más que al ángel de Kurt Cobain no haya con qué darle y Eddie Vedder sea dueño de una genuina bonhomía); su puñado de canciones con las que sin duda marcó los 90 como “Black Hole Sun”, “The Day I Try To Live”, “Spoon man”, la citada “My Wave” o “Rusty cage” (que Johnny Cash eligió para versionar); y, no menos importante, su falta total de divisimo. 

“Para mí la música no tiene que estar guiada por el ego”, decía quien tuvo actitudes generosas y cero competitivas con cada uno de sus pares de la escena de Seattle. Y es que siendo uno de los primeros de su camada que había conseguido firmar para un sello grande (bastante antes de que Pearl Jam o Nirvana siquiera estuvieran en carpeta), realmente estaba convencido de que el asunto no era “llegar solo” sino con sus compañeros de ruta. “Habíamos logrado generar esta escena alentada por la sana competencia y la camaradería entre bandas. Hacíamos música con mucha libertad y frescura”, señaló en el documental Malfunkshun, vida de Andy Wood. Así, no dudó en alentar y aconsejar a un novato Vedder cuando fue reclutado por sus futuros compañeros (ya experimentados rockeros de la ciudad) para formar Pearl Jam. O de formar la banda homenaje Temple Of The Dog (relegando momentáneamente sus propios proyectos) para poner en su justo lugar la memoria de Andy Wood, el malogrado rockero glam que todos ellos admiraban y había muerto de sobredosis poco antes de alcanzar la fama. “Hay algo que tiene que ver con perder amigos, particularmente cuando sos joven, que no se supera así nomás. No creo que haya un proceso de curación”, señaló hace un par de años, cuando reflotó aquel grupo para volver a tocar por primera vez en vivo aquellas canciones inspiradas en su gran amigo.

“La mayoría de los frontman no nacemos súper machos como David Lee Roth de Van Halen. La mayoría nacemos más bien como Joey Ramone: tipos raros, medio perdedores, que de alguna manera encontramos nuestro lugar en el mundo cantando”, decía a la hora de reconocerse en escena. Una presencia con el bajo perfil que la generación alternativa de los 90 predicaba. Pero que, en su caso, por la potencia desgarrada de su voz, lo hacía destacarse aunque no quisiera. Entre la oscuridad de Black Sabbath y cierta imaginería religiosa producto de su crianza católica (que luego reafirmó convirtiéndose a la Iglesia Ortodoxa cuando se casó con su segunda esposa de origen griego). “No me subo y hago un personaje. Es más una voz que escucho dentro de la música y que no puedo dejar de expresar”. Acá en Argentina pudimos verlo por primera vez en el Personal Fest del 2007, demasiados años después de su explosión con Soundgarden (y habiendo terminado hacía poco Audioslave, banda de resultado dispar formada con varios Rage Against The Machine) y no defraudó para nada. Aunque estaba claro que la emoción se disparaba cuando elegía temas de su antigua banda. Situación que efectivamente se dio en 2014 cuando ya vuelto a juntar con sus compañeros (Matt Cameron faltó a la cita por estar con Pearl Jam, pero formó parte del regreso) dieron un gran show en el Lollapalooza. “Mi sueño es tocar en el Colón”, dijo poco tiempo después para sorpresa de no pocos. Y eso hizo en diciembre del año pasado: acompañado por un multi-instrumentista y sin resignar su vestimenta de jeans, remeras raídas y zapatillas (grunge for ever) presentó un compendio de su carrera y con el mejor buen humor que se le había visto en toda sus visitas. Como en Detroit, nada hacía prever aquella vez este abrupto final. Era talentoso, era humilde, era fácil de olvidarse de él pero ahora, que acaba de morir, deja un espacio lleno de pena. Quizá él no lo imaginara, pero se lo recordará.