Se cuenta que durante la Segunda Guerra Mundial la agencia de inteligencia estadounidense concibió un plan insólito para hacer mella en el infatigable espíritu de lucha japonés: una “guerra psicológica” a todo o nada que incluía cubrir la superficie del monte Fuji –una de las tres montañas sagradas de Japón y su el símbolo más reconocible en el mundo del archipiélago nipón– de pintura roja. Aunque la idea fue evaluada con cuidado, primó el sentido común, o mejor dicho la comprensión de lo irrealizable: cuando los responsables del plan calcularon que los B29 previstos para el operativo de “baño rojo” tendrían que lanzar unas 120.000 toneladas de pintura sobre la montaña, la idea fue abandonada. El monte Fuji se salvó de la profanación y Japón –que sufriría poco después el indecible desasatre de Hiroshima y Nagasaki- logró preservar al menos la majestuosa belleza del cono volcánico sin pintura alguna sobre su cumbre eternamente nevada. 

Desde siempre, este volcán armonioso se convirtió en fuente de inspiración para la cultura japonesa: novelas, relatos, canciones y pinturas aluden a su cima siempre blanca. Y junto con la inspiración artística se volvió un codiciado objeto de deseo para el turismo, sobre todo porque el Fuji-san –su nombre nipón, donde san no alude al tratamiento de respeto usado habitualmente para las personas sino que significa “montaña”– puede ser notablemente huidizo. Todo depende de los caprichos del clima, que suelen cubrirle la cumbre con una densa capa de niebla y nubes. 

PUNTOS DE VISTA El Fuji se levanta a unos 100 kilómetros de Tokio, y sin embargo en un día claro es visible desde lo alto de la Skytree, la gran torre de 634 metros que se jacta de ser la construcción artificial más alta del país. Sin embargo, bien vale la pena acercarse un poco para verlo desde más cerca. Son muchos los lugares recomendados para observarlo y fotografiarlo, desde la región de los Cinco Lagos del Fuji hasta las playas de Kamakura, una localidad al sur de la capital célebre por el Gran Buda y sus templos. 

Entre ellos, Hakone tiene un encanto adicional gracias a la abundancia de onsen, los baños termales que están profundamente ligados a la tradición japonesa. La ciudad, enclavada en las montañas, tiene menos de 15.000 habitantes y un importante desarrollo turístico durante todo el año. El monte Fuji está siempre allí, inamovible, con sus 3776 metros de altura, pero hay que confiar en el pronóstico para verlo: en cualquier estación las nubes pueden ocultarlo por completo, aunque el invierno se considera el momento de cielos más despejados, sobre todo en las primeras horas de la mañana y de la tarde. Sin embargo, el verano también es muy elegido por quienes quieren ascender hasta la cima, una excursión muy popular en julio y agosto (los únicos meses autorizados). Por las dudas, no creer que se hará un viaje místico hacia la montaña sagrada en toda soledad: los diferentes caminos de acceso suelen mostrar largas hileras de caminantes que convierten la expedición en una ocasión social parecida a caminar por Shibuya pero sin semáforos. 

Graciela Cutuli
Hakone Tozan Cable Car, para trepar 211 metros entre las estaciones Gora y Sounzan.

AL PIE DEL VOLCÁN El entorno de Hakone es altamente volcánico: por lo tanto, conviene verificar antes de ir cómo está la actividad en la región y en los alrededores del lago Ashi, ya que algunos de los medios de transporte en la zona pueden cerrarse por motivos de seguridad. Considerando que para una localidad tan pequeña los turistas suman varios millones anualmente, bien vale asegurarse también el hospedaje antes de llegar (sobre todo si son períodos de vacaciones o se coincide, por ejemplo, con el Año Nuevo Chino). Además hay que organizar el traslado: hay varias opciones, pero no todas incluidas en el JR Pass, el pase de trenes más popular entre los turistas. Si se cuenta con el pase se pueden tomar el shinkansen Shinagawa-Odawara y desde allí seguir o en autobús o en tren hasta la estación Hakone Yumoto, para luego tomar el Hakone Tozan Train hacia Gora, y después el Cablecar que va hasta el teleférico rumbo a Owakudani (donde ya se puede tener un buen panorama del monte Fuji). Una auténtica expedición. Una de las mejores opciones es comprar el Hakone Free Pass, que incluye los traslados en todas estas variantes de transporte y permite aprovechar el tiempo mucho mejor. Entre un trasbordo y otro hay parques, museos y jardines para ver; se podría pasar una vida recorriendo esta zona montañosa jalonada de pequeñas localidades turísticas que es especialmente hermosa con las nieves del invierno y con el florecimiento de las hortensias en verano: pero cualquiera sea el destino elegido sí o sí hay que disfrutar de los onsen, o Hakone no sería Hakone.

EL ENCANTO DEL RYOKAN El Fujiya Hotel de Miyanishita, uno de los centros termales de Hakone, es uno de los más célebres de la región. Construido en 1891 en un estilo que combina la arquitectura tradicional japonesa con elementos occidentales, es el lugar a elegir si se quiere respirar la atmósfera de otros tiempos o alojarse en los mismos lugares que personalidades como el archiduque Francisco Ferdinando de Austria, en 1893, o John Lennon con Yoko y su hijo Sean en los años 70. Pero hay muchas otras opciones: toda la región está sembrada de pequeños hoteles tipo ryokan, la posada tradicional japonesa, donde se puede dormir en medio de los bosques totalmente integrados en la naturaleza, rodeados de mamparas corredizas de bambú y papel de arroz, sobre un tatami extendido en el suelo. Pronto se conocerán las reglas: quitarse el calzado al entrar, ponerse las pantuflas de uso interior, sentarse en el suelo para comer sobre las mesas bajas y vestirse con la yukata –una suerte de sencillo kimono de algodón– para permanecer en la habitación y visitar el ofuro, los baños de agua caliente en bañeras de madera de cedro. 

Muchos de los ryokan de Hakone tienen baños privados para sus clientes, compartidos entre pocas habitaciones, donde valen las mismas normas que en los onsen públicos, el nombre genérico de las termas de origen volcánico frecuentes en todo el archipiélago japonés. En la gran mayoría hombres y mujeres se bañan por separado, totalmente desnudos, y solo después de haberse duchado cuidadosamente. En cuanto a los tatuajes, tan comunes en los occidentales, aquí no están bien vistos por ser propios de la mafia japonesa: la única que queda es taparlos si se quiere entrar en el onsen.

Graciela Cutuli
Un torii, el arco que divide el espacio sagrado del profano, en aguas del lago Ashi.

FUJI-SAN DESDE EL LAGO Pero todavía falta lo mejor. Además del museo Chokoku-no-mori, que reúne al aire libre cientos de esculturas de los últimos dos siglos (y tiene también un pabellón cubierto con obras de Picasso), entre las grandes atracciones de Hakone están el “gran valle ardiente” de Owakudani, un auténtico viaje al centro de la tierra entre chorros de azufre y vapor,  y el lago Ashi, que duplica serenamente en su espejo tranquilo la silueta del monte Fuji. El lago se puede recorrer en barcos de crucero que paran en las localidades de las orillas, para conocer los pequeños pueblos y visitar los templos, siempre con la montaña sagrada como centinela del viaje. También desde el Museo de Bellas Artes Narukawa –como desde el crucero o el teleférico que sobrevuela Owakudani- se puede tener una de las mejores vistas del lago y el Fuji, con su dominio silencioso sobre todo el paisaje de los alrededores. Su laderas armoniosas, reverenciadas pero también temidas por una posible erupción latente, lo hacen difícil de imaginar como era hace más de mil años, cuando en la erupción más violenta de su historia arrojó los caudales de lava que crearon el misterioso bosque de Aokigahara y le ganaron la reputación de una poderosa deidad. Y aunque su último episodio de fuego fue hace 300 años, el enigma del Fuji-san aún está lejos de haberse apagado.