El verano en la costa me ha recordado, siempre, la canción del perro salchicha, gordo bachicha que toma solcito a la orilla del mar (1). Era el único disco que teníamos en casa, y sonaba, en rueda sinfín, durante las tardes nubladas. Se nos pegaba la letra y después, como un reflejo condicionado, la repetíamos cada febrero mientras entrabamos al mar, como una banda sonora obligatoria.

Ese recuerdo - que a su vez es el recuerdo de un recuerdo -aparece cada vez que visito la playa. No importa la cantidad de años que hayan pasado, se presentifica como un portal ineludible: un rincón del mundo sostenido en la memoria, donde estar a salvo.

Esta vez fue diferente.

Algunas décadas después de aquella infancia, tumbada en la arena al costado del agua, espumosa y bisbiseante, me volví un garabato. La playa estaba tibia y jugaba a cambiar de colores cuando soplaba el viento. En ese mismo viento llegaba montado aquel cuento en la voz de mi madrina. Ese de la niña que jugaba con la arena: “por ser tan linda y amarilla te voy a dejar un regalo”, y con el dedo dibujaba un garabato . En esa parte María Alicia, mi madrina, desplegaba sus brazos como un espantapájaros para darle forma a su versión de monigote. Era tan divertido escucharla... Un espectáculo hipnótico capaz de llenar cualquier vacío.

María Alicia era consciente de sus encantos brujos y sabía que, particularmente en ese relato, su voz zurcía males a pesar del paso del tiempo. Después se fue de viaje para siempre, y su huella sonora se fue desvaneciendo. Pero el monigote quedó, holográfico, en mi memoria.

Será porque cambian los deseos, los dolores; o simplemente por azar amoroso (o amoroso azar), esta vez frente al maremágnum no había gaviota que va y se alborota, confundiéndose al perro con un salchichón. Esta vez, y tal vez - ensayo- porque llorar salado frente al mar emparenta las aguas, le da continuidad; las palabras de María Alicia crecen, traídas desde lejos del pasado, para convertirme en este dibujo trazado en la arena por el dedo de una niña –a lo mejor yo misma, visitándome, quebrando el tiempo para ser mi propio abrazo-. “Glubi glubi” dijo el agua “monigote en la arena es cosa que dura poco”.

El enlace de sonidos que vienen, entonces, desde lejos y desde atrás - la canción de María Elena Walsh, la voz de mi madrina- convergen en el ruido de las olas desarmándose en la orilla y me coloca, otra vez, en esa cronotopía casi ficcional llamada ¿infancia?, pero ahora con otro cuerpo, otra piel, otra respiración. Todo esto que soy, esta encarnadura, esta pila de huesos castigados, esta corriente caudalosa y desorientada; lo que soy y lo que tengo, decía, se desarma para dejar de ser.

Como un monigote en la arena voy dejando de estar, para convertirme en apenas un trazo calado entre los minúsculos granos húmedos. El agua me alcanza un pie y lo borra, luego el otro: la espuma se lleva la materia y la huella. Refresca sentir cómo se desarman las tripas y se confunden con el agua salada, el pecho, el corazón, la garganta… y las penas.

“Flu flu - cantaron las nubes- monigote en la arena es cosa que dura poco”.

Así también desaparece mi mente.

Y aquí me quedo, al lado de la rompiente, entre el cuento de mi madrina y la canción de antaño: un viaje inesperado. Entre el agua y las nubes. No siendo.

“Y mientras se borraba siguió riendo hasta que toda la arena fue una risa que juega a cambiar de colores cuando sopla el viento”.

1. María Elena Walsh: “El show del perro salchicha”.

2. Laura Devetach: “Monigote en la arena”.

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