Han pasado diez años desde la muerte de Antonio Domingo Bussi. Bussi fue un general del ejército y también uno de los peores criminales de la última dictadura militar que devastó Argentina entre 1976 y 1983. Una dictadura caracterizada por el secuestro, la tortura y la ejecución de decenas de miles de ciudadanos, los desaparecidos. Entre ellos se encuentra mi padre, Máximo Jaroslavsky.

La historia de Bussi, a pesar de su criminalidad, contiene una importante lección. Una lección trágica que la sociedad argentina, como tantas otras, parece aprender y luego olvidar.

La última dictadura

“… La Providencia ha puesto sobre el ejército el deber de gobernar, desde la presidencia hasta la administración de un sindicato…” Monseñor Bonamín, 10 de octubre de 1976.

Durante el siglo XX Argentina sufrió seis golpes de estado. Estas constantes interrupciones a la democracia se debían –entre otros factores– a que las fuerzas armadas creían ser los preceptores o ‘supervisores’ de la sociedad civil.

Este rol fue alentado por los sectores económicos más poderosos del país y contó con la invalorable bendición de la Iglesia Católica.

La iglesia apoyó al ejército no sólo por los beneficios que obtenía. El ejército y la Iglesia compartían la convicción de que Argentina debería ser un país católico, una sociedad regida por la doctrina católica, cuyo Dios, paradójicamente, les había ordenado: 'No matarás'.

Los cambios sociales y culturales de comienzos de la década del setenta, la violencia política y la incipiente aparición de organizaciones armadas dieron a las Fuerzas Armadas la excusa (una vez más) para comenzar a planear otro golpe de estado.

Hacia fines de 1975, la sociedad argentina presentía que los militares tomarían el poder nuevamente, pero nadie imaginaba que esta nueva dictadura sería dramáticamente diferente a las anteriores.

Max, mi padre, trabajaba como médico cardiólogo en el Hospital Centro de Salud, en la capital de Tucumán. La pequeña provincia del norte, asociada históricamente a la producción de caña de azúcar, llevaba décadas cayendo en una espiral de pobreza y desempleo, lo que hacía que la situación política fuera aún más inestable.

Max Jaroslavsy, médico desaparecido y padre del autor de  esta nota

La noche del 19 de noviembre de 1975 (cuatro meses antes del golpe) mi padre salió del hospital donde trabajaba para visitar a algunos de sus pacientes y luego regresar a casa. Pero nunca regresó.

En algún lugar entre el hospital y sus pacientes fue secuestrado. Max desapareció cuando yo tenía cinco años. Sin saberlo, se convirtió en una señal más de lo que estaba por venir.

Las fuerzas armadas, encabezadas por el general de brigada Adel Vilas, habían iniciado el Operativo Independencia, un ensayo para poner en práctica las técnicas de secuestros, torturas y desapariciones aprendidas de la CIA en la Escuela de las Américas. Un plan de exterminio que, después del golpe militar, se aplicaría a todo el país.

Las fuerzas armadas también habían recibido entrenamiento de la OAS (l'Organization de l'armée secrète), la organización paramilitar francesa conocida por sus operaciones de tortura y asesinatos en un intento de evitar la independencia de Argelia del dominio colonial francés.

Pocos días después de la desaparición de mi padre, el Operativo cambió de mando: el general Adel Vilas fue reemplazado por el general Bussi.

El nuevo comandante había asistido a la Escuela de las Américas en Fort Leavenworth y también fue llevado como observador a Vietnam.

Bussi dirigió el Operativo Independencia hasta el golpe, cuando la junta le otorgó la gobernación de Tucumán en reconocimiento a su brutalidad.

Una nube de negación y miedo invadió mi casa y las campañas pidiendo el paradero de mi padre se silenciaron. Nada ni nadie volvió a mencionarlo excepto aquel apellido tan llamativo que nos dejó, sobre todo en la escuela católica donde nos enviaron poco después.

El resentimiento de Vilas por su reemplazo lo llevó a escribir sus memorias del Operativo Independencia. Su relato deja entrever las mentiras promovidas por el ejército. En uno de sus párrafos sostiene que al dejar el mando a Bussi “la subversión armada había sido total y completamente derrotada” (...) “La mayor satisfacción fue recibir días después, ya estando en la capital federal (sic), el llamado del general Bussi, quien me dijo ‘Vilas, Ud. no me ha dejado nada por hacer’”.

Sin embargo, luego del golpe, comenzaría una feroz carnicería comandada por Bussi, demostrando que el objetivo de la dictadura excedía ampliamente la aniquilación de la insurgencia armada. Las Fuerzas Armadas buscaban la exterminación de cualquier tipo de oposición o disenso para imponer un proyecto de reestructuración económica y social.

“Primero mataremos a todos los subversivos; luego mataremos a sus colaboradores, luego a sus simpatizantes, luego a los indiferentes y finalmente a los indecisos” –General Ibérico Saint-Jean, International Herald Tribune, 26 de mayo de 1977.

El carácter medieval de la dictadura también quedó ilustrado por la quema de libros y la censura. El ejército bautizó a esta nueva dictadura con el nombre de ‘Proceso de Reorganización Nacional’.

Argentina atravesó años de horror, con un impacto desastroso en la economía. En un contexto de corrupción generalizada, sin supervisión ni control, el ejército alentó la toma de enormes deudas por parte del sector privado que luego absorbió como deuda estatal.

Cuando la economía comenzó a incendiarse, las fuerzas armadas decidieron buscar una causa que justificara su permanencia en el poder. El histórico y justo reclamo sobre las soberanía de las Islas Malvinas fue la oportunidad para intentar reunir apoyo popular. Fue así que las fuerzas armadas le declararon la guerra a una de las principales potencias militares del mundo. La predecible derrota militar provocó la implosión definitiva de la dictadura.

El retorno a la democracia

Después de siete años de crímenes, desapariciones, encarcelamientos sin juicio, torturas, el exilio forzado de miles de argentinos y la apropiación de hijos recién nacidos de madres ejecutadas en centros clandestinos de detención, la dictadura se derrumbó.

El ejército no sólo trajo terror al país. La dictadura dejó en estado de pobreza a un tercio de la población. Fue así que en 1983, una Argentina endeudada y destruida inició el retorno a la democracia. Fue una época marcada por un fuerte sentimiento de liberación y una profunda exigencia de justicia. Argentina se convirtió en uno de los pocos países del mundo en el que un gobierno elegido democráticamente enjuiciaba a altos oficiales militares por sus crímenes.

Durante estos juicios, un sector mayoritario de la sociedad argentina recibió una dura cachetada: aquella enorme porción de ciudadanos que, ante la sospecha de los horrores cometidos por los militares habían optado por la ignorancia, se vieron cara a cara con las fosas comunes, los testimonios de los sobrevivientes, la tortura. Los resultados de aquel régimen que activa o pasivamente habían aceptado.

La vergüenza dio rápidamente lugar a slogans promovidos por los cómplices del terror, especialmente la iglesia: “no mirar al pasado, sino el futuro”, “olvidar antiguos rencores”, etc. en definitiva: huir hacia adelante.

Paradójicamente, las autoridades eclesiásticas (incluido el actual Papa) que mantuvieron un profundo silencio durante la dictadura, encontraron con la democracia la voz que habían perdido amenazando con excomuniones y plagas a cualquiera que se atreviera a aprobar la nueva ley de divorcio.

La negativa de las Fuerzas Armadas a aceptar la legitimidad de los juicios representó también una amenaza constante para la frágil democracia. Fue así que los gobiernos de Alfonsín y Menem claudicaron y aprobaron leyes que garantizaban a los militares la impunidad de sus crímenes.

Para los familiares de las víctimas de la dictadura, el clima de esos años era de una profunda frustración ante una situación de impunidad que parecía convertirse en un rasgo permanente del país. Pero algo mucho más siniestro estaba por suceder en aquel Tucumán de mi infancia.

La democracia no producía milagros, mientras que los nostálgicos de la represión promovían el mito de la dictadura como una época de “orden y seguridad”. En este marco de desencanto, hacia finales de la década de los ochenta, la provincia de Tucumán dio la bienvenida a una de las principales figuras de la dictadura. Bussi había retornado.

Make Tucumán Great Again

En 1987, cuatro años después del retorno de la democracia, Bussi reapareció en Tucumán, libre, gracias a las leyes de impunidad. Se presentó como cabeza de lista de un partido que nadie conocía y obtuvo el 18% de los votos en su primera elección.

Sus discursos alimentaron la frustración de la población con consignas incendiarias, jurando corregir esta democracia corrupta y débil.

En 1993 Bussi fue elegido diputado nacional por Tucumán y en 1995, como si su impunidad no fuera ya suficientemente repulsiva, derrotó al candidato del peronismo y el radicalismo para convertirse en gobernador una vez más.

Veinte años después del inicio del Operativo Independencia, uno de los principales criminales de la dictadura obtenía nuevamente la gobernación de Tucumán, esta vez gracias a una avalancha de votos de decenas de miles de ciudadanos.

Su ascenso al poder ocurrió durante mi adolescencia. Ser testigo del apoyo que recibió de mis maestros, mis vecinos y amigos de la familia me hizo comprender claramente que las fuerzas armadas no “invadieron” Argentina. Surgieron del miedo de la gente; fue el resultado de sembrar odio en la sociedad y cosechar su ira.

Votar por Bussi también significaba venganza, una reacción irracional a los rápidos cambios culturales y sociales asociados a la democracia. Bussi ofrecía la promesa de un regreso a un pasado mítico de ‘honestidad y decencia’ en contraste con las ansiedades de este mundo moderno y degenerado.

Observé este proceso con incredulidad, viendo cuán fácil era culpar a la democracia, exagerar sus defectos y promover la indignación a la vez que Bussi posaba como el antídoto, un antídoto hecho de soluciones tan simplistas que parecían una broma.

Pero fue real. Bussi ganó las elecciones usando la narrativa de un héroe anti-sistema que restauraría el orden nuevamente. Bussi puso la realidad patas arriba. Su criminalidad ya no era motivo de vergüenza: ahora era el representante de la honestidad, mientras que la democracia significaba corrupción.

El general celebró ignorando que un meteorito se acercaba rápidamente. Una investigación internacional del juez español Baltasar Garzón sobre el secuestro de ciudadanos españoles durante la dictadura descubrió que el general mantenía cuentas no declaradas en el extranjero. Se supo también que tenía casi $ 250.000 en el Hollandsche Bank-Unie NV a nombre de su esposa, más una serie de propiedades que no pudo justificar, incluidos 17 departamentos en los exclusivos barrios porteños de Palermo y Recoleta, acciones y autos.

Sin las mordazas de la dictadura, la población pudo ver rápidamente que Bussi era tan o más corrupto que cualquiera de los que prometía combatir. El duro golpe dejó al general balbuceando mentiras infantiles: “Fue una omisión involuntaria” dijo, sosteniendo que el dinero fue producto de “becas otorgadas por el ejército y el gobierno de Estados Unidos”.

El mito del militar como administrador duro e incorruptible se evaporó rápidamente cuando la televisión difundía la imagen del valiente general llorando, incapaz de explicar el origen de su fortuna, sus propiedades y sus cuentas en el exterior.

Bussi no fue derrotado por otros partidos políticos. Se derrotó a sí mismo, hundido por sus propias mentiras. El talento de este general se limitaba a torturar y disparar a detenidos indefensos. Si su administración hubiera logrado tan solo un par de éxitos económicos para sostener el mito de la “eficiencia”, su figura podría haber alcanzado niveles aún más repugnantes.

Memoria, Verdad, Justicia y Réquiem

La elección de Bussi expuso al país los peligros de la impunidad. Después de muchos años, la sociedad argentina maduró y junto con las organizaciones de derechos humanos y un nuevo gobierno, comenzaron a enfrentar el tema de la impunidad. Se derogaron las leyes que impedían investigar y juzgar los crímenes de la dictadura. Bussi fue juzgado en un país al que ya no podía engañar ni asustar.

Bussi vivió lo suficiente para ver que no quedaba nada de ese modelo de sociedad que la dictadura había querido imponer. En agosto de 2008 fue condenado a cadena perpetua. Fue dado de baja del ejército, perdiendo así su rango y su condición de militar.

El octogenario pasó sus últimos años bajo arresto domiciliario. En 2011 comenzó a sufrir complicaciones cardíacas y fue ingresado en una clínica de cardiología.

La ironía me resultó casi increíble: el hombre que torturó y ejecutó a cientos sin remordimientos estaba tendido sobre las sábanas limpias de una clínica que mi padre cofundó poco antes de que el ejército se lo llevara.

En ese entonces yo ya llevaba doce años viviendo en York, Inglaterra, siguiendo una carrera como pintor. Supe a través de las noticias que Bussi estaba a punto de morir. Ese día escribí un artículo para Pagina/12, recordando que si bien Bussi era el psicópata que había comandado decenas de campos de concentración, no debíamos olvidar que cientos de empresarios, medios de comunicación y la Iglesia Católica compartían sus objetivos.

Representar a la dictadura como una empresa puramente militar es un grave error de análisis que beneficia con olvido a quienes apoyaron sus crímenes mientras se beneficiaban con el régimen. Los encargados de la propaganda, los obispos que bendijeron la masacre y las empresas que llenaron las páginas con loas a los dictadores compartían un mismo objetivo.

Por esa época, mi madre, que aún vive en Tucumán, recibió una llamada de un hombre que le dijo que tenía información sobre mi padre y le dejó un número de teléfono.

Cuando finalmente logré ponerme en contacto con él, supe que el hombre atravesaba una crisis depresiva y que su psicólogo le había recomendado contactarse con nosotros. Con voz temblorosa describió un viaje en colectivo cuando aún era un adolescente, el grupo militar que detuvo el micro, su detención y traslado a un centro de concentración que funcionaba en la jefatura de policía de Tucumán. Todo esto porque tenía el mismo apellido que alguien a quien buscaban. Allí pasó meses en un infierno de tortura, encapuchado y aterrorizado.

En su necesidad de contar lo que había callado durante tantos años, el hombre narró con cada detalle el terror por el que pasó. Finalmente habló del recuerdo de una persona mayor que él, quien le brindó apoyo durante su encarcelamiento. Esa persona era mi padre.

Después de décadas de búsqueda, esta era la primera vez que recibía información creíble sobre el destino de Max tras su desaparición; una pequeña pieza para comenzar a resolver el enigma.

Este sobreviviente se convirtió en uno de los principales testigos de los juicios contra los represores de la Jefatura Central de Policía de Tucumán. En su testimonio, recordó y agradeció el apoyo que Max les dio a los más jóvenes. Recordó también que aconsejaba a los detenidos no beber agua después de las sesiones en las que los militares los torturaban con descargas eléctricas.

Su testimonio describió también la última vez que vio a mi padre, atado sobre unos caballetes de madera después de una sesión de tortura, moribundo. Él cree que esto fue alrededor de julio de 1976. Para entonces, mi padre llevaba más de ocho meses de tortura. 

En esa lotería infernal, donde los militares decidían a su antojo quién vivía y quién moría, el joven fue arrojado semidesnudo en las afueras de la ciudad. Permaneció escondido en casas de familiares hasta que finalmente pudo salir de Argentina para esperar el regreso de la democracia.

Copiar y pegar, los libertarios “antisistemas”

Construir una democracia estable fue un proceso penoso y difícil para la Argentina. Pocas semanas atrás se llevaron a cabo elecciones legislativas para renovar la mitad de la cámara de diputados y un tercio del senado de la nación.

Como todos los países, Argentina enfrenta las consecuencias de una pandemia que ha golpeado duramente su economía, además de la enorme crisis generada por la irresponsable deuda contraída por el gobierno de Mauricio Macri.

El resultado fue un predecible revés para el oficialismo. Sin embargo, un nuevo fenómeno se destaca en los medios: un candidato mitad economista mitad bufón, el ‘libertario’ Javier Milei obtuvo más del 17% en la ciudad de Buenos Aires.

Hasta ahora Milei era sólo un economista-charlatán que tuvo sus quince minutos de fama cuando se descubrió que gran parte de sus artículos eran plagios de autores de la Escuela Austriaca de Economía. Copiar y pegar.

Poco después lanzó su candidatura ‘antisistema’, con un discurso violento contra la “casta política” encontrando eco principalmente en un segmento de votantes varones jóvenes. Independientemente de su vulgaridad, otras señales ayudan a entender su perfil ideológico: la segunda candidata en la lista de Milei es la abogada Victoria Villarruel, conocida por haber negado en repetidas ocasiones la existencia del terrorismo de Estado durante la dictadura militar. El terrorismo de estado es ahora ‘fake news’.

Este fenómeno se repite en otros países latinoamericanos donde el mapa político comenzó a poblarse con personajes similares, todos ellos negando los crímenes de las últimas dictaduras, todos ellos sembrando paranoia y llamando a una guerra contra extraños enemigos que quieren destruirnos. Un discurso agresivo que niega también el calentamiento global, la realidad de una pandemia mundial y ataca cualquier tipo de aspiración de justicia social.

Luego de su exitosa primera elección, Milei recibió felicitaciones de otros partidos latinoamericanos de extrema derecha, entre ellos el del candidato presidencial chileno José Antonio Kast. Kast es un abogado católico, padre de nueve hijos, acérrimo crítico del aborto y del matrimonio igualitario. También ataca con frecuencia la inmigración, aunque su propio padre era un inmigrante alemán: un teniente, miembro del partido nazi, que se fugó a Chile al finalizar la Segunda Guerra Mundial. El hermano de José fue ministro del régimen militar de Pinochet.

Unos días después, Milei devolvió los saludos a Kast luego de su exitoso resultado en la primera vuelta de las elecciones chilenas. Los cánticos de “Viva Pinochet” acompañaron la celebración.

Trump cambió las reglas creando un nuevo escenario en donde la ignorancia o la inmoralidad ya no son motivo de vergüenza, ni obstáculos para llegar al poder. Su ascenso demostró empíricamente cuánto se puede lograr falsificando abiertamente la realidad o incitando el odio. Esta total falta de inhibición de Trump fue el espejo que usó Bolsonaro para modelar su imagen. Desde entonces, un número creciente de líderes latinoamericanos encontró la inspiración y la legitimación que buscaban.

Por su parte, al igual que en Estados Unidos, un gran sector del electorado local cree que este fenómeno casi payasesco se desvanecerá.

El expresidente de Estados Unidos Donald Trump

Pero ¿cuántas veces la humanidad ha presenciado el surgimiento de estos personajes casi cómicos que utilizan las frustraciones de la sociedad para crear chivos expiatorios, dividir y promover guerras culturales con el simple objetivo de llegar al poder? ¿Cuántas veces el narcisismo irresponsable de estos ‘vengadores antisistema’ ha terminado en una pesadilla para toda la sociedad?

El horror de las dictaduras obligaba a los nostálgicos de estas ideologías a reprimir u ocultar sus simpatías. Trump les mostró que esto ya no era vergonzoso. Y Milei hizo “copiar y pegar” una vez más.

Un simple ejemplo: antes de ser elegido gobernador de Tucumán, Bussi fue diputado nacional en 1993. El nuevo ‘fenómeno político’ argentino Javier Milei nunca mencionó que durante este tiempo trabajó para Bussi como su asesor económico. El desbocado economista lo mantuvo en secreto durante casi 30 años. Pero Milei ya no se avergüenza de su asociación con Bussi.

Poco después de terminada la Segunda Guerra Mundial, Albert Camus publicó La peste, una brillante alegoría sobre el fascismo y la destrucción que trajo a Europa. En su último párrafo Camus deja una advertencia escalofriante recordándonos que “el bacilo de la peste no muere ni desaparece jamás, que puede permanecer durante decenios dormido en los muebles, en la ropa, que espera pacientemente en las alcobas, en las bodegas, en las maletas, los pañuelos y los papeles, y que puede llegar un día en que la peste, para desgracia y enseñanza de los hombres, despierte a sus ratas y las mande a morir en una ciudad dichosa.”

Sin embargo, a pesar de la evidencia, aún no podemos encontrar un antídoto para esta nueva encarnación del fascismo, esta atracción por las soluciones necias y simplistas. En palabras de Federico Fellini: “El fascismo no se puede combatir si no reconocemos que no es más que el lado estúpido, patético y frustrado de nosotros mismos, el lado del que deberíamos avergonzarnos”.

 

Este artículo fue publicado en The Independent el 6 de enero. La totalidad del pago recibido será donado a Abuelas de Plaza de Mayo. Abuelas tiene como objetivo localizar y restituir a sus legítimas familias todos los niños desaparecidos por la última dictadura argentina. www.abuelas.org.ar