Habían viajado toda la noche en un rastrojero. Al amanecer, final del viaje, cuando el padre frenó entre dos médanos, la madre despertó al hijo. El chico tenía nueve, no más, y nunca había visto el mar. Llegamos, le dijo. El chico se restregó los ojos, bajó hundiéndose en la arena. Y lo vio. La visión fue un instante. Se desmayó. Creo haber escrito antes esta historia, antes y mejor. Como suele ocurrirme cada vez que intento escribir sobre el mar y busco libros sobre esa inmensidad que con su potencia desmayó al pibe del cuento, la infinitud me supera.

“Un intrépido marino, vigoroso y frío observador, cuyos días se deslizan en el inmenso océano, confiesa con franqueza que la primera impresión que se recibe al contemplarlo, es de miedo. Para todo ser terrestre es el agua el elemento no respirable, el elemento de la asfixia. Barrera fatal, eterna, que separa irremediablemente ambos mundos. No nos sorprende, pues, que la gran masa de agua denominada mar, desconocida y tenebrosa en su profundo espesor, se haya aparecido siempre formidable a la humana imaginación” escribe Jules Michelet, escritor predilecto de Marguerite Duras. Conviene internarse en “El mar”, su ambicioso ensayo de 1861 que contempla el origen de la vida, los peces, las tempestades, las playas y las cualidades salutíferas. A Michelet no se le escapa ningún tópico relacionado con lo marino, navegaciones, geografías y condiciones climáticas, pero lo que cuenta es otra cuestión: su prosa tiene un encanto poético que explica la fascinación de Duras. La imagino leyendo a Michelet en su casa de Neauphle Le Chateau que pudo comprar con los derechos cinematográficos de “Un dique contra el Pacífico”, esa novela vietnamita en la que describe la relación aterradora con una madre colona pobre y desquiciada que lucha contra el océano que devora su propiedad cultivada, un hermano violento y la entrega de la niña a un comerciante chino influyente, novela que sería base de su best seller “El Amante”. Cuando la imagino a Duras, la imagino leyendo, escribiendo en un cuarto amplio, luminoso, y también en la cocina, uno de sus espacios favoritos de la casa, donde pensó alguna vez un libro de recetas en las que predominaba el curry. “Esa casa me consolaba de todas las penurias de infancia”, escribió. La casa había sido parte de una granja, luego de un notariado y más tarde, cuando Duras la compró, tras arreglarla y poblarla con sus libros, la visitaban su exmaridos, sus amigos, los Gallimard, y también sus amantes. Hay que imaginársela a Duras cuando todos se van y queda sola en ese caserón de 400 metros. No siente miedo. Sí, la soledad. Y la desesperación. Vienen juntas. Y las acompaña el whisky. “La soledad no viene, se hace”, escribe. “Yo la hice”. Y la escribe en “Escribir”, su ajustado y tajante tratado personal contra el conformismo de las escrituras fáciles.

Es cierto, se me reprochará, que venía escribiendo sobre el mar y dejándome arrastrar por la deriva vine a dar a Duras. Pero, me pregunto, si acaso la escritura no es una forma de encarar una travesía en un mar de dificultades: las irrupciones aterradoras del Kraken o los Fuegos de San Telmo no por subjetivas e imaginarias dejan de ser reales.

Según Angelo Solomon Rappoport las historias sobre el Kraken, el gigantesco monstruo marino, aparecieron en Aristóteles y Plinio pero fue en Escandinavia, tierra de marinos primitivos y supersticiones, donde surgieron las primeras fábulas sobre el Kraken y sus horrores. Olaus Magnus, obispo católico de Suecia, escribía en 1555 que la piel del monstruo parecía una playa de guijarros, lo que favorecía que muchos marinos desembarcaran sobre él y encendieran fuego hasta que el suelo empezaba a moverse y debían correr por su vida. Si bien nunca existió una descripción precisa de tan espantosa criatura, su tamaño y forma exceden toda medida. Capaz de devorar toda clase de peces, se alimentaba una vez al año engullendo todo lo que estaba a su alcance, incluyendo ballenas. Su cuerpo, de acuerdo a los islandeses, se calculaba en varias millas y al emerger con suavidad parecía cubrir toda la superficie marina. Había, no obstante, una forma de amedrentarlo y consistía en llamarlo por su nombre. Al nombrarlo el Kraken volvía a sumergirse tan suavemente como había aparecido.

La historia de los Fuegos de San Telmo, tal como sugieren diferentes versiones, se vincula con las llamas que se veían en los mástiles del Holandés Errante, barco fantasma en el que, a causa de un crimen a bordo, fue condenado por Dios a una epidemia y vagar eternamente sin tocar tierra. La leyenda del navío que irradiaba la destrucción a quienes lo cruzaban en una tormenta, aseguraban que esos fuegos contagiosos eran señal de tragedia. La historia, sin duda tentadora para la ficción, fue motivo de interés de Edgar Poe y Herman Melville entre otros.

Si un misterio queda pendiente en esta bibliografía azarosa es la identidad de Angelo Solomon Rappoport. Judío, nacido en 1871 en Baturin, una mínima ciudad en el norte de Ucrania, murió en 1950 en el East End londinense. Al intentar el rastreo de más data acerca de su existencia, no se encuentra su biografía, pero sí una vasta profusión de títulos que permiten conjeturar, a partir de sus variaciones, una prolífica vastedad intelectual. La historia, la filosofía, el socialismo, mitologías varias, entre las que se cuenta la judía, lo atrajeron. Como detrás de la huella de Michelet, Rappoport publica originalmente en Londres (Stanley & Paul, 1928) bajo el título “Superstitions of Sailors” el ensayo que, ya libre de dominio, se traduciría en España como “El Mar (M.E. Editores 1995). Y fue unos años después cuando lo encontré en una noche de sudestada en una librería de usados a pocas cuadras del muelle acá en Villa Gesell.

Si Michelet me remitió a Duras y ella al oscuro Rappoport, debo sumar en esta conexión con la literatura marina a María Negroni, quien en su “Pequeño mundo ilustrado” dedica una semblanza sugestiva al Capitán Nemo, el enigmático personaje de Jules Verne. Negroni escribe que Nemo “viaja como quien concentra la voluptuosidad en la distancia, acaso para hacer de ella una espuela del deseo, una excusa para el saqueo hambriento de las cosas. Como un niño perdido en el juego ideal de la noche náutica, Nemo lo tiene, literalmente, todo: luces de neón, aventuras, espejos y hasta el dolor. Un mundo, en suma, fuera del mundo. Para perderse – al estilo de Baudelaire – como un paseante submarino, lejos del alcance de esos tiburones malignos que son los hombres”.

 

Esta tarde, como siempre en la mesa de El Náutico, después de unas horas, cierro los libros y el cuaderno, contemplo el oleaje mientras pienso en esta corriente de lecturas. Entre los marineros, desde la más remota antigüedad, se les atribuyó a las mareas, como a las estrellas, el arbitrio de los destinos humanos. En este punto, me entrego al impulso de las lecturas y, lo advierto, me pasa como a aquel muchacho que al cruzar la rompiente empezó a clamar por auxilio: “Socorro”, gritaba. “Me olvidé de nadar.”