Nos encontramos en el velorio de Alejandra. Mi novia desde el 2013 al 2016 y la de ella del 2014 al 2018. En 2015 fuimos las tres un eslabón fundido en un material que se propagaba en medio del caos, un enlace entre el dolor y el goce que nos excitaba en algo que, a la distancia, me cuesta creer que fue parte de este mundo. Como también ahora me cuesta creer que Alejandra se haya muerto.

Nosotras dos, aún en el mundo de las vivas, permanecimos en un abrazo que yo me había imaginado. Sabía que nos íbamos a encontrar, no hubiese ido si no fuera porque sabía que nos dolía su muerte en el mismo lugar, teníamos una réplica de la herida por compartir un pasado más o menos reciente. Nos habíamos visto por última vez en una fiesta de fin de año multitudinaria y nos ignoramos. Yo creo que todavía estaba despechada y enojada. Además borracha. Igual que cuando recibí el mensaje del hermano de Alejandra para darme la noticia, un mensaje impersonal, reenviado varias veces a mucha gente.

Cuando la conocí, era la nueva amante de Alejandra y me encantaba. Una cocinera con los dedos morrudos y siempre tajeados de heridas superficiales. No usaba corpiño y le gustaba andar en bombacha, unas bien chiquitas por las que se le salían los pelos rubios de los costados. Se había quedado sin trabajo así que estaba instalada en la casa que Alejandra había heredado de su abuela materna, un caserón en Ingeniero Maschwitz con un jardín lleno de espinillos, romero y menta. Yo iba y me quedaba tres o cuatro días, ella preparaba comidas exquisitas y Alejandra estaba feliz de tenernos ahí. La casa tenía tres habitaciones que usábamos durante el día, cada una por su lado. La noche la pasábamos juntas.

En esa época ellas compartían intempestivos ataques de llanto, decían que porque estaba todo mal, venía un gobierno conservador y no podían soportarlo. A mí me afectaba también, pero no de la misma manera. Sus lágrimas me excitaban, la fragilidad y la rotura tenían un gran poder de convocatoria para pasar las noches sin dormir. Esas noches especialmente, Alejandra nos pedía que la atáramos. Disfrutaba de la imposibilidad de moverse. Usábamos sogas y aprendíamos mirando videos en youtube

Cuando la teníamos quieta nos turnábamos para darle golpes secos en la entrepierna y después le lamíamos los moretones que se le formaban enseguida. Eso le gustaba y nos pedía siempre más. Después, Alejandra se quedaba un rato largo en el baño y nosotras hablábamos de cualquier cosa, me contaba de sus recetas, a las que ella llamaba experimentos. Me hablaba de algas kombu, de panko y de una especia que había inventado. Me resultaba soberbia cuando hablaba de inventar especias, yo le decía que eso era combinar ingredientes y aromas pero que inventar era otra cosa. Discutíamos, nos tocábamos y seguíamos practicando con las sogas hasta que Alejandra salía del baño. A la mañana siguiente, cuando me daba a probar, tenía razón con lo de inventar.

En octubre de ese 2015, nos fuimos las tres juntas al Encuentro de Mujeres en Mar del Plata, no marchamos porque nos quedamos cogiendo en un departamento que Alejandra alquiló en Punta Mogotes. Nos enteramos que habían reprimido a la madrugada del lunes, Alejandra se tomó un rivotril y se quedó dormida. No me acuerdo que hicimos nosotras.

A principios de 2016 yo casi no iba a la casa de Maschwitz, nos veíamos esporádicamente y me ponía de muy mal humor el olor a menta y sus tristezas. Ellas se aburrieron de mí, lo que era casi peor que dejar de quererme. Por eso me enojé mucho.

No sé cuanto tiempo estuvimos abrazadas en el velorio, yo tenía los ojos hinchados, un pinchazo de rama de espinillo en la garganta y muchísimas ganas de decirle que nos fuéramos de ahí lo más pronto posible. A mi casa, a la suya, al auto o a un hotel. A tocarnos, a duelar, a despedirla. Pero no me animé y estuve en ese lugar el tiempo que duró el abrazo con ella.