Hay tantos que siguen sin entender por qué Cristóbal Colón no sigue en la plaza que lleva su nombre, atrás de la Casa Rosada, en ese casi círculo que era espacio público y ahora es prácticamente el jardín trasero de la presidencia. Toda justificación ideológica de la remoción de la pieza sonó y suena a ex post facto, a argumentos inventados para justificar algo que ya se hizo y que, por sorpresa, levantó una oposición inesperada. Más allá del espectáculo de ver políticos que sabemos son perfectamente indiferentes a la cultura y el patrimonio escandalizados por el tema –todo vale para hacer oposición– desmontar el Colón fue un error en serio.

La ciudad es un palimpsesto y remover algo es raspar líneas del libro y reemplazarlas por algo diferente, como si el libro ya no tuviera páginas y hubiera que borrar algo para escribir nuestra historia. Por supuesto que hay cosas que remover, como los golpistas de las calles y del salón de bustos presidenciales, y cosas que agregar, como las Baldosas de la Memoria, pero el estándar es el de la pura maldad del asesinato serial. Es la lógica que se está aplicando en varias ciudades del sur de Estados Unidos en este mismo momento para remover monumentos a los líderes de la rebelión confederada durante la guerra civil. Quienes piden la remoción de estos monumentos remarcan que son recordatorios de esclavistas erigidos en la época del revanchismo antinegro, de los linchamientos, de la discriminación más feroz, y que sólo pueden ser entendidos en ese contexto. Tomar a Colón como si viniera del mismo contexto y nada más es por lo menos un recorte cuestionable.

La cosa se agrava porque el actual presidente demostró, durante ocho años como jefe de Gobierno porteño, su absoluta hostilidad a todo lo que sea cultura o patrimonio. Para no mostrarse revanchista, aceptó remontar el monumento en otro contexto, uno de los espigones frente al Aeroparque, en la Costanera norte. Es un lugar demasiado expuesto para una pieza vieja de un siglo y realizada en ese material tan delicado que es el mármol de Carrara. Este mes, un especialista conocido en estas cosas, el arquitecto Marcelo Magadán, hizo circular un informe alarmante sobre lo que le va a pasar a la escultura si efectivamente se rearma en el Espigón Puerto Argentino, frente a un río a veces feroz, siempre contaminado y rodeado de aviones.

Magadán es vocal de la Comisión Nacional de Monumentos, de Lugares y de Bienes Históricos que preside Teresa de Anchorena, es master en restauración y es una garantía en ciertos ambientes. Para dar una idea, en este momento está restaurando nuestro primer monumento, la Pirámide de Mayo. En este otoño tan raro, visitó dos veces la pila de piedras que yace en el espigón costero y volvió alarmado. Lo primero que indica su informe es que el lugar elegido es “una atmósfera contaminada con una concentración de gases de combustión generados por el combustible aeronáutico quemado en las turbinas al momento del despegue y del aterrizaje”. El espigón está a cuatrocientos metros de la pista y doscientos de las mangas, cerca de los aviones, y tiene en el medio una avenida complicada, con fuerte tránsito de autos, colectivos y camiones. A menos de treinta cuadras está una de las fuentes bravas de contaminación de esta ciudad, la Central Puerto Nuevo, que emite un humo rico en anhídrido sulfuroso, particularmente agresivo con un álcali como es el mármol.

Pero lo peor, señala Magadán, es que el monumento va a estar permanentemente empapado por el agua del río, ya sea por salpicaduras directas, por el spray o por la humedad del lugar, por no hablar de las frecuentes sudestadas que golpean la costanera. Al estar básicamente rodeado de agua, en un ambiente de alta humedad, el mármol va condensar agua cada noche, aun si no llueve ni hay tormentas. Toda esta agua hace que “se deposite agua sobre la superficie del monumento, lo que habrá de promover el desarrollo de biofilm” y también un proceso de degradación mecánico por el que primero se sueltan partículas pequeñas de la piedra, las que amalgaman el material, y luego las más grandes. El biofilm hace que simplemente crezcan algas, hongos y finalmente líquenes en la piedra porosa, que le da un excelente agarre. El liquen es un organismo muy agresivo y difícil de retirar, lo que hace que cualquier limpieza sea particularmente delicada para la escultura.

“Sabemos que el Río de la Plata está contaminado en todo el frente costero, de San Fernando a Magdalena”, escribe Magadán. “Diferentes informes reportan la presencia de una serie de contaminantes entre los que se cuentan hidrocarburos alifáticos y aromáticos, bifenilos policlorados, metales pesados, pesticidas, mercurio, amonio, nitritos, fósforos, bacterias, productos de desechos cloacales, cromo, cadmio y hierro, entre otros, que provienen de actividades industriales”. Las sudestadas, nuevamente, juegan su parte en degradar el monumento porque empujan las aguas de la zona sur, las más contaminadas por residuos industriales, a la costa norte. También llevan las aguas poluídas por el sistema cloacal del área metropolitana que se descargan en Berazategui sin tratar, uno de los pecados urbanos de esta ciudad. “Para tener una magnitud del problema”, advierte Magadán, “hay que considerar que se estima que AYSA arroja diariamente al río 2500 millones de litros de ‘aguas negras’ (residuos orgánicos) y 2000 millones de litros de residuos industriales contaminantes y altamente tóxicos”. 

Con lo que el futuro del monumento a Colón es literalmente negro, con un fácil pronóstico de suciedad primero y de degradación después. Magadán avisa que mantenerlo con un mínimo de dignidad implicará limpiezas regulares, algo que no es barato porque implica especialistas y un andamio completo, y que no es seguro porque el Carrara no puede limpiarse todo el tiempo impunemente. Y en todo caso, lo único que se puede limpiar y moderar es el biofilm pero no los factores químicos ni mucho menos la humedad constante. El Colón ya muestra signos de erosión después de 96 años al aire libre y tiene los rastros de varias limpiezas ya realizadas. Eso, con el mínimo de protección de lo peor del clima que le ofrecía Puerto Madero, una barrera mínima a vientos y salpicaduras. La idea de ponerlo en un espigón abierto al río es “muchísimo más agresiva para el mármol” y el daño va a ser irreversible para la pieza.

¿Qué hacer? Pues “reconsiderar la medida y hacer lo posible para que el monumento vuelva a la zona del Parque Colón, un lugar más amigable para garantizar su adecuada conservación, cumpliendo así con las recomendaciones internacionales en la materia y preservando para las futuras generaciones una de las obras más destacadas del patrimonio artístico de la Argentina”.

Legislatura multada

El gobierno porteño tiene todo el interés de saltarse a los vecinos, lo que explica que invente concursos telefónicos para recibir “ideas de los vecinos” en lugar de cumplir con la Ley de Comunas y repartir el poder de decisión (y los presupuestos). Esto es por la lógica económica que rige al PRO y chupa a sus aliados, que consiste en servir a los intereses de los especuladores inmobiliarios, ver a la ciudad como un Amazonas a explotar y a los vecinos como unos indios molestos que se oponen a las madereras.

Pero resulta más difícil entender por qué la Legislatura porteña es también tan reacia a escuchar a los vecinos, como lo demuestra el absurdo en que la metió el reciente fallo del juez porteño Francisco Ferrer. El 12 de mayo, el titular del Juzgado en lo Contencioso Administrativo y Tributario de la Ciudad N° 23 le dio la razón a un amparo y le ordenó a la Legislatura que cumpla de inmediato con su orden de hacer posible la instancia de la Tribuna Popular. Si no cumple, el órgano legislativo va a tener que pagar una multa diaria de mil pesos la primera semana, de tres mil la segunda, de cinco mil la tercera, de siete mil la cuarta, de nueve mil la quinta... y de dos mil pesos más por día por cada semana de mora. 

La Tribuna Popular es un mecanismo que puede darle muchos dolores de cabeza a los legisladores, pero más al ejecutivo, porque le permite a cualquiera dirigirse a la Legislatura antes de las sesiones. Esta manera en que los vecinos literalmente se podrían dirigir a los legisladores está en los artículos 76 y 77 del reglamento interno de la propia Legislatura como formas concretas de la “democracia participativa” que figura en el primerísimo artículo de la constitución porteña. Hace quince años que los dos artículos figuran en el Reglamento y quince años que se presentan proyectos de reglamentación (la forma concreta en que se realizaría el trámite para que los vecinos hablen), sin que se trate ninguno. 

No reglamentar una ley o medida que molesta es una vieja chicana política que permite no aparecer negando un derecho, en particular uno con rango constitucional, pero dejándolo para el día del Juicio Final, por la noche. Lo han usado y lo usarán todos los gobiernos de todos los signos, pero no es tan común que lo haga un cuerpo legislativo, más variado y menos disciplinado por definición. Habrá que ver qué hace ahora el poder legislativo porteño ante una condena pecuniaria del poder judicial, una forma muy clara de mostrar fastidio y señalar que no se confía en que el condenado cumpla las órdenes del juez.

Arte en la Legislatura

No todas son malas en el poder legislativo porteño, sin embargo. Este miércoles dio una interesante charla el artista Ariel Mlynarzewicz, personalidad destacada de las artes según la propia Legislatura. Y hasta hoy se puede ver la exposición de 27 de sus alumnos que forman el Grupo Boedo en la Sala Manuel Belgrano del palacio, entrando por la calle Perú.

Bernardino Avila

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