El bebé que nació muerto y en esos segundos de inexistencia decidió volver para contarla; el niño de interior medio mudo que, rodeado de intelectuales y padres que se separaban, antes de saber leer leía su entorno y antes de escribir sería escritor; el columnista rizomático, joven promesa que terminó cumpliendo con un bestseller sobre un país inexistente del que se fue para no volver. Y a partir de esa desubicación: el autor desmedido, el de Bob Dylan, Borges, los vampiros y Los Beatles, Nabokov, 2001, Proust y Dick y todo lo demás; el de los epígrafes agradecidos y agradecimientos epigráficos, porque el pensamiento es generoso y debe ser iluminado; la máquina asociativa que vuelve sobre las mismas cosas –leer, escribir, la infancia– porque así es el uróboro, principio y final es lo mismo, y como ya se dijo, el escritor nació muerto y desde ahí empezó todo.

A treinta años de la publicación de Historia argentina (1991), el libro de relatos descollante de un veinteañero escrito desde la tradición literaria argentina y contra la argentinidad donde ya estaban presentes las partículas elementales de una obra que no ha cesado de expandirse y referenciarse, y tres años después de la aparición del último volumen de ese tríptico monumental de dos mil páginas, gesto epifánico y suerte de roman à clef sobre todo lo que pasa en la cabeza de un escritor, formado por La parte inventada (2013), La parte soñada (2017) y La parte recordada (2019), Rodrigo Fresán acaba de publicar Melvill. Y, como cada vez que publica un libro nuevo, el mundo-Fresán y su mitología se actualizan y vuelven los estribillos de todas sus canciones para reencontrarse con sus lectores-fanpiros que, al igual que él, cargan en la literatura, la música y los viajes en el tiempo el combustible necesario para irse de casa.

Pero Melvill –recientemente editada en España y en Argentina y que será traducida al inglés, francés e italiano– es por lo pronto, un libro más acotado, ejercicio de estilo y de contención, que toma como punto de partida y leimotiv un momento de la vida de Allan Melvill, padre de Herman Melville, perdedor con abolengo y eslabón de la historia estadounidense perdido entre los fundadores de la patria y el autor de Moby Dick. Entonces Fresán, fan erudito del escritor de la ballena, tomó una escena real –Allan Melvill cruzando un río Hudson congelado– y la convirtió en una gesta ficcional bellísima para escribir sobre la relación entre un padre entrado en demencia y un hijo de doce años que se ve obligado a escuchar –y registrar– un monólogo alucinado. Y en esa escucha, casi secuestro, aunque quien está atado a la cama es el padre, podría quizás encontrarse la chispa, el momento fundacional en que una persona, en este caso un niño, se convierte en escritor, o se da cuenta que será escritor.

Melvill (sin e) es una biografía imaginada del padre –la primera parte del libro– que sirve para hablar sobre y a partir de Melville (con e) –la segunda parte del libro–, y donde Fresán retoma varias de sus obsesiones. Así se teje una trama que reenvía, por el tema pero también los monólogos en trance, a una de sus obras más leídas, Los jardines de Kensington (2003), otra ficción sobre un escritor –J. M. Barrie, el autor de Peter Pan– que acaba de aparecer en Japón bajo la forma de ideogramas. Y así, hablando sobre esa traducción imposible y la literatura argentina como una gran traducción, arranca la entrevista desde Barcelona, donde el escritor vive desde 1999; una conversación que se fresaniza enseguida y avanza entre saltos, desvíos, asociaciones y humor en un caos apenas controlado.

EL IRREALISMO LÓGICO

“Dicen que cuando un libro se traduce al japonés no se traduce en realidad, muta. Supongo que pasa también al revés, cuando del japonés se traduce al español. De hecho los escritores japoneses en español suenan todos más o menos parecidos. Estuve en Japón hace unos años y hay como una sensación de estar en otro planeta. Ese extrañamiento no es habitual y es comparable a cuando te tropezás con grandes libros y con las grandes incomodidades. Mi primer encuentro con Moby Dick fue eso. Lo leí de niño en la colección Bruguera, con una pagina de cómic intercalada y después en la traducción de Pezzoni que es la clásica argentina. Todo gran libro te lleva a lo extranjero de ese libro y si al final todo estuvo bien, te sentís local, un nuevo ciudadano de ese país. En cualquier caso creo que los escritores argentinos tenemos bastantes anticuerpos, somos bastantes resistentes, casi inmunes a lo extranjero, lo extraño. Yo siempre cito el ensayo El escritor argentino y la tradición, de Borges, donde al final dice que, puesto que tenemos que resignarnos a la fatalidad de ser argentinos, nos queda el consuelo de que nuestro tema es el universo entero”.

FOTO DE ALFREDO GARÓFANO

Entre el extrañamiento y la familiaridad de su mundo propio, Fresán viene construyendo una obra constante, ambiciosa e intertextual que corrige y aumenta en cada reedición como un tejido que no cesa. Cuatro libros de cuentos y ocho novelas en tres décadas, múltiples traducciones y premios a esas novelas traducidas conforman ese universo escrito desde el deseo de ser escritor y a contrapelo con la idea de lo real como una sucesión de hecho de lógica consuetudinaria. Su literatura es descentrada, deslocalizada y cultivadora de eso que en algún momento bautizó “irrealismo lógico” (para contraponerlo al Realismo Mágico), donde el referente no es eso que llamamos realidad sino otros libros, canciones, películas y vidas de escritores que pueden haber existido o no. Su universo es simbólico, el único ecosistema en que puede respirar, y por eso insiste en todos sus libros: “Cualquier similitud entre las situaciones y los personajes de este libro con hechos y personas de la realidad es simple e involuntaria casualidad”, dice al principio de La velocidad de las cosas (1998). Y luego: “El gran crimen y pecado de imperdonable de las novelas es el de convencernos de que nuestras vidas tienen una lógica y un orden que no existen. Las vidas son, en realidad, libros de cuentos. Nacen y meren, sí, pero entre un punto y otro empiezan y terminan varias veces, y en ocasiones, cierran sus partes y puertas dejándolas abiertas”, le hace decir a Melville en su nueva novela, donde además de la fragmentos de las memorias del escritor y pasajes del diario del padre como notas al final, aparecen escenas inventadas (la mayoría) de la vida del escritor, así como pedazos de canciones de los Beatles, Moby (y sí), Franco Battiato y decenas de sospechosos habituales que aparecen como guiños y luego son recompensados en sus agradecimientos.

En la mayoría de tus libros hay reflexiones contra el realismo y contra cierta literatura testimonial/confesionaly Melville, justamente, fue un autor experimental, desubicado, que llegó antes.

–Yo lo llamo el retaguardismo. Porque es una tradición que viene desde antes de las vanguardias y sigue emitiendo sentido. Ahora se cumplieron cien años del Ulises y me causa mucha gracia y un cierto regocijo que el libro siga molestando. Es un libro que afectó la literatura y parte aguas en la literatura del siglo XX. Es como la bomba atómica, te puede gustar o no pero no podés ignorarlo. Lo mismo pasa con Proust o con Melville. Yo a veces entro a Amazon para ver qué dicen los lectores de estos libros pero también de otros libros y una de las críticas que hacen permanentemente es: “no me identifiqué con ninguno de los personajes”. “¡Es increíble! En general los libros son una puerta que se te abre para irte no para quedarse con vos y comer ravioles los domingos. Esa idea de que la literatura tiene que contenerte o reflejarte… En el caso de Melville, que a veces lo pintan como un fracasado, y quienes realmente fracasaron fueron sus contemporáneos que no supieron entenderlo en su momento. El problema de Melville es el problema de todo adelantado auténtico, que crea algo que no existía.

CÓMO SE NACE ESCRITOR

“Después de todo, quizás un escritor no sea más que un producto de las circunstancias, un mecanismo de defensa con nombre y apellido”, dice el narrador de ese cuento extraordinario –“el más autobiográfico de Historia argentina”, según Fresán– titulado “La vocación literaria” y que busca dar cuenta, justamente, de eso que convierte a una persona en escritora. Eso que nace a partir de un contexto y que Fresán suele ubicar y buscar en la infancia, tanto en su propia historia como en las historias los escritores que admira. Algo que está presente de manera insistente en muchos sus libros y en particular en su trilogía de las partes.

Hijo de una pareja de intelectuales, su padre diseñador gráfico hizo tapas con Cortázar y Borges, entre otros, y su madre psicoanalista luego del divorcio se emparejó con el editor Paco Porrúa, así que por sus casas la circulación de artistas y escritores y libros era habitual. “Para mí lo de la vocación literaria es auténtico porque nunca hubo un plan B. No tengo memoria de una instancia prehistórica donde yo no quisiera ser escritor. Entré al primario a los cinco años, desesperado por aprender a leer y escribir para ser escritor. Nunca tuve una pelota de fútbol. Los libros para mí eran escalones en una escalera que me llevaban a ser escritor. Luego está el cuento que me hizo mi madre a mis veintipico de años, que cuando nací fui declarado muerto. Ahí me dije: capaz por eso mis libros empiezan por el final o tengan una estructura circular o eso de vivir para contarla”, cuenta Fresán esto que se ha contado tantas veces a sí mismo y a los demás, porque eso hacen los escritores, trazan líneas, buscan y fabulan un sentido donde posiblemente no lo haya. Y agrega: “Además de la búsqueda de sentido, lo más interesante son los diferentes modos de encontrarlo, en el terreno estrictamente literario eso es lo que configura un estilo”.

Sobre esta condición del ser escritor pero también sobre esta búsqueda trata Melvill, novela donde Fresán toma prestadas e inventa las voces del padre y del hijo en una escritura hipnótica que trata de una relación imaginada –tan arquetípica– que la literatura vuelve circular (padres que mueren, hijos que se convierten en los creadores de sus padres, escribiéndolos) para ahondar en el misterio de la escritura y su gran materia prima: la memoria como un mecanismo también ficcional. “Entiendo que no es justo que sea a los hijos a quienes les corresponda subsanar los errores de los padres y redactar versiones mejores de lo que hicieron o no hicieron, como si fuesen ellos quienes educasen a sus mayores. Pero este no es un mundo justo y me temo que esa jamás fue la idea (el que fuese justo) de su un tanto extravagante implacable y, sí, infantilmente inmaduro Creador, a quien su más sensato y reflexivo Hijo vino para justificar, con su bondad y sacrificio, tantos de sus crueles caprichos. Así, tengo claro que no puedo obligarte a nada, pero sí puedo pedirte algo, Herman. Te ruego que, llegado ese momento, te encuentres donde te encuentres, cerca o lejos, pongas esto por escrito”, dice Melvill padre, sin e (pues así era el apellido original), un juego de espejismos presente desde la tapa del libro con una e que aparece y desaparece, portada diseñada no casualmente por Daniel Fresán –su hijo–, nieto de aquel primer Fresán diseñador de portadas de libros.

Así, Fresán inventa este momento iniciático para un niño escritor que, con los años y después de haber escrito una de las novelas más importantes de la literatura universal y cuentos extraordinariamente modernos como "Bartleby, el escribiente", no pudo escribir más.

Vuelve a aparecer la figura del excritor, como lo llama tu protagonista de la trilogía.

–Por suerte nunca me pasó. Vuelvo a ese tema capaz como una cábala, como tocar madera. Frenar la maldición ofreciendo victima propiciatorias, mis personajes, para que no me vengan a buscar. Debe ser tremendo que te pase. El caso de Melville es impresionante porque realmente fue un pionero, es alguien que se adelanta muchísimo. Una cosa es no poder seguir escribiendo, otra cosa es alcanzar la consciencia de que todo lo que se te ocurre no tiene lugar en este mundo. Me impresionó mucho cuando se retiró Philip Roth y dijo: “no escribo más, me voy a dedicar los últimos años de mi vida a pasarla bien y no tener un libro todo el tiempo adentro de la cabeza”. ¿Viste lo que le pasó? Se murió. Es como esos fumadores que fuman toda la vida y cuando dejan de fumar les explota todo. No digo que la literatura sea un vicio... Me gusta compararlo con la expresión militar “punto de no retorno”. Cuando los aviones en las guerras salen a bombardear tienen que calcular bien el combustible. Cuando te pasás los tipos dicen “seguimos para adelante”. Prefieren internarse en territorio enemigo que dar la vuelta, ir para atrás. Yo me interno a escribir sin saber adonde voy. Me gusta mucho un ensayo del escritor Donald Barthelme –a quien asocio mucho a Aira– que se llama Not knowing, que trata sobre eso: escribir como un proceso en el que no se sabe, desde ese no saber. Si yo tuviera todo pensando antes de sentarme a escribir me costaría mucho sentarme a escribirlo. Creo que hay que divertirse escribiendo, salir a jugar. Yo me siento un poco obligado para con mi buena suerte, a no sufrir con la escritura.

FOTO DE ALFREDO GARÓFANO

GRACIAS FANPIROS

“Todos mis libros tratan sobre eso, supongo, sobre leer y escribir”, dice Fresán, cuando se le pregunta por la creación de ese vampiro misterioso –¡y al parecer argentino!– llamado Nico. C (o Nicolás Cuevas o Nick Cave, aunque de eso se dio cuenta después y le pidió disculpas a Mariana EnrIquez por apropiarse involuntariamente de su ídolo), un personaje que evoca Allan Melvill en su monólogo delirante, una suerte de amante de juventud del padre del escritor, vía de perdición, mezcla de fantasma y de vampiro: un fanpiro. “No soy ni una cosa ni la otra sino ambas, Allan. Fantasmas y vampiros no son seres sobrenaturales o imposibles sino, en verdad, la más naturales construcciones del miedo de los humanos. Una forma de espantar con espantos al sentido terror que sienten ante la muerte...” dice Nico. C en la memoria del padre de Melville.

¿Quiénes son esos fanpiros?

–Cuando empecé a escribir esta novela no tenía idea de que iba a haber una tribu de fantasmas-vampiros de Venecia. Pero tenía una asignatura pendiente conmigo mismo: quería escribir algo del género vampírico. Porque a los 8 o 9 años leí la versión original de 600 páginas de Drácula de Bram Stoker –antes había leído una para niños-– y ahí creo que tuve mis primeros pensamientos sofisticados de lector/escritor. Yo había visto películas de Drácula y Drácula estaba todo el tiempo en escena. Pero en la novela de Stoker debe aparecer sólo en unas 30 páginas. El resto del libro no se sabe dónde está. Me sorprendía que los personajes no le dijeran de Drácula a la Policía a pesar del miedo. La fascinación podía más, se lo querían guardar para ellos. Y esa fascinación por lo desconocido los volvía a todos escritores (diarios, cartas) donde contaban qué les estaba pasando. Encontré ahí en Drácula y lo vampírico una gran metáfora de la lectura-escritura. La literatura es vampírica. De esto escribí en Vida de santos y es algo que desarrollé también al final de La parte recordada, la literatura como un ida y vuelta, algo fluido, una transfusión, justamente. Además con Nico C. quise también jugar, a partir del padre, con ese perfume gay que tiñe la biografía de Melville, por sus meses en altamar y por su relación con Nathaniel Hawthorne.

Fresán, al hablar del autor estadounidense, dice que con Moby Dick inventó al “lector inagotable”, un lector que, inmerso en la novela total, debe co-crear, llenar vacíos, tener una participación activa, como sugería Cortázar en Rayuela (que Fresán no leyó), un lector que es parte de la obra, una Obra abierta, como la llamó Umberto Eco. “Autores como Melville, Joyce, Cervantes, Sterne crean a su propio lector. Porque ese lector no existía antes de sus obras”. Así se va armando una red de lecturas y escrituras, donde, el escritor siempre es primero lector y el lector, a veces, se transforma en escritor. De eso se tratan, también, esas listas largas, los agradecimientos finales –muchos a sus escritores faro, pero también amigos, músicos, discos, personajes– que van engordando conforme avanzan los años y los libros y que junto a sus epílogos ya son un género en sí mismo y que en Melvill vuelven a aparecer. 

“Me consta que hay mucha gente que critica mis explicaciones finales, lo consideran una intrusión o imposición pero para mí es una manera de fijar mi versión que tampoco tiene que ser cien por ciento cierta. Pero sí me interesa mucho dar las gracias y considero esto un rasgo de estilo. Muchos escritores cultivan la costumbre de barrer debajo de la alfombra, yo soy todo lo contrario, me gusta el piso de parquet, y lustrado. Hay una aspiración de sentirme un eslabón más en una cadena. Es algo que a mí me gustaría que sintieran con mis libros con este tipo de recurrencias y complicidades. Yo no creo en Dios pero siento un agradecimiento permanente por poder llevar a cabo mi vocación”, dice Fresán, no al final sino al principio de esta entrevista –porque así es el uróboro– y esas gracias totales se convierten en una especie de rezo, de mantra, para asegurar la continuidad de los libros.

 

 

Radar agradece la colaboración para las fotos del Museu Marítim de Barcelona: mmb.cat/es