Producción: Javier Lewkowicz y Valentina Castro

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Agroecología y comercio justo

Por Agustín Suárez (*)

La gran concentración en la producción, sobre todo en la industrialización, logística y comercialización de los alimentos, tiene una consecuencia directa en Argentina: los precios nunca paran de subir. Lo vemos en la yerba, en la harina y los fideos, en los lácteos y en todas las mediciones mensuales de la canasta básica, cada vez más preocupantes (en febrero, según el ICEPSi, el incremento fue del ¡9,8 por ciento!).

En un país donde el 30 por ciento de las familias son pobres y apenas puede comer; y en el que un alto porcentaje de la clase media aumenta su preocupación porque cada vez es más caro llevar un plato a la mesa, tenemos la obligación –y la necesidad– de atacar este problema de raíz, no con remiendos.

Sostenemos que una de las maneras de abordar este drama social de la inflación de los alimentos es fortaleciendo, a través de políticas públicas, a cooperativas, federaciones y organizaciones de productores. Si el Estado respalda a estos sectores que producen alimentos, la discusión del precio, logística y comercialización se desmarcaría de la actual. No es algo romántico, es algo de lo que damos pruebas día a día: al ser parte del pueblo, entendemos a los alimentos como un derecho y no como una mera mercancía y ganancia.

¿Quieren un ejemplo para dimensionar cómo incide la concentración (y también la extranjerización) de la tierra en la producción y en el precio de los alimentos? En el cinturón hortícola santafesino, la especulación inmobiliaria atenta contra la histórica producción de tomates. Atados por contratos precarios y por relaciones desiguales, los productores y las productoras nunca saben cuánto van a durar en la tierra en la que producen.

La UTT reúne a 130 familias en las cinco bases en la ciudad de Santa Fe (Monte Vera, Campo Crespo, Chaco Chico, Paraje La Costa y Recreo), en Helvecia y otra en General Alvear, al sur de Rosario. De esas 130 familias, ninguna es propietaria de la tierra en la que trabaja y produce alimentos. Esa incertidumbre muchas veces se refleja en los volúmenes de producción. Como el mercado privado se maneja bajo la lógica de la especulación según un criterio de cantidades y de consumo en las grandes ciudades, eso termina incidiendo en el precio de cada verdulería, de cada almacén, de cada supermercado.

Por eso, para ganarle a la inflación hay que avanzar con la Ley de Acceso a la Tierra y garantizar que las familias productoras, además de ingresos dignos, tengan la posibilidad de acceder o renovar las herramientas y maquinarias para la producción y también para llevar a cabo la logística de distribución. Esto se viene haciendo, y no solo lo viene haciendo la UTT: distintos espacios que conforman la Mesa Agroalimentaria Argentina se trazaron este mismo objetivo, incluso con el peso de cuatro años de macrismo en nuestros hombros.

Por otro lado, leemos en casi todos los medios que una de las causales de la inflación es el precio del dólar, un problema para todos los gobiernos y ahora bajo la lupa del Fondo Monetario Internacional. Pero no leemos que profundizar el desarrollo de la agroecología nos beneficiaría en el precio final de los alimentos. ¿Por qué? Porque nos descalza del precio del dólar y por lo tanto se logra una independencia de los costos de producción atados a la moneda estadounidense. Si pesificamos estos costos de producción, lógicamente vamos a eludir los aumentos de precios.

No podemos especular con la comida de nuestro pueblo. No podemos sostener la incertidumbre de no saber cuánto sale nuestra comida porque todas las semanas se dispara. No podemos aceptar que cinco o seis empresas regulen los precios a su antojo.

Por eso venimos construyendo este camino desde hace una década. Las 22 mil familias productoras de la UTT, con presencia en 18 provincias, fijamos el precio de una fruta o verdura cada seis meses. No existe, en este ámbito, la escalada inflacionaria de una semana a la otra.

Por eso queremos profundizar la democratización y empoderamiento de las cooperativas y federaciones: porque queremos ampliar la producción de las colonias agroecológicas como estrategia para desmarcarnos del dólar y de los precios internacionales. Son distintas maneras de contener la inflación, todas desde abajo: fortaleciendo a quienes producen los alimentos y no especulan con eso.

(*) Referente nacional de la Unión de Trabajadores y Trabajadoras de la Tierra – UTT.

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¿Subsistencia o tercer motor?

Por Ruth Muñoz (**)

La denominación de economía popular (EP) viene ganando creciente reconocimiento en nuestro país, fundamentalmente, por el empuje de movimientos sociales que desde 2011 han logrado crear la Confederación y, luego, la Unión de Trabajadores de la EP, con la institucionalización de algunos derechos muy básicos que no alcanzan aún a toda su población. A nivel académico, surge en oposición a la teoría de la economía informal, en el marco del debate empleabilidad/empresarialidad en América Latina durante los ochenta; a partir del reconocimiento de las potencialidades de trabajadoras y trabajadores (y no de “lo que les falta” desde el punto de vista convencional -productividad, crédito, etc.).

La EP nuclea las más variadas ramas de actividad y no suele basarse en relaciones salariales, aunque no las excluye porque es muy dinámica y adaptativa en pos de lograr la satisfacción de necesidades con lo que está al alcance. Si bien desde un imaginario simplificador se la identifica con pocas actividades de baja escala (como la venta ambulante), también abarca una mutual de salud para liberadas y liberados, más de tres mil cartoneras y cartoneros organizados en una cooperativa de trabajo, o una red de agricultura familiar aunada por el lazo migrante que produce y comercializa gran parte de las verduras que consumimos en las metrópolis. Estos últimos dos casos, al tiempo que crean su propio trabajo, ejercen una función ambiental de cuidado y hasta de remediación que no es valorada social ni económicamente.

Ahora bien, en vez de asociarla a la economía informal, que le falta crédito (cuando suele estar sobreendeudada, sobre todo las trabajadoras), que se relaciona mejor con el Estado (que con el Mercado) entre otros preconceptos predominantes; sería más pertinente entender a la EP inserta en una economía mixta con tres sectores (popular, público estatal y privado convencional). Y potenciar sus formas organizativas en entramados y procesos con la economía social, solidaria, comunitaria, indígena, campesina, agroecológica, feminista, autogestionaria, transformadora, sostenible, responsable. Los adjetivos siguen, se combinan, se reinventan. Lo hacen de la mano de las prácticas, porque aún no tenemos un registro de enunciación donde sus integrantes quepan lo suficientemente cómodos, ganen visibilidad y sean reconocidos como sujetos claves del desarrollo nacional.

Mario Cafiero, en su gestión en el Instituto Nacional de Asociativismo y Economía Social (INAES), definía a este conjunto de prácticas organizadas como el “tercer motor de la economía”, cuyo combustible es la confianza y la participación. Desde allí, por ejemplo, se continúa con el trabajo de facilitar el armado y los requerimientos a las cooperativas y mutuales; se fomentan las compras públicas al asociativismo para aumentar el abastecimiento a nivel local, mejorar la calidad y muchas veces bajar los precios; o el cooperativismo de plataformas que puede crear trabajo autogestionado sobre todo entre jóvenes y fortalecer todo el ecosistema de este motor.

Estas economías adjetivadas nos proponen innovaciones sociales, económicas, ambientales, tecnológicas, sindicales pero también profundamente culturales y políticas, mientras resuelven necesidades, gestan derechos, crean institucionalidades e inciden en el Estado. Apuntan a “otro Estado”, uno que se va co-construyendo de la mano de las prácticas donde necesitamos deconstruirnos. En especial, reaprender qué es lo económico, cuáles formas de trabajo, empleo y empresas realmente existen y, para ello, es fundamental comprender que el desarrollo actual del capitalismo no se orienta al pleno empleo asalariado formal y que son necesarias nuevas regulaciones para lograr una sociedad con mercado y no meramente de mercado en la que quienes conforman estas economías vayan avanzando hacia la reproducción de la vida con igualdad de derechos. Y, por fin, recuperar las complejidades y articulaciones de la totalidad, desde una perspectiva histórica y con un proyecto nacional y regional donde el tercer motor sea estratégicamente valorado.

(**) Economista (UBA). Investigadora y Profesora de la Universidad Nacional de General Sarmiento (UNGS): [email protected].