El debate es eterno, y no encontrará nunca una conclusión que conforme a todos. No puede ser de otra manera. ¿Cómo digerir que el movimiento rock obtuviera un interés, una financiación y difusión inéditas, que le dieron un impulso arrollador, a causa de una guerra llena de muertes jóvenes? ¿Cómo evitar la sensación contradictoria de acceder a nuevos espacios por la prohibición de canciones que, en grado sumo, sirvieron a la formación cultural de los artistas argentinos?

Como en todos los ámbitos, Malvinas es una cuestión que excede lo sucedido entre el 2 de abril y el 14 de junio de 1982. El rock argentino no puede escapar aún hoy a esa bisagra en la historia. Pero tampoco se trata de recargar las tintas sobre las disposiciones del Comfer y el patrioterismo imperante. Si el rock no hubiera tenido una potencia intrínseca que excedía la coyuntura, pasados los días bélicos se hubiera extinguido en su propia falta de sustancia. La historia demuestra que no fue así, por la simple razón de que el rock local estaba lleno de talento, grandes canciones, instintos artísticos de alta riqueza, ambición. De no haber mediado una guerra, más temprano que tarde se hubiera abierto paso. Seru Giran ya había convocado a 60 mil personas en un show gratuito en la Rural. La música ya estaba. El público también.

Pero dentro de todas esas consideraciones, ese debate eterno, está por supuesto el tema de cómo pararse frente a la dictadura, ese otro gran motivo de ardientes intercambios que fue el Festival de la Solidaridad Latinoamericana. Los Violadores y Virus no tuvieron dudas y acusaron de colaboracionismo a los músicos que participaron del encuentro en las canchas de rugby de Obras Sanitarias. Julio, Marcelo y Federico Moura tenían un hermano desaparecido, la patota les había volteado la puerta de la casa, conocían de cerca el rostro de los asesinos que ocupaban la Rosada. Pil, Stuka y compañía habían recibido demasiadas palizas en calabozos policiales como para siquiera acercarse a un uniforme.

Pero los que estuvieron, que fueron muchos y representativos, no eran tan ingenuos como se quiso pintar. Las permanentes alusiones a la paz y a los pibes en el sur demostraron un firme interés en dibujar una línea y dejar claras las intenciones. Sabían que los milicos iban a usar políticamente el festival. Miguel Cantilo se había tenido que rajar a España por cantar cosas como "Apremios ilegales", León Gieco había recibido amenazas de un coronel con un fierro en la mesa, y ahora lidiaba con la paradoja de que la misma "Solo le pido a Dios" que había activado alarmas entre los milicos sonara por todas partes. Pero está claro que ellos estuvieron sobre el escenario porque muchos de los pibes que se helaban en Malvinas habían cantado sus canciones en fogones mucho más felices. El rock tenía que estar. Eso forma parte también de sus señas de identidad.

Aunque hayan pasado 40 años y pasen cien más, Malvinas es un hecho político que forma parte de la historia cultural, y es una necedad negar al rock como afluente de la historia cultural de la Argentina. Para muchos, como en todos los oscuros meses transcurridos desde marzo de 1976, el rock argentino fue también un refugio, una coraza, un oasis frente al horror. Y está muy bien que continúen los debates, pero sin olvidar semejantes certezas.