Gerardo Roschge fue torturado en Malvinas y detenido por el Ejército hasta 1987. Tras la rendición de Puerto Argentino, lo metieron en un calabozo. Como se fugó, lo pasaron a un pabellón psiquiátrico en Campo de Mayo, encierro que fue prolongado en unidades militares. Pasó así cinco años -tres de ellos años democráticos- retenido por la fuerza que lo torturó, con un atroz método de amedrentamiento. Para que no hablara de los vejámenes, lo acusaron de haber cometido en la guerra, como colimba, actos de indisciplina militar.  

De las denuncias por violaciones a los derechos humanos en Malvinas, esta muestra la impunidad con que las Fuerzas Armadas siguieron controlando a los conscriptos después del conflicto, incluso terminada la dictadura, para encubrir los delitos perpetrados por sus oficiales y suboficiales.

Una protección que persiste hasta hoy, 40 años después: en la actualidad hay más de cien militares argentinos denunciados por agresiones físicas y psicológicas a soldados de su propia tropa, pero apenas cuatro fueron procesados. Y no hubo todavía ninguna condena. 

¿De qué hechos se habla cuando se dice “torturas en Malvinas”? De soldados enterrados hasta el cuello, estaqueados, obligados a meterse al mar o a pozos de zorro llenos de agua helada, picaneados con teléfonos de campaña, víctimas de brutales palizas. Cuatro conscriptos murieron desnutridos, por inanición -aunque se los hizo pasar como "muertos en combate"- y uno fue fusilado.

La investigación judicial de las torturas en Malvinas está frenada con el argumento de que los delitos prescribieron. La Corte Suprema tiene para resolver dos expedientes donde se debate si constituyen o no delitos de lesa humanidad, imprescriptibles. Sin embargo, cajonea las apelaciones. Al no expedirse, convalida la impunidad.  

Marcado por la tortura

Gerardo Roschge tenía 18 años en 1982. Vivía en Córdoba, de donde lo trasladaron al regimiento de Infantería 8 en Comodoro Rivadavia. En una revisación previa a ser embarcado a Malvinas, un médico le encontró un soplo e indicó derivarlo al hospital, pero el jefe de la compañía se negó. Rompiendo el informe que pedía el traslado, acusó al colimba de “querer acovacharse”, de estar buscando desertar.

Por este episodio Roschge llegó a las islas ya marcado, ofrecido en bandeja al verdugueo de los suboficiales y oficiales:  señalado como el "covachero", el recluta a corregir. 

En el argot militar se llama “pozos de zorro” a los hoyos de un metro y medio de profundidad, que un techo con tierra y pasto disimula para evitar el bombardeo de los aviones enemigos. En esos pozos, en la línea mas cercana al mar, Roschge pasaría la guerra. 

Las torturas a los colimbas como él tuvieron un origen: el padecimiento del hambre, que trataban de calmar como pudieran, robando provisiones, matando a un animal. 

Roschge es gráfico: “La comida se distribuía siguiendo la cadena de mandos: el oficial comía bien, el suboficial comía un poco menos, pero comía, y el soldado que reventara. Ellos hacían sus ovejas asadas y qué se yo; tiraban los restos y eso era lo que a nosotros nos quedaba para comer, porque sólo nos mandaban una taza con tres dedos de caldo. Comíamos de la basura, pedazos de huesos que ellos dejaban tirados”, recuerda .

Hoy vive en Córdoba, donde maneja un taxi. Su hijo adolescente es el principal apoyo en la decisión de reactivar el reclamo de justicia y reparación.

Los castigos en Malvinas

Compartía el pozo con un soldado de su edad, que sufría un problema de salud desde la infancia, de incontinencia. Se orinaba y defecaba. Los superiores lo dejaban sucio y mojado en la trinchera. Por eso solía dormir fuera del pozo, tapado con el poncho impermeable. 

El hambre era todo en lo que podía pensar. Una tarde, en un descuido de su teniente, Roschge se mete en su posición y le roba una torta frita. Encuentra otros alimentos, como corned beef; come todo lo que puede. Previsiblemente, es descubierto y el teniente lo castiga.

Esa jornada los soldados tienen que ir a bañarse. El teniente frena a la sección a la altura de la playa, donde hace desnudar a Roschge. Le ordena meterse en el mar congelado. No le deja ninguna opción. El colimba se sumerge, sale del agua gateando, “la cabeza se me partía de dolor”, recuerda. El castigo sigue en la base, donde le tiran encima un tacho de agua caliente.

Otro día, Roschge deja la trinchera para salir a buscar una oveja. Ni siquiera sabe si el animal está ahí, eso es algo que se dice entre los soldados, que detrás de un campo minado anda una oveja y él sale para matarla y poder comer. Lo acusan de abandonar su posición.

Lo llevan a la jefatura, donde lo meten en un pequeño cuarto y le dan una paliza. Intenta escapar y el castigo se redobla: lo ponen frente a un mástil, atándole las manos a la espalda con algo entre las muñecas que le advierten que es una granada. Lo obligan a permanecer inmóvil, a mantener la cara alzada mirando la bandera mientras el garrotillo -la nieve-, le cae en el rostro.

Rosche insulta. Le dicen que al insultar, insultó a la bandera y que será fusilado por traición a la patria.

Este “acto de indisciplina” será, entre otros, parte de la futura acusación para mantenerlo retenido una vez terminada la guerra, sin darle la baja.

La mordaza de las Fuerzas Armadas

Cuando en 2015 fueron desclasificados los archivos secretos de Malvinas, los excolimbas, muchos de los cuales ya habían logrado organizarse con el objetivo de conseguir justicia, encontraron documentación que prueba la responsabilidad del Estado en el ocultamiento de las torturas. Esos documentos confirman que los servicios de inteligencia de la dictadura desplegaron su aparato para impedir las denuncias, haciendo seguimientos a los  que intentaron hablar, amenazándolos.

Los servicios confeccionaron documentos sobre la situación que atravesó la tropa (desnutrición, congelamientos), ocupándose de transcribir las declaraciones tomadas a los soldados, que fueron interrogados al regreso de la guerra, y realizar la “acción psicológica” necesaria para que no las revelaran. 

Este encubrimiento vino de lo más alto de la cúpula militar. En una orden fechada el 30 de diciembre de 1982, el entonces Comandante en Jefe del Ejército, Cristino Nicolaides, dispuso qué hacer al recibir denuncias de vejámenes: si "se acreditare alguna infracción, las respectivas resoluciones no excederán el ámbito disciplinario, dentro de pautas de mesura, guardando la adecuada reserva", escribió. Y añadió que si “se apreciara que el hecho no se puede resolver en el ámbito disciplinario, deberá informarse tal circunstancia dándose debidamente razón de ello, al Comandante en Jefe del Ejército”. Es decir, al propio Nicolaides, “quien decidirá sobre el particular”.

Sumario de guerra

El método seguido contra Roschge fue abrirle un sumario de guerra. Así lo mantuvieron en Comodoro Rivadavia los primeros meses. El soldado escapó cuando le negaron un permiso para ir a ver a su padre, internado con un infarto. Sin embargo, decidió volver: “no podía andar por la calle con una acusación”, recuerda. Cuando se presentó de regreso, lo trasladaron a un pabellón psiquiátrico en Campo de Mayo. Lo mantuvieron allí por varios meses, Roschge estima que tal vez "siete u ocho".

Se fugó por segunda vez, pasó un año escondido en el campo, en Córdoba. Volvió a presentarse para pedir su documento de identidad y otra vez lo dejaron arrestado.

Le darían la baja el 20 de mayo de 1987, después de la escenificación de un juicio militar en el que las graves indisciplinas con que lo mantuvieron preso cinco años perdieron mágicamente toda importancia. ¿Existe una mayor demostración de poder?   

La denuncia de aquellos hechos fue realizada por Roschge en 2002, y ampliada en 2021 ante el juzgado federal de Río Grande, a cargo de la jueza Mariel Borruto.

De sus años de encierro quedan también documentos. Por ejemplo, una carta del Ejército al padre de Roschge, escrita en 1983. En respuesta a sus pedidos, un oficial le responde agradeciéndole “los exquisitos alfajores” que mandó “que compartiremos con vuestro hijo Gerardo”. El militar le asegura que su hijo “ya no está en el calabozo”, pero que “aún no tiene designado juez de instrucción”, por lo que no puede darle una licencia para que visite a la familia.

Otros documentos contienen el diagnóstico que el Ejército hizo a Roschge, de un trastorno depresivo ansioso y postraumático, aunque vale apuntar que cuando lo encerraron en el pabellón psiquiátrico fue como “herido en combate”.

Por otra parte, exconscriptos revelaron que al regreso de la guerra sufrieron presiones para acusarlo de haber cometido los "actos de indisciplina”.

A Roschge le llevó años hablar de lo que le hicieron en Malvinas. “Lo peor fue lo psicológico, porque no sabía cuándo me iba a poder ir a casa. La parte psicológica es terrible porque permanentemente me decían que iba a estar guardado de por vida. A veces preguntaba, ingenuamente, por mi edad, porque tenía dieciocho pavos años, ¿no..? Preguntaba, esperando la baja: ‘¿cuándo termina el año?... ’No, vos cadena perpetua veinticinco, treinta años’, así decían y se me cagaban de risa. Entonces esa parte psicológica me afectó. Realmente me afectó más que cualquier otra tortura. Parecía algo que nunca se se iba a terminar”.

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