Le encantaría, a Juan Carlos “Mono” Fontana, saber qué canciones suenan. Pero al despertar no las recuerda. En sus últimos sueños, Luis Alberto Spinetta se acerca con la guitarra y le hace escuchar unas melodías. El Flaco se las pasa como solía hacer en su búnker de Villa Urquiza; quiere que el Mono aprenda rápidamente para ensayar juntos, tal como había sido por décadas: un tiempo compartido en el calor hogareño entre risas, mates y bromas, fuera de cualquier solemnidad.

El Mono Fontana sueña de forma permanente con él: lo ve radiante, enérgico, jodón. No hay un sólo día, en rigor, en que no recuerde al que –todavía– considera como uno de sus mejores amigos. No hay melodía ni letra ni armonía en la obra de Luis, como lo llama, que le resulte indiferente: piensa –dice– más en su música que en la propia, incluso hasta eclipsarlo. “Soy un experto de su legado, cuido un tesoro”, larga con voz melancólica una tarde de otoño del 2022 desde su casa en Devoto, donde vive solo.

Fueron veinticinco años junto al Flaco que los siente eternos. Encandilado en su órbita, desde aquellos tiempos de Spinetta Jade y luego en discos solistas como la tríada Téster de violencia-Don Lucero-Pelusón of milk, el Mono sigue siendo el alma máter del ciclo Canciones con ruido de magia, un repertorio de temas de Spinetta que nació con él aún en vida y el cual suele presentar en vivo con las participaciones de Sergio Verdinelli, Natalia Pellegrinet, María Ezquiaga y Florencia Ruiz: la mayoría, cantantes femeninas. “Luis tenía gemas para armar muchas listas. Por ejemplo, la cantidad de canciones que quedaron afuera de Las Bandas Eternas fue tremenda. Y en el ciclo las vamos reviviendo. Siempre encontramos un público nuevo”.

Ni tributo ni homenaje ni versiones de sus temas. Bajo dicha impronta está monitoreando otro proyecto, que es la recreación de diez discos de Spinetta en el CCK. Le gusta hacer una comparación con la puesta en escena de una obra de Shakespeare. Algo que está escrito y que, como una receta de cocina, sólo hay que hacerlo. Hacerlo bien.

“Podrán decir que estoy loco, pero mi respeto con Luis es absoluto”, asevera, categóricamente. “Su música es de una belleza atemporal. Desde su hermosa voz hasta la tapa de sus discos. Fue un joyero artesanal y como el tiburón martillo tenía una visión de 360 grados. Siempre descubría algo imperceptiblemente, como un sensei que enseña en secreto”.

Lo había convocado a comienzos de los ’80 para grabar en Los niños que escriben en el cielo como ese joven talento que había tocado con Nito Mestre y los Desconocidos de Siempre, donde en su afán multiinstrumentista llegó a sesionar solos de vibráfono. Ya deslumbraba tocando batería y teclados en sus épocas de Madre Atómica, el grupo de jazz-rock progresivo que fundó a sus escasos trece años con Lito Epumer, y donde tocó con otro amigo de la juventud: Pedro Aznar. Spinetta lo iba a escuchar todos los miércoles a un bar de Palermo, pero el Mono no se animaba: entonces le recomendó a Leo Sujatovich. Poco después, Spinetta insistió. “Tardé mucho en aceptar que me estaba eligiendo. No estaba preparado, no me sentía músico. Lo había ido a ver en vivo, parado en última fila, y de pronto compartía escenario con él. Era jugar en primera, salir de gira juntos se sentía como ir a Bariloche de viaje de egresados”.

El bautismo fue Madre en años luz. Con el tiempo, se convirtió en una presencia silenciosa a un costado del set y a la vez en “una usina”, “el poeta de los sonidos”, como alguna vez lo definió el mismo Spinetta. El Mono acompañó hasta el final de sus días. “Después de Las Bandas Eternas, estábamos grabando cosas nuevas. Luis había hecho ese recital monumental en Vélez y a los pocos días nos presentamos en un bolichito de Villa Crespo. Él tenía esa amplitud de tocar en un mega estadio y después volver al barrio. Porque era un tipo humilde, sencillo. Te preguntaba si habías comido, y si no, te hacía un risotto en un rato. Hay gente que todavía piensa que Luis estaba en una cápsula espacial y era todo lo contrario. Terrenal, cálido y muy curioso, se interesaba en documentales sobre arquitectura o leía historia, de cualquier tema te podía hablar horas”.

En el camino, un sinfín de colaboraciones y presencias: Privé (1986), Exactas (1990), Estrelicia MTV Unplugged (1997), Los ojos (1999), Silver sorgo (2001), En vivo en Obras (2002), Para los árboles (2003), Spinetta y Las Bandas Eternas (2010), Los amigo (2015) y Ya no mires atrás (2020). En algunos de los discos, el Mono participó en tres o cuatro temas; en otros, como invitado; más allá de su rol en los teclados, solía ser un confidente en los arreglos, en las orquestaciones. Spinetta dejaba un espacio de improvisación para él. “Pero yo tocaba lo justo y necesario. El brillo eran su voz, la melodía, esa guitarra. Mi lugar estaba detrás de lo que sonaba, como un sostén”.

En tu música como solista aparece el autor. Pero con Spinetta parece que eso se borra...

–Nunca tuve historia en reconocerlo como mi maestro. Y para entender su música la propia interpretación no alcanza: tenemos siempre que meternos más adentro. No es un viejo paraíso perdido, porque todavía me cuesta descifrar su profundidad y lo estudio día a día.

Juan Carlos

HACEDOR DE BOMBONES

No tiene apuro hoy la vida del Mono Fontana, con sus 62 años a cuestas. Ya ha renunciado a los agitados días, reconoce, donde chocaba el ego por sacar fechas, temas y colaborar en cuanto proyecto le ofrecieran. Durante décadas no frenó, llegó a un colapso. “En los ’90 tocaba con Dino Saluzzi, a la tarde ensayaba con Luis y a la noche con Fito Páez. Siempre la prioridad fue Luis, aunque me zarpé en exigencia”. En la ruta se cruzó con Baby López Furst, Horacio Larumbe, Alfredo Casero, Hugo Fattoruso, Rosal, Pappo y hasta Mercedes Sosa. “Grabé con ella en un disco con Nito Mestre. Escuchar su voz en ION fue una cosa gigante. Después me llamó para ir de gira a Estados Unidos, pero tenía a mi mamá enferma y decidí estar a su lado”.

Pese a no estar a las corridas como antes, el mundo musical del Mono se encuentra activo. Acaba de relanzar por las plataformas digitales uno de sus dos álbumes solistas, Cribas (2007). A diferencia del ecléctico Ciruelo (1998), donde se había acompañado de Santiago Vázquez en percusión y Martín Iannaccone en cello, Cribas es una música más minimalista, casi oriental, con su habitual paleta sonora de ambientes, ruidos, texturas. “Cribas refleja su mundo: están el piano, los samplers, la imaginación cinematográfica al mango y esa sensación de ir volando, atravesando capas de nuestro mundo. Es un disco plagado de voces, risas y juegos”, apunta Diego Lenger, del Club del Disco, quien reeditó el material.

Además, el Mono trabaja semanalmente en Pan, el grupo de percusión con sistema de señas de Santiago Vázquez; integra un dúo con el baterista Sergio Verdinelli; y mantiene hace diez años otro dúo con Florencia Ruiz, con la cual acaba de grabar un disco nuevo. “Con Flor hay instantaneidad. Ella me pasa cosas grabadas, yo las bajo. Y así se da, con frescura”.

El desorden en su creación suele ser gigantesco. No tarda en definirse como un inconformista empedernido: dice, algo consternado, que tiene “miles” de temas junto a proyectos de discos cajoneados en archivos. Tal como sus asumidas fobias y ataques de pánico que le impidieron viajar por el mundo –salvo en aquella mítica grabación en Estados Unidos por el MTV Unplugged de Spinetta–, reconoce una paradoja que vive con las clases en su casa que como docente nunca interrumpió desde 1986: la del que siente mejor guiando el proceso ajeno que concretando el propio. En el presente sigue trabajando online, con estudiantes del exterior y de todas partes del país. Enseña improvisación, armonía y composición, y tuvo alumnos como Fito Paéz, que se acercó por unos yeites de Bill Evans. “Hay algo que me gustó de lo online: vamos al grano, es como telemedicina. ¿Qué te duele? Entonces vamos por esto y aquello. Y las clases son como consultorios, más hoy cuando parece que cualquiera puede hacer todo desde una compu. Ojo, la tecnología te acerca y te aleja de las cosas”, dice, con tono más relajado.

Y luego hace una pausa, se lentifica y revela que hace dos años estuvo alejado de la música, le agarró una depresión antes de la pandemia. La voz se quiebra al otro lado del teléfono. “Se me quemó el bocho. Tirado en un sillón durmiendo todo el día, nunca me había imaginado en esa situación. No tenía motivación de nada y estaba vacío. Los instrumentos estaban tapados con telas, en estuches. En la pandemia conocí a mi pareja, que es catalana. Y de a poco, fui volviendo”.

Algo se arrepiente el Mono cuando dice que nunca le interesó promocionarse y se ríe de cuando músicos de la talla de Herbie Hancock, al que conoció en una gira por Argentina, elogiaron su toque. “Soy torpe, no sirvo para el negocio. Ni siquiera para tener redes sociales”. A gusto con el segundo plano, en el rol secundario más que en el protagonismo escénico, subraya: “No me gusta pensar en sectarismos ni me siento especial. Siempre fui muy autocrítico pero sé que me escuchan. Algunos se duermen y aburren, y a otros les mueve cosas”.

Un amigo de la infancia, a los nueve años, lo apodó el Mono. “Había un juguete que era un monito tocando una batería igual a la mía. Tenía el redoblante, un Tom arriba del bombo y un platillo en el medio”. En efecto, a los tres años una tía le había regalado un tambor y empezó a interesarse en la batería. Antes de los diez, ya tocaba en salones y colegios de barrio. Se juntaba con otros que lo triplicaban en edad, mostraba un permiso de sus padres a la policía y versionaban temas de Santana, los Rolling, Led Zeppelin, Creedence. Todavía no se explica cómo fue a parar a la música.

“Soy adoptado, me criaron unos padres que eran del campo. Me cobijaron con amor, aunque nunca hubo música cerca de mí. Mi vieja me compraba algún disco de los Beatles o de Raphael. Lo hacía desde su cariño porque notaba que me sabía los jingles de las publicidades. Al mismo tiempo, compraba revistas y trataba de conseguir lo que aparecía. A veces, incluso, compraba los discos por la tapa. Así me compré uno de Charles Ives, porque en la tapa había un monito que tocaba la batería con la mano izquierda igual que yo. Otro de Bill Evans en Montreaux, donde aparecía Bill Evans escrito en cursiva. Yo estudiaba caligrafía en el colegio y me pareció que esa letra era como la mía. Y así fui conociendo obras y autores, todo de forma autodidacta salvo algunas clases de batería que tomé con el Oso Picardi”.

Abierto a las más variadas influencias y lejos de cualquier ortodoxia, orfebre de melodías, sus canciones etéreas e instrumentales llegaron a Japón, país en el que lo reconocen como un referente. “Allá soy músico de culto, se venden los discos como loco. Los japoneses de acá me traen regalos, no sé cómo les llega mi música, porque siquiera tengo prensa. Creo que es por la no intención, porque cuando muchas veces le ponés la intención, no sale nada”. Habla de la cantautora japonesa Kotringo, discípula de Ryuichi Sakamoto, a quien Spinetta admiraba y con la que se encontró recientemente en una visita por Buenos Aires. “Poco antes de fallecer, Luis estaba escuchándola. Cuando se lo conté a ella, me mostró su Iphone con sus discos. Somos tan distintos en la cultura, y sin embargo la música nos une”.

¿Por qué seguir haciendo música hoy? ¿Te lo replanteás?

–Es mi función social, como el tipo que es médico. Lo musical va de la mano con el crecimiento humano. Y mi compromiso con la música es un compromiso con el universo. Es una parte fundamental de mi vida, además de mis hijos. En otro tiempo también hice bombones, fui chocolatero. A los alumnos les ofrecía en una bandeja cuando venían y les encantaban.

Juna  Carlos

LA TEXTURA DE LO COTIDIANO

Cuenta que el oficio lo aprendió en la Escuela del Estudio de la Intuición, donde llegó al grado de maestro. “Tratar de ser una buena persona es mi norte. Hace veinte años tuve ese cambio. Sigo siendo egoísta pero menos que antes, procuro tener más en cuenta al otro. No acaparar tanto las cosas sino compartirlas. Lo aprendí en esa escuela. No me di cuenta y de pronto estaba haciendo chocolate, como cuando era niño y agarré unos palitos y aprendí solo a tocar la batería. Y como después aprendí a tocar el piano con una cartulina”.

No terminó el secundario por la música. Se puenteaba el almuerzo para ahorrarse unos pesos. Con Pedro Aznar solían ratearse para ir a una sala donde ensayaban Charly García y Crucis, de los pocos grupos que tenían Fender Rhodes y Mini Moog. El Mono se compraba cigarrillos sueltos y aprendió a fumar en la puerta de la sala. No pensaría jamás que más adelante, cuando empezó a tocar con Nito Mestre, se enamoraría de esos fierros. Eran épocas de raras máquinas nuevas: Ciro Fogliatta había traído un órgano Hammond con parlantes giratorios Leslie.

Joven mimado, la casa del Mono se convirtió en punto de encuentro: solían caer Alejandro Lerner, Charly y Pappo para largas zapadas. El piano de Nito Mestre estaba allí y un día al Mono se le ocurrió pasar un sonido de la guitarra al teclado. Aprendió un solo tono usando dos dedos de la mano izquierda y tres de la derecha: “Con esos cinco dedos sigo tocando, por eso cuando me llaman pianista me de risa”. Se dibujó en una cartulina las teclas y fue con la que despuntó el instrumento. “Después aprendí escuchando discos, tengo una técnica pésima. Y no por Bach sino tocando ‘Fiebre de sábado por la noche’ de los Bee Gees”.

A los treintipico se enamoró de los sonidos de la naturaleza y a la par cultivó la fascinación por el cine, musicalizando películas en el Malba, del Acorazado Potemkin a John Wayne; todo fue construyendo un oído que parece estar en todos lados y en ninguno. “A punto tal que cuando toco en vivo no saben si los sonidos son parte del ambiente o si los toco yo. Me copa la textura de lo cotidiano. Un ladrido de perro, un chorro de la canilla. Lo que se conoce como efecto Foley en el cine, pero lo mío es más barato”, bromea.

La memoria viaja y se fija en algunos recuerdos. Como cuando conoció a Egberto Gismonti y lo llevaron en auto a tocar en el Luna Park junto a Pedro Aznar: Academia de danzas me llegó importado y me mató la cabeza, y lo tenía ahí y era un tipo de lo más simple”. Las veces que siente que dejó plantado a Spinetta por su terror de viajar en avión: “Me dio la Gold Card, siempre me guardaba el lugar”. Una fobia que empezó en regreso de un viaje en los ’80 desde Chile, ya desde el despegue: el Mono salió corriendo con un ataque de pánico por el pasillo y el Flaco ayudó a calmarlo. Dice que acaba de ver el documental de los Beatles y quedó fascinado -“es ese mundo propio que construyó Luis con nosotros, en la intimidad”-, tal como le ocurrió con el libro Pensamientos verticales, de Morton Feldman. Repasa como una locura cuando tiraba pastillas efervescentes en un vaso y las sumaba como sonidos a sus shows, a la manera de un radioteatro. Cuenta cómo hoy se engancha con programas de cocina, cuando ve a Gordon Ramsay o Francis Mallmann hacer una entrada, plato principal y postre con cuatro ingredientes; y que lo inspiran el video arte de Matthew Barney y escultores como Richard Serra.

De la música nombra a Miles Davis, los Beatles, Debussy, Claus Ogerman, Manal, Bernard Herrmann, los Carpenters, Guillermo Klein, Vardan Ovsepian, Genevieve Artadi y una larga lista de referencias: “Producto de deformaciones, desvíos y casualidades, nunca de algo sistemático”. El Mono no puede recordar en cuántas grabaciones ha participado aunque, se resigna un poco, dice que fueron demasiadas. “Mi gracia es haberme rodeado de buenos músicos. Y conocer al más grande, a Luis. Dios así lo quiso”. Y luego, una reflexión final con dejo de manifiesto: “El pan prefiero comerlo sin manteca, pero siempre hice las cosas que me gustaron, arriesgándome en mi camino. A veces ponerle manteca implica esto y aquello. Y no entro ahí, en esa cosa de la alfombra roja”.

Spinetta escribió que el Mono Fontana tocaba con el silencio. En su disco Ciruelo le había dedicado unas palabras que aún, cuando las escucha, confiesa atesorarlas como una bendición: “Al posar las manos en los teclados invisibles de la vida el Mono deja una sola estela, la de su infinito amor. Lo estaremos escuchando hasta el fin del tiempo”.

El Mono con Spinetta en el show de Las Bandas Eternas

>De Cinta Calma a La Diosa Salvaje

RECUERDOS DE IBERÁ AL 5000

Primero era una sala de ensayo. Después, se convirtió en un estudio de grabación que en un comienzo se llamó Cinta Calma: con un slogan hilarante: “Su soplido amigo”. “En un estudio, cuando algo sopla es porque conlleva un ruido. Nos reíamos de los ruidos que hacíamos, como pibes”, explica el Mono, divirtiéndose cuando recuerda el templo de Iberá al 5000 donde compartió “una tonelada de momentos” junto a Spinetta y otros músicos.

Luego el lugar se transformó en una veterinaria donde Aníbal “La Vieja” Barrios vivió como sereno. Con el paso de los años Luis Alberto Spinetta construyó su propio estudio, el inolvidable La Diosa Salvaje. “Desde Silver sorgo, era su casa-estudio. Ahí boludeábamos en un gran comedor, Luis siempre tenía cosas ricas para comer”. Había un panadero de la zona al que bautizaron como Bill Evans por el parecido físico. “En el disco Para los árboles Luis escribió una dedicatoria para Bill Evans y sus ricas facturas. Nadie entendía nada. ¿Bill Evans? ¿Facturas? Luis se cagaba de risa cuando le preguntaban”.

Cada vez que vuelve a pasar por la calle Iberá se le hace un nudo en el estómago. No de nervios, sino de tiempo vivido, de todos esos años de gente. “Es como si fuera una meditación. Cierro los ojos y en un minuto repaso todo lo que pasamos. Es increíble, sigue siendo ese lugar donde tantas veces nos reunimos en la puerta, en verano, en invierno, con lluvia, con calor. En una época Luis tenía esa cosa rockera, todos los días nos convocaba a ensayar. Imaginate el nivel de amistad que se crea permaneciendo horas juntos, había más tiempo de recreo que de tocada. Luis hilaba muy finito en el sonido, no dejaba nada librado al azar. Poníamos lo que no teníamos para él”.