El indulto presidencial a los conductores y ejecutores de la mayor matanza de la historia argentina es la gran hipoteca que pesa sobre la democracia. Esa afrenta a la justicia, a la ética y la moral abrió las puertas a todos los abusos. Ese era su propósito manifiesto aunque inconfesable. La impunidad, la corrupción, la indiferencia, se instalaron desde entonces como una cerrada bruma sobre la sociedad. La dictadura que adoptó la desaparición de personas como método de gobierno tuvo, por fin, su victoria política. Ahora es posible cruzarse en las calles con Videla, Astiz, Camps, Massera y los otros. En cualquier whiskería uno puede tropezar con el majestuoso Galtieri. Mario Firmenich esboza, tal vez, su ingreso a la política posmoderna de borrón y cuenta nueva que le proponía Massera bajo el acicate de la picana y el submarino. 

El mayor daño que Carlos Menem le ha hecho al país es legitimar la idea de que un candidato puede prometer cualquier cosa y hacer otra diametralmente opuesta. Legalidad y legitimidad se han disociado y el Gobierno monta, entre decretazos y contubernios, una estridente simulación democrática. Menem es producto y esencia de la frivolidad farandulesca. Un tipo salido de la pantalla. Un Zelig que se levanta de la mesa de Polémica en el bar y entra en nuestras vidas como un mal chiste. Con ese personaje de la picaresca criolla, todavía votado por más de un tercio del electorado, el liberalismo a la violeta llegó a su esplendor latinoamericano y así estamos: desbordados por la corrupción y las leyendas negras, con una clase dominante cada vez más feroz e insaciable, con una Justicia hecha a la medida del sobreseimiento y el cajoneo. 

Desde el indulto, que continuaba la política militar de un Alfonsín desesperado, una calma sospechosa se instaló en el país. De un plumazo, el Presidente quebró el endeble equilibrio conseguido en estos años difíciles, convocó a los peores demonios y las recurrentes pesadillas han vuelto a agitar el sueño de los argentinos. Muchos han preferido la bolsa o la vida, el cinismo cobarde a la memoria ardiente. Menem es el ídolo de los que aplaudían de pie a Videla y a Martínez de Hoz. El hombre que mejor interpretó aquello de que la política de despojo necesita ejércitos dispuestos a reprimir, a matar de nuevo si fuera necesario. Extraño destino el del prisionero que perdona a su carcelero y queda cautivo del pasado. Ni siquiera hay excusa católica para ese gesto que fingía grandeza de alma. Lo bendijeron algunos obispos, pero en las Escrituras el Cristo exigía arrepentimiento para conceder el perdón. 

Muchas veces Menem se ha sentido tentado de tomar el lugar de Dios. En diciembre de 1990 llamó al diablo, le propuso un pacto siniestro y firmó el perdón de los criminales como si le fuera dado actuar en nombre de la Nación entera. Pensaba que con eso treinta mil desaparecidos se convertirían en una abstracción. Desde entonces, cada crimen, cada atropello a los derechos humanos, parece reclamar tácitos indultos del poder que los incita o los tolera. Cuando todavía la justicia universal pide cuentas por los crímenes masivos del nazismo y en las entrañas de la Argentina profunda aparecen ecos de aquella ignominia, el indulto del año noventa suena como una afrenta a quienes no olvidan el pasado porque piensan sobre todo en el futuro. 

* Publicada el 26 de mayo de 1994.