Una mínima parte del archivo de Carlos Melero

Hubo un plan. Una noche de 2018, en la casa del sonidista Carlos Melero en La Paternal, existió una especie de cónclave entre su familia, Guillermo Hernández –el dueño de la disquería Minton’s– y el periodista y editor Roque Di Pietro. Este último quedó como encargado en contactar a Zev Feldman, el productor artístico del prestigioso sello Resonance, con sede en Los Ángeles, para comentarle de la existencia del Archivo Melero, que el sonidista fue armando a lo largo de cincuenta años de trabajo. Allí adentro había un secreto guardado por décadas, un secreto a miles de kilómetros de distancia: el registro de los recitales de las dos visitas de Bill Evans en Buenos Aires.

Zev Feldman, conocido en el ambiente como el “detective del jazz”, quiso escuchar de inmediato la calidad de sonido; dicen que no tardó un par de minutos en reconocer su excelencia. Poco tiempo después pidió tener la prioridad: su sello tenía aceitada la relación con la familia de Bill Evans. En horas, como un trámite exprés, se resolvió todo. Resonance adquirió las cintas y salieron a la luz casi en simultáneo, dos discos que acaban de ser editados por el sello de Los Ángeles en una caja de colección, como material de culto. Y todo por un acto a escondidas, la pasión de un hombre argentino, lejos del centro del jazz, que filtró hace medio siglo su grabadora con la conciencia de estar frente a un suceso extraordinario, cuando apenas existían los dispositivos tecnológicos: difícil imaginar hoy un Bill Evans tocando en vivo en Buenos Aires sin pantallas, cámaras y consolas de última generación grabándolo al mismo tiempo.

Ese hombre no era cualquier hombre. Sergio Pujol lo nombra como el gran sonidista argentino, alguien que fue capaz de grabar por décadas a Astor Piazzolla, Gerardo Gandini, Invisible, la Orquesta del Tango de Buenos Aires, Horacio Salgán y figuras del jazz internacional como Duke Ellington, Sarah Vaughan, Carmen McRae, Keith Jarrett, Herbie Hancock y Tony Bennett, pasando del Luna Park al Colón y del Gran Rex a otras salas más pequeñas. Las cintas originales de Bill Evans, en efecto, habían sido celosamente guardadas por Carlos Melero aunque con el tiempo circularon otras grabaciones de forma clandestina. Ninguna, de todos modos, tenía el status de la oreja del sonidista, que no pudo ver en vida tal proeza: falleció el año pasado a sus 87 años.

Portada de uno de los discos editados por Resonance

La primera visita del legendario pianista norteamericano fue una fría mañana del domingo 24 junio de 1973 en el Gran Rex –horario atípico, programado como excepción–, en el que el pianista había sido acompañado por el contrabajista Eddie Gómez y el baterista Marty Morel. Hubo gente que creyó que era a las diez, pero de la noche, e insólitamente se perdió el concierto. Meticuloso y reservado, Carlos Melero tenía un as de espadas en la manga: una grabadora Revox de cinta abierta, la cual podía encender para empezar la grabación aunque no podía apagarla. Fue entonces que el recital se extendió más de la cuenta; el trío interpretó composiciones clásicas como “Waltz for Debby” y “My Foolish Heart” y, después de una hora y media de espectáculo, la grabación no logró cubrirlo en su totalidad. Con su oído absoluto y desde la consola, Carlos Melero escuchó en medio de los bises el “chick-chick” del carrete, que seguía girando con la cinta suelta, y se lamentó. Pero antes había quedado extasiado por la versión de “Esa tarde vi llover”, de Armando Manzanero.

“Los jazzeros sentían al bolero como una música menor, sin embargo fue tan extraordinaria la interpretación que tiempo después se convirtió en una especie de standard. A Carlos le llamó la atención cómo Bill Evans impuso ese tema aquella noche, y seguramente fue una de sus primeras versiones que luego todos copiaron”, cuenta el periodista especializado Claudio Parisi, autor del libro Grandes del jazz internacional en Argentina (Gourmet Musical) y quien participó de las notas del disco, Morning Glory, puesto en circulación bajo una doble edición de lujo en vinilo y luego en CD y en las plataformas digitales.

Portada del disco con el segundo concierto porteño de Bill Evans

La segunda visita de Bill Evans fue en el teatro San Martín, seis años después, el 27 de septiembre de 1979, aquella vez junto a otros intérpretes: Marc Johnson en contrabajo y Joe LaBarbera en batería. Nombrado como Inner Spirit, el disco abre con una exquisita versión del clásico “Stella by Starlight” y luego, para el deleite de los jazzistas, se pasea por otros clásicos como “I love you, Porgy” y “My Romance”, un adicional con la balada “Minha”, del brasileño Francis Hime, y una colosal versión de “Nardis”, de Miles Davis, a modo de epílogo. Era un Bill Evans esplendoroso, en sintonía perfecta con su trío. En ambos discos también hay testimonios de los músicos involucrados –donde hablan de los contextos políticos: en el primero, con la algarabía popular por el retorno de Perón; en el segundo, con los militares respirando en la nuca–, textos del crítico Marc Myers, observaciones de los pianistas Richie Beirach y Enrico Pieranunzi, y fotografías de Tito Villalba.

En su segunda visita Bill Evans se quedó unos días más en Buenos Aires y una noche fue a escuchar tango. Se fascinó con el “swing” del bandoneonista Walter Ríos. “¿Y por qué mierda Bill Evans te saluda a vos?”, inquirió luego Astor Piazzolla a Ríos, cuando se cruzaron en un pasillo. Al lado de Astor, solía estar Carlos Melero: los unía una amistad de largo tiempo, solían ir a comer juntos pastas a un restaurante italiano y siempre que volvía a Argentina sólo pedía ser grabado por él.

Con Bill Evans y su mujer, Helen, 1979

NADA DE LO MUSICAL ME ES AJENO

Maestro en el arte de colocar micrófonos, un oficio algo perimido hoy en los ingenieros que parecen calibrar todo por pantallas virtuales, cierta vez Joe Zawinul, de Weather Report, le preguntó sobre su oficio, admirando su tacto. “Sonidista. O ingeniero de sonido sin título”, respondió Melero, con el bajo perfil que le reconocían sus colegas.

Del “Archivo Melero” se desprendió recientemente otra perla, la presentación en vivo de Durazno sangrando, el segundo disco de Invisible, power trío del Flaco Spinetta. Poco tiempo antes de morir, Melero había donado las cintas al INAMU, que contactó a la familia de Spinetta. Con el aval de Machi Rufino y Pomo, luego se lanzó oficialmente. El material, además, fue digitalizado por Gustavo Gauvry, recurrente ingeniero de sonido en la carrera de Spinetta, y contó con la masterización del técnico Mariano López, otro histórico colaborador del Flaco. Las fotos de Eduardo Martí completaron el círculo de resurrección de cuatro recitales en el teatro Coliseo, que ahora reviven el espíritu arrollador del trío en la síntesis de siete canciones grabadas por Carlos Melero, entre ellas “Que ves el cielo”, “Azafata del tren fantasma” y “Viejos ratones del tiempo”.

Las cuatro funciones se habían dividido en dos shows del viernes 21 de noviembre de 1975 y dos más al día siguiente: por allí pasaron cerca de siete mil personas. Diego Melero, el hijo de Carlos, fue a una de ellas. “Tenía 15 años y me cambió la vida. Había olor a porro pese que el Flaco pedía expresamente que no se fumara durante el recital”, recuerda.

Su padre ya había grabado a Aquelarre y estaba en tratativas con Crucis, por lo que el rock local y sus proyecciones no le resultaban indiferentes. Había un intercambio cálido entre la consola y Spinetta, y hoy Diego hace énfasis en cómo quedó grabada la batería de Pomo, algo que destaca en la performance del disco. “Es indudable su sonido jazzero, que era parte de la búsqueda de Invisible y sé que a mi viejo le encantaba. Por eso él quiso atesorar esa grabación, sabía que ahí estaba sucediendo algo distinto”.

Portada del disco en vivo de Invisiblre

Como tesoros que resisten cualquier paso del tiempo, Roque Di Pietro rememora la tarde en que Carlos, tiempo después de aquellos conciertos, puso la cinta de un cuarto de pulgada con el recital de Invisible en su Revox y a la vez los conectó a sus parlantes Focal. La escucha permanente de grabaciones y discos era un placer que compartían. “Yo nunca había escuchado la voz de Spinetta sonando de esa manera. Él recordaba haber hecho esa grabación para luego escucharla en su casa y tratar de entender un poco más de la estética sonora de una música que estaba alejada a sus gustos o preferencias”.

De todos modos, enfatiza Di Pietro, el sonidista tranquilamente podría haber declamado “nada de lo musical me es ajeno”: en su discoteca había óperas, free jazz, una frondosa sección de cantantes mujeres –el último concierto al que asistió fue al de Sheila Jordan con el grupo del trompetista Mariano Loiácono–, solo piano de cualquier región del planeta, referencias del sello Obscure de Brian Eno, música académica contemporánea, el catálogo completo de discos Qualiton, que ayudó a fundar, o el prensado original europeo de Fuerza natural de Gustavo Cerati, cuyo audio no se cansaba de elogiar.

Cuando visitó a Melero por primera vez, al periodista Claudio Parisi lo inquietó la cantidad de cajas con cintas en las paredes, etiquetadas como “Stan Getz”, “Mc Coy Tyner”, “Astor Piazzolla”, “Invisible”, “Baby López Furst” o “Charles Mingus”. Entre conversaciones que se extendían largamente, supo que Melero grababa para mejorar su técnica: con la escucha iba puliendo los errores. Pocas veces daba a conocerlas a sus amigos y solía pedir un juramento para que no circularan públicamente. “Ha sido el mayor sonidista en vivo, porque tuvo la particularidad de trabajar en varios teatros. Siempre con esa picardía de grabar los conciertos sin que los músicos se dieran cuenta”, distingue Parisi.

Para eso se había diseñado un banco de piano y apenas levantaba la tapa, sin que nadie lo notara, solía colocar su grabadora de cinta abierta Revox, a la que llegó a manejar por control remoto. Más allá de lo estrictamente técnico, los músicos lo buscaban por su fina sensibilidad en la escucha. Nacido en Santa Fe, en 1934, había estudiado piano de chico. Después, por mandato familiar, se anotó en odontología en Rosario pero nunca dejó la música. De allí en más, tomó clases particulares en armonía y piano con Virtu Maragno, Juan Pedro Franze y Jorge Martínez Zárate. A través de Paco Urondo, por entonces director de Cultura de Santa Fe, llevó a su pueblo de San Justo, en su rol de gestor cultural, a personalidades como Atahualpa Yupanqui, Juan L. Ortiz y el cubano Nicolás Guillén a comienzos de los ´60. Urondo se reservaba un rato para pasar por la casa de Carlos: le encantaba la tarta de berenjena que preparaba su mujer.

Carlos Melero en acción

TOCÁ HASTA QUE TE ECHEN

Melómano y comprador de los primeros equipos de audio de tecnología avanzada, como también de discos importados, llegó a Buenos Aires recomendado por Ariel Ramírez y trabajó en la revista Folklore, dirigida por Julio Mahárbiz. Luego de trabajar en la programación de Canal 11, su primera experiencia como sonidista fue en la grabación de la orquesta de Count Basie, en 1969, contratado por la empresa Holimar. En las reuniones en la casa de su amigo Ariel Ramírez, donde solía cruzarse con Félix Luna, Mercedes Sosa, Jaime Torres y con invitados de honor como Oscar Peterson y Erroll Garner, conoció al productor Alejandro Szterenfeld, con el que empezó a trabajar en el mundo del jazz.

Con Szterenfeld su bautismo de fuego fue en 1971, cuando hizo el sonido del compositor Luciano Berio: fue tal la maestría con la que amplificó las voces que no tardó en ser recomendado para trabajar en diversos ámbitos. Pasaba de sonidista para orquestas sinfónicas y de cámara en espacios cerrados a recitales en estadios de fútbol, con el agregado de shows más comerciales como Sandro, Cris Morena, Les Luthiers y Valeria Lynch. Su ductilidad era una marca registrada: llegó a trabajar en la danza, con conjuntos vocales, en el ballet y en el teatro –destacando su dupla con Oscar Araiz y su amistad pasajera con Vittorio Gassman– y en la música contemporánea con Alicia Terzian. Pero la Triple A y luego la dictadura acotaron su margen de maniobra: muchos de sus amigos y compañeros fueron perseguidos o prohibidos. “Se juntaba con músicos de todos los estilos. Era capaz de meterse con los ortodoxos del tango como de ver la nueva generación de folkloristas, como cuando venían a casa Dino Saluzzi y Raulito Barboza para mostrarles sus cosas”, dice su hijo Diego. Durante un buen tiempo su padre trabajó de forma independiente, acompañado sólo de un fletero y una asistente.

La faceta de descubrir músicos, como una especie de productor amateur, fue otra de sus habilidades. Uno de sus últimos hallazgos fue grabar a Adrián Iaies, cuando el pianista aún no era conocido. Se encontraron en un homenaje privado al pianista brasileño Gilson Peranzzetta, arreglador histórico de Iván Lins. Allí, entre el público, había un dream team de pianistas: Manolo Juárez, Jorge Navarro, Baby López Furst y Gerado Gandini. Todos tocaron algo, incluso Adrián Iaies. A Melero, que lo desconocía, le maravillaron sus improvisaciones. “Un domingo al mediodía me llama y me dice que había un súper piano Yamaha en San Telmo. Quería que lo probara, pero no podía porque jugaba al fútbol. Me insistió y fui después de jugar. Carlos estaba enfundado en su sobretodo, y debajo tenía su clásico suéter rojo. Lo había microfoneado y me dijo: ´Pibe, tocá hasta que te echen´. Hasta que vino un portero y nos echó, pasada la medianoche”.

Días después se encontraron en la casa de Melero. Era un procedimiento habitual ir hacia la intimidad cuando alguien le despertaba atención. No pasaba seguido. Su señora solía cocinar y había charlas de sobremesa. Adrián Iaies había sido compañero de facultad de Diego Melero, hijo de Carlos, así que conocía la casa. “Escuché la grabación del piano de San Telmo y me caí de culo. Era un sonido increíble, y terminó siendo la base de Una módica plenitud, mi disco de piano solo. Carlos solía grabar directamente a dos tracks y nadie ponía los micrófonos en el lugar exacto como él. Luego grabamos en mi disco triple Uno, Dos, Tres, y el arte de tapa era blanco y negro pero conservamos la ropa de Carlos, con su clásico suéter rojo, de cábala. Ese es el nivel de aprecio y respeto que tenía por Carlos, ha sido una persona fundamental para el jazz. Escuchaba como nadie, un ingeniero a la vieja usanza, se ponía al lado del músico. Un tipo culto, que tocaba muy bien el piano. Y para mí era como un abuelo, muy cariñoso, llegó a conocer por fotos a Delfina, mi hija que nació en la pandemia”, rememora Iaies.

Con su amigo Astor Piazzolla

ANIMAL DE ESCENARIO

Melero pocas veces hizo sonido de estudio: era más bien un animal de escenario. Rechazó trabajar en el exterior porque decía que la escena nacional lo colmaba, se asoció empresarialmente con Ángel Itelman y hasta llegó a grabar una visita de Coldplay. Apunta Sergio Pujol: “Carlos oía como músico, tenía una sofisticación para atesorar sonidos musicales. Su respeto por los artistas le permitió entender el fenómeno del concierto y ser un exigente guardián del sonido. No solía tocar mucho la consola, que es lo que debe hacer un buen sonidista. Su talento estaba en calibrar las exigencias de volumen y los contrastes dinámicos, por lo que lograba un sonido cálido que los músicos agradecían públicamente”.

Invisible y Bill Evans parecen ser la punta del iceberg. Su inagotable archivo –adelantan en su entorno– todavía guarda sorpresas para los fans de la música popular del siglo XX. Allí esperan su momento recitales en vivo como los de Cuchi Leguizamón y Adolfo Ábalos en los ’80 en el San Martín, Mercedes Sosa en el Cine Majestic a mediados de los ’70, Rubén Rada y La Banda en el IFT, Dino Saluzzi en el Alvear con su grupo europeo, Salgán-De Lío, Duke Ellington en el Cine Metro presentado por Paloma “Blakie” Efron, Modern Jazz Quartet en el teatro Opera en 1987, Sarah Vaughan en el Gran Rex ’72, Michel Petrucciani en el Auditorio de Belgrano, las mejores grabaciones en solo piano de Baby López Furst, Caetano y Joao Gilberto en el histórico Gran Rex del ’99, Tete Montoliu en el Coliseo con base rítmica argentina. Y mucho más.

Con Charlie Haden, 1985

“No es un dato menor que durante sus últimos años Carlos Melero se diera el lujo de escuchar solamente música grabada por él: tenía para elegir el maestro”, desliza Roque Di Pietro, que agrega dos cualidades más en su rescate, a un año de su partida física: lo define como el arqueólogo de lo analógico. Alguien capaz de maravillarse con Alan Parsons y su interpretación de los cuentos de Edgar Allan Poe –que consideraba como una joya en la técnica de grabación–, con el pianista Carlos García y el bandoneonista Raúl Garello, despuntando su amor por el tango, o con vivencias más experimentales como cuando trabajó en free jazz con Pharoah Sanders y en el plano del rock sinfónico con Rick Wakeman. Y, a su vez, no parecía rasgarse las vestiduras si debía trabajar en el mundo de la publicidad o en eventos de grandes firmas industriales, como con Ford: era ganancia para comprar sus equipamientos y de todo aprendía yeites para calibrar distintas capas de sonido según ambientes y plataformas.

“Carlos tuvo la lucidez de registrar aquella música cuando no era habitual ni fácil hacerlo”, remata Di Pietro. “Y además era sumamente caro, porque se necesitaba un grabador y cintas. Lo hizo de un modo magistral en apenas dos canales conectados a su Revox, y además lo conservó en perfectas condiciones durante más de medio siglo, o más. Para un país que recién ahora está entendiendo la importancia de conservar archivos, la existencia de alguien como Carlos Melero es un aliciente y una enseñanza”.

Y entre los rastros de Melero que viven en el presente perdura una consola con 57 canales, suerte de nave espacial alojada en una casa de campo en Luján, que el sonidista conservó luego de rematar sus equipos y la cual suele salir en citas especiales. Como el último concierto en Argentina del electrónico francés David Guetta, que supo reconocer en Melero un artífice del sonido mezclando sus máquinas digitales con aquel fetiche analógico.