Hace años que no se escucha la palabra globalización. Ya no es necesario nombrar lo que es cotidiano. El viejo concepto de la globalización pertenecía a una era previrtual. Anterior a las redes y a la selfie. La figura del turista como consumidor del mundo jugó un papel importante en aquella era y dio paso a una figura que no solo tiene el privilegio de viajar, sino de mostrar la forma en que vive esa experiencia, que es en definitiva su visión del encuentro con otra cultura. Una de las alternativas que los teóricos proponían a la globalización era la interculturalidad.

El caso del turista cordobés que se filmó esta semana depredando el patrimonio arqueológico en el Parque Nacional Talampaya, revela por una parte uno de los desafíos que tiene la gestión patrimonial y turística hoy: preservar el patrimonio de los lugares. Y por otra parte la invisibilización que siguen padeciendo las culturas originarias y la banalización o espectacularización de sus cosmovisión a partir de la reconversión del mercado.

"Estoy dejando jeroglíficos para que sepan mis sucesores que yo estuve acá, crean que lo hice por algo específicamente y que tienen un significado. Total, esto dura 2.500 años”, dijo el turista cordobés a la cámara del celular que lo filmaba.

Puede ser uno de los síntomas de nuestra época: 2.000 años reducidos a 15 segundos. Asombra la comparación entre un tiempo fuerte, religado a una cosmogonía, con que fueron realizadas las expresiones que hoy identificamos como petroglifos, y la efímera trascendencia de un video en TikTok.

Podría haber sido una intervención digna de un artista contemporáneo que explica cómo el tiempo fugaz de la virtualidad opera como un discontinuador de la historia.

Otro factor es la individualización que manifiesta este sujeto preocupado por dejar un rastro en su paso (individual) por el mundo. Para los pueblos originarios, el arte estaba relacionado con un sujeto colectivo y asociado a su entorno (Pacha). Así, la figura del turista deja de lado la tradición y el simbolismo, que no es marcar como individuo un lugar, sino una representación del estar en ese lugar y pertenecer a su entorno.

Pero de fondo hay otra cuestión que los pueblos del noroeste conocen bien: la vigencia del colonialismo y la sistemática invisibilización de las culturas originarias, que lejos de representar solo restos arqueológicos, perviven como pueblos. No se puede entender la riojanidad sin un proceso de hibridación. La Chaya es quizás el ejemplo más elocuente de la pervivencia de los rituales agrarios y de un tiempo colectivo que mantiene una cohesión social al día de hoy, actualizada en las generaciones más jóvenes. Manifestación de expresiones artísticas que sostienen una tensión y funcionan como límites del poder.

Esa estructura colonial es la misma que sostiene la tensión entre comunidades originarias y el poder hegemónico (no solo el Estado), por los cuerpos expuestos en el Museo de Arqueología de Alta Montaña de Salta, uno de los mayores atractivos turísticos de esa provincia.

La explicación, la dio Rodolfo Kusch en sus Anotaciones para una Estética de lo Americano:

“Lo indio en el ámbito de la visión del mundo occidental no tiene ninguna validez política, social o artística; es decir que no entra vitalmente a formar parte de dicho ámbito. En este sentido lo indio es considerado estrictamente lo muerto, y por lo tanto es relegado al museo como lo monstruoso y aberrado”.